Hipólito. Demian Panello
ahora los tres ríos a través del valle que en el mapa figuraba con el nombre de Cul de Sac Aux Vaches. Volviendo al cabo de dos días a posiciones cercana a la costa, pero esta vez desde el oeste, punto opuesto de donde habían entrado y que, probablemente, los ingleses estarían vigilando.
Las escarpadas laderas de la península, que dividía la bahía du Serón donde se encontraba fondeado el Mariana y el golfo Margot du Diamant, les permitió tener un inmejorable panorama de todo el litoral.
Se dio orden a todos los hombres que se sentaran y permanecieran en esa posición.
La situación se presentaba en apariencias tal como estaba dos días atrás. El Mariana fondeado delante de los arrecifes de corales y la fragata inglesa HMS Centaur fondeada una milla hacia el oeste. En la costa, donde habían reparado los palos y gavias, ahora había un grupo de soldados en torno a una estructura de madera y dos hombres parecían colgados de ella.
La imagen sacudió a Miguel que vaciló en tomar el catalejo.
Las piernas desnudas e inmóviles y el torso, también despojado de ropas, flanqueado por los brazos abatidos del contramaestre Jolimont impresionaron al oficial de cubierta que, sin animarse a identificar el otro desgraciado, se dejó caer de rodillas sobre la grava.
El capitán del Mariana había muerto.
Aturdidos por el destino aciago del capitán y el contramaestre; Miguel, Rocher y Bashur tardaron en determinar cómo seguir. Ya no contarían con señal alguna del capitán que les indicara cuándo lanzar la ofensiva para rescatarlos y rescatar la fragata Mariana.
—Los ingleses tienen todavía que ir a buscar hombres para tripular el barco o trasladar toda la carga que les fueses posible. —expuso Rocher de cuclillas próximo al mirador.
—Podríamos esperar a que el navío inglés se marche hacia St. Thomas. – dijo Bashur.
Miguel, pensativo, mantenía sus rodillas clavadas en la tierra apoyándose en una de sus manos.
—No sabemos cuándo puede pasar eso. – dijo de pronto alzando la vista. Sin levantarse del todo volvió a mirar hacia la bahía. Unos diez hombres permanecían en la playa. Con el catalejo exploró la cubierta del Mariana y pudo contar cuatro hombres más deambulando, entrando y saliendo del puente y la toldilla.
—Van a desbalijar la nave. – expuso preocupado. – Tenemos que actuar de inmediato.
Rocher y Bashur se miraron interrogantes.
Miguel volvió a incorporarse con cuidado y esta vez escudriñó la península. Pasó gateando entre algunos de los tripulantes que fueron haciéndose a un lado y examinó el terreno adyacente.
El pequeño codo de tierra que ingresaba al mar presentaba una ladera escarpada hacia la costa donde estaban los ingleses, pero del lado occidental la bajada, si bien seguía siendo empinada, era accesible. Una vez satisfecho de su observación retornó reptando junto a Rocher y Bashur.
—Cuando anochezca bajaremos arrastrándonos hasta la playa en el más absoluto de los silencios. Nadaremos sin dar brazadas y abordaremos el Mariana. A partir de allí contará tanto nuestra pericia como la fortuna para poder evadir el HMS Centaur. – expuso determinado trazando el temerario plan con una ramita en la tierra.
No habiendo otra idea más previsible y en virtud de que el futuro de toda la tripulación dependía del destino de la fragata Mariana la propuesta fue aceptada y transmitida al resto de los hombres.
La providencia hizo que la noche se presentara sin luna y completamente cerrada. Y cuando las primeras gotas de una lluvia torrencial comenzaron a caer, los hombres del Mariana pusieron en marcha el plan.
En muy poco tiempo se fueron amuchando en una gruta en la minúscula playa al pie del promontorio que les había servidor de mirador. Ahora, a nivel del mar y sin luz, se dejarían llevar por el registro mental que cada uno habría guardado de la ubicación del barco, a poco más de media milla frente a esa colina.
Toda la tripulación se lanzó al mar sin reparos y con la fe ciega de alcanzar su buque. Nadaron constante y en silencio a poco espacio el uno del otro. Por fortuna, el agua de estas latitudes es templada todo el año y el único peligro que podrían encontrar sería los tiburones que siendo de noche estarían menos activos, aunque era menester permanecer alerta.
De a tandas fueron alcanzando el casco del Mariana. No habían pensado en cómo abordar la nave sin cuerdas ni aparejos desde la línea de flotación, pero tal vez, impulsados por el coraje y el ardor propio de una empresa común que los movía con igual pasión fueron ingeniándoselas para trepar y escalar como arañas hambrientas por la tela ciñéndose sobre su víctima.
Cayeron como sombras sobre el puñado de guardias ingleses que, adormecidos por el ron, nunca supieron qué manos fueron las que abrieron sus gargantas inundando en sangre la cubierta.
Toda la tripulación del Mariana fue ocupando con sigilo sus puestos.
—¡Izad el pabellón tricolor! – exclamó Miguel embriagado por la euforia parado en el entrepuente.
Ordenó además levar anclas e indicó al carpintero Rocher que diera las indicaciones pertinentes para darse a la mar con rumbo al sudeste. De inmediato bajó al segundo puente y mandó a alistar los cañones.
El ruido de las cadenas del ancla y los gritos en el Mariana alertaron a los vigías del buque inglés que iniciaron el zafarrancho de combate.
El fuerte viento que acompañaba el chubasco de esa noche infló las velas del Mariana empujándolo hacia el exterior de la improvisada rada delimitada por el mismo HMS Centaur.
—¡Fuego! – gritó Miguel y los pequeños cañones de doce comenzaron a disparar al casco del buque inglés. Primero los cuatro de la amura de estribor y a continuación, mientras estos recargaban, los cuatro restantes de la aleta de estribor.
Habrá sido de nuevo la providencia o la buena estrella del hasta hace unos días oficial de cubierta del Mariana, pero esa noche tormentosa todos los disparos alcanzaron con mayor o menor suerte el objetivo, sumiendo al barco enemigo en la más completa de las confusiones.
Desde lo alto del castillo de popa y castigado por una lluvia intensa Miguel fue observando, mientras se alejaban, los desesperados movimientos en el HMS Centaur trastocados de combate a siniestro al verse acorralados por el fuego.
VI
El sol hizo centellar la pulida pulsera de plata acentuando su natural brillo sobre la piel bronceada. Hélène de otro tiempo, Hélène de otra historia parecía estar llamando a su amor desde el grabado. Miguel movió un par de veces la pulsera prendida en su mano en un ademán maquinal.
—Nunca sabremos quién fue ni dónde está. – dijo mirando a Hipólito.
Un centenar de pequeñas embarcaciones se apiñaban en el río frente al muelle principal del Paseo de la Alameda. Más retiradas de lo habitual como consecuencia de la bajante, parecían diminutas piezas de porcelana asentadas en el horizonte. Bajante, por otro lado, no tan pronunciada como la extraordinaria acaecida meses atrás, el día de la reconquista, que permitió a un grupo de gauchos con pañuelos atando las crenchas, chiripás y botas de potro abordar a caballo una embarcación inglesa encallada. Una gesta épica todavía muy fresca en la memoria de los vecinos.
Apoyado sobre unas rocas del improvisado malecón Miguel hurgó nervioso en los bolsillos de su pantalón y pasó sus manos por los pliegues de su camisa abierta.
—Cuando nos detuvieron llevaba conmigo una pequeña bolsita. Allí tengo el tabaco y mi pipa. – observó ansioso.
—Debe estar en el fuerte. Luego iré a buscarla. – replicó el oficial. —¿Qué hacías en el río? – inquirió de inmediato.
Miguel alzó su cabeza y le sonrió. A la luz del día su rostro se le hizo más transparente. Como si los visos de aquellos años cruzando el atlántico estuvieran esperando ese sol incidiendo de pleno en los cuerpos. Era Miguel, era Muhammad,