Hipólito. Demian Panello

Hipólito - Demian Panello


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no encontraron más que zarigüeyas, iguanas y un gran número de aves. La naturaleza algo pantanosa de la costa no era las más recomendable para el tránsito continuo de una tripulación reparando una nave, pero la escarpada ladera que enmarcaba hacia el oeste la bahía de Los Tres Ríos mantenía al Mariana fuera del alcance visual de la Roca Diamante. Y cuando los exploradores se adentraron al interior de la isla y encontraron una tupida selva compuesta de helechos y árboles de caoba, el capitán terminó por convencerse que ese era el lugar apropiado para reparar su nave.

      Toda la tripulación puso manos a la obra de inmediato. Miguel dirigía a los hombres que facilitaban la madera proveniente de la selva próxima a la playa mientras que el carpintero de a bordo organizaba y supervisaba los trabajos de reparación. De esta forma durante tres días seguidos de labor intenso fueron reparando, con partes confeccionadas en la playa y trasladadas luego al barco, el palo trinquete con un nuevo velacho y nuevas vergas, un bauprés nuevo reforzado y el palo mesana restaurado también con sus vergas.

      Con el Mariana ya listo, el capitán tenía pensado abandonar la bahía por la noche para no ser vistos desde el islote, pero esa misma tarde el vigía gritó:

      —¡Vela a la vista!

      Casanova salió de su camarote al instante. El contramaestre Jolimont, Miguel y otros hombres se acercaron también a la cubierta de estribor.

      Frente a la bahía un imponente navío de línea inglés se desplazaba lento.

      —Ya nos debe haber visto. – articuló entre dientes el capitán mientras que con el catalejo identificaba el pabellón del HMS Centaur.

      En ese instante un cañonazo de salva como advertencia hizo eco en la espesura adyacente a la costa.

      —Zarpemos sire y planteémosle batalla. – exclamó Miguel. – Por lo menos moriremos peleando. – agregó incólume y sentido sin dejar de observar el barco enemigo.

      Casanova dio un largo suspiro mientras se balanceaba con sus manos enganchadas en el cinto del pantalón.

      —Oficial, contramaestre… conmigo a la toldilla. – ordenó a continuación señalando a Miguel y a Jolimont.

      Ingresaron los tres hombres al camarote del capitán. Casanova apoyó su cuerpo y manos, casi sentándose, en el escritorio y se dirigió a sus oficiales.

      —Como ya usted mismo observó, atacar a un navío como ese y en particular en las condiciones cerradas en la que nos encontramos en esta bahía y el mar circundante tan próximo a la costa, sería un suicidio. Nos hundirían en pocos minutos sin que mucho daño pudiéramos causarle. – comenzó diciendo, señalando a Miguel. – Seguro estaremos soñando morir cubiertos de gloria y en nuestra propia materia haciendo del mismo Mariana la morada final en el lecho marino. Esto, sin pensar además que estaremos arrastrando, vaya a saber uno, a cuantos de los hombres. – continuó alternando su vista entre sus interlocutores.

      —Luego de todo lo que hemos andado y nos falta andar, no creo que queramos ese destino fútil para nuestra amada nave, ¿no es así?... al menos yo no lo deseo. – interpeló sereno.

      Miguel y Jolimont asintieron reflexivos al unísono.

      —¿Qué hacemos entonces? – preguntó el contramaestre.

      —Bien. – dijo el capitán satisfecho de haber persuadido a sus oficiales. – Entiendo que quienes nos atacaron desde el Roca Diamante, no son otros que los ingleses. Deben haber fortificado el islote emplazando cañones de veinticuatro en las cuevas y como cada embarcación, por lo general de bandera francesa, cuyo destino sea alguna de las dos bases navales de Guadalupe y Martinica necesariamente tienen que pasar cerca del Roca Diamante han hecho de éste un enclave ofensivo letal. Tal como nos pasó, todas las naves quedan expuestas a fuego abierto desde una posición casi inexpugnable. – expuso conciso.

      —Pero ¿y este navío inglés? ¿cómo sobrevive en estas aguas rodeadas de bases francesas? – inquirió Miguel confundido.

      —Creo que de casualidad encontramos a este barco en esta zona. Y quizás sea el mismo que fortificó Roca Diamante. Pronto abandonarán el islote dejando allí parte de su tripulación con la misión que ya conocemos. También creo ahora, que teniendo a su merced un barco mercante cargado de provisiones, armas y materiales, no tienen intenciones de hundirnos desperdiciando toda la carga. Quieren capturarnos y que el Mariana sea el mercado flotante de los defensores del Roca Diamante.

      Miguel y Jolimont volvieron a asentir pareciéndole acertada la reflexión. Solo alguien como el capitán Baptiste Casanova era capaz de evaluar con tanta rapidez en condiciones tan adversas.

      —Esto es lo que vamos a hacer. – dijo poniéndose ahora escritorio por medio donde, desde hacía unos días, se extendía un mapa de las islas circundantes.

      —Nos rendiremos y los británicos creerán que seremos sus rehenes, pero en realidad haremos nosotros de ellos los rehenes. – declaró con los ojos chispeantes y una sonrisa. Los oficiales se miraron confundidos.

      —Quiero que todos los hombres desembarquen y se unan a los que todavía están en la costa. – continuó diciendo. – Entonces yo mismo, solo en el Mariana, izaré la bandera blanca.

      —Pero capitán… —dijo Jolimont desconcertado.

      —Déjeme terminar. – interrumpió Casanova levantando la mano. El contramaestre inclinó su cabeza.

      —Toda la tripulación se interna en la selva durante dos días. – agregó con los ojos bien abiertos, señalando el interior de la isla en el mapa. —Es fácil, sin tripulantes, el Mariana se queda donde está. Los ingleses estarán obligados a negociar alguna salida o bien tendrán que ir a buscar hombres que tripulen nuestra nave al Roca Diamante y a St. Thomas. Sospecho que de todo eso nos enteraremos pasados dos días. Si deciden ir a buscar tripulantes para el Mariana, entonces dejarán algunos hombres custodiando el barco. Si están atentos, yo les sabré indicar el momento de regresar para recuperar nuestra nave y largarnos de acá a toda vela.

      Miguel y Jolimont se miraron perplejos y fascinados, convencidos del proyecto del capitán.

      —Capitán, permítame también quedarme con usted. – manifestó Jolimont extendiendo su mano.

      —Sí, permítanos acompañarlo. – agregó Miguel sumándose a la propuesta.

      —De ninguna manera. – replicó de inmediato Casanova. – Necesito que alguien lidere la tripulación en tierra. Le concedo su pedido Jolimont pero en cuanto a usted – dirigiéndose a Miguel —le encomiendo la tarea de velar por el destino de todos nuestros hombres en la isla y la difícil misión de determinar el momento justo de contraatacar para recuperar el Mariana. – concluyó severo.

      Los oficiales asintieron. Miguel, vacilante pero decidido, hinchó su pecho de un largo suspiro.

      —¡En marcha! – exclamó golpeando las manos. El oficial de cubierta y el contramaestre Jolimont se encaminaron hacia la puerta. – Miguel, aguarde un instante. – agregó el capitán desde el escritorio. El oficial giró sobre sus pies mientras el contramaestre salía de la toldilla.

      Casanova se acercó tomándose la muñeca de la mano izquierda.

      —Los ingleses verán plata donde yo veo algo más preciado y no quiero que se apoderen de ello. – dijo extendiendo su pulsera. – Guárdela hasta que nos volvamos a ver. – agrego colocando la joya en la palma de la mano de Miguel al tiempo que la sacudía para que el oficial confiara que se trataba de un lugar seguro.

      Toda la tripulación a excepción del capitán Casanova y el contramaestre Jolimont abandonó esa tarde el Mariana internándose en la isla.

      Atravesaron unos arroyos, afluentes de los ríos que daban nombre a la bahía, coronados de bambúes, troncos negros y fragantes grosellas. Y siguiendo el río más oriental fueron dejando a la derecha el cerro Sainte-Luce mientras ingresaban a la más cerrada selva.

      Miguel, secundado por el carpintero Rocher y el gaviero Bashur, se encargó de organizar y


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