ORCAS Supremacía en el mar. Orcaman
a vela Guía III recorría la última etapa de la regata Atlantic Triangle y se encontraba a unas quinientas millas al S.O. de las Islas de Cabo Verde, cuando cuatro o cinco orcas de unos 6 metros de longitud asestaron un fuerte golpe a la embarcación de aproximadamente quince metros de eslora. El impacto abrió un boquete de treinta centímetros por cuarenta por debajo de la línea de flotación, lo que provocó el hundimiento del Guía III en quince minutos. Sus seis tripulantes nadaron muy cerca de las orcas, hasta el bote salvavidas, sin recibir molestia alguna.
Otros testimonios (el de don Ángel Timinieri, viejo pescador de Puerto Madryn; el de un vecino, Juan Meisen) apuntaron en el mismo sentido: hay humanos que se encontraron con orcas sin ser objeto de su agresividad o siquiera de su interés. Y varios textos y relatos me ampliaron la mirada: no sólo las orcas tuvieron encuentros que perjudicaron a embarcaciones o sus tripulantes, sino que muchos cetáceos participaron de hechos de esa clase.
Por ejemplo, el 15 de junio de 1968, el Siboney fue hundido por ballenas pilotos; su tripulación no sufrió daños y fue rescatada a más de dos meses del accidente. El 4 de marzo de 1973, un cachalote hundió el Auralyn; sus dos tripulantes fueron rescatados casi cuatro meses después. Chihiro Ito, camarógrafo subacuático y amigo, me contó que dos personas murieron en 1984 en la Laguna San Ignacio cuando una ballena gris golpeó con la aleta caudal el bote donde viajaban; también conocía el caso de tres mujeres que se ahogaron al zozobrar su bote luego del golpe de otra ballena gris. Por último, en las aguas de los Golfos Nuevo y San José se registraron incidentes entre ballenas francas, gomones de equipos de filmación, kayak y buceadores, los involucrados sufrieron fisuras de costillas y golpes menores por el gran tamaño y la fuerza de los animales.
Más importante que enumerar casos es comprender el origen de la mayoría: alguna imprudente acción del hombre. La caza comercial, las persecuciones, las molestias y los choques con embarcaciones en áreas de migración, reproducción o crianza son ejemplos tangibles de la necesidad de un mejor control de las actividades humanas con cetáceos. Carl Edmonds escribe en su libro Diving Medicine (Medicina Subacuática): “Los animales marinos estuvieron involucrados en un 3 a 6 por ciento de las muerte de buzos recreativos. En la mayoría de los casos, la provocación fue del humano, quien amenazó el dominio del animal. A menudo el hombre entra al territorio del animal con una clara intención de destruir: por ejemplo, los pescadores, los buzos que llevan arpones o los trabajadores de la construcción subacuática. Aunque la incidencia de ataques serios es pequeña, la especulación y el folklore otorgaron a estos animales un alto perfil”.
Con pocas excepciones, los relatos sobre orcas que iba acumulando se acercaban o compartían la idea del temor. Los autores de esas referencias, aunque muchos no habían visto siquiera a una orca, afianzaban la mala reputación de la especie y contribuían indirectamente a algunas decisiones de las autoridades del área de fauna del país. En 1969, Bete Pérez Maquis y Jorge De Pasquali, guardafaunas a cargo de la Reserva Punta Norte de elefantes y lobos marinos, en Península Valdés, recibieron un fusil Mauser y sus proyectiles para ahuyentar a las orcas que atacaban y se alimentaban de lobos y elefantes marinos. Ellos nunca emplearon el arma porque creían que su trabajo era conservar la fauna y no disparar sobre ella.
Otros no pensaron en esa dirección. En mayo de 1976, dos de las orcas que yo estudiaba, Bernardo y Mel, recibieron impactos de bala de grueso calibre. Las disparó personal de la Policía Federal y la Prefectura ubicado en el acantilado de La Lobería, un importante apostadero de lobos marinos de un pelo ubicado en Punta Bermeja, Río Negro. Dice un texto del gobierno provincial sobre esa lobería: “Nuestro objetivo es preservarla, con prioritarios fines turísticos, y lograr su incremento (...) para satisfacer los requerimientos de índole cultural, científica y económica (...) Ese fin se alteraría con la presencia de los agentes ajenos al hábitat natural de los lobos marinos”. El informe evidencia que los funcionarios provinciales carecían de los conocimientos básicos para trazar una adecuada política de preservación. No sólo ponían por delante los aspectos económicos (el turismo) sino que veían a las orcas como un agente ajeno al hábitat natural de los lobos. ¿Tal vez los turistas pertenecen a ese hábitat?.
Junto a los tiradores de la Policía Federal y la Prefectura, los medios periodísticos nacionales señalaban –por ejemplo– que “las orcas comieron más de mil lobos en diez días”, sin completar la información: la lobería, no obstante, no mostraba escasez de lobos. El entonces ministro de Agricultura, Ganadería y Minería Juan Sasemberg declaraba al diario Clarín: “Desde el punto de vista del Gobierno de Río Negro, la acción de los cetáceos constituye depredación de la fauna, que hay que evitar. Razón por la cual proseguirán los operativos tendientes a neutralizar sus ataques”. Entre esas intervenciones se intentó utilizar explosivos, para lo cual se pidió ayuda al Comando de Operaciones Navales y la Base Naval de Puerto Belgrano; el plan se dejó de lado por la escasa profundidad del agua frente a la lobería, lo que impedía el ingreso de naves de la armada.
La muestra de ese triste punto de vista permaneció en la aleta dorsal de Mel, que cinco meses después de los hechos se inclinaba aún unos noventa grados hacia la derecha por efecto de un impacto de bala con salida en su parte media; solo en diciembre de 1976 se recuperó como para mantenerse a unos veinte grados de inclinación. Si bien esta aleta carece de huesos, el impacto indudablemente produjo una afección que perjudicó su estabilidad. Ambos machos mostraban pequeños orificios sobre el lomo y otras partes del cuerpo.
El 1° de julio me enteré de las acciones contra las orcas por medio de uno de mis superiores, quien me pidió que confeccionara un informe sobre el comportamiento de éstas para argumentar contra las ideas de las autoridades provinciales. Presenté el informe y solicité una entrevista con el Teniente Coronel Julio César Etchegoyen, entonces gobernador de la Provincia de Chubut y su gabinete. Luego de una hora de diapositivas y explicaciones sobre la conducta de las orcas, les solicité que detuviesen el accionar de las autoridades de Río Negro contra las orcas que compartían jurisdicción con ellos; esos animales –agregué– eran parte de la primera población de orcas estudiada en Argentina. El gobernador se comprometió a intervenir.
Por intermedio de las opiniones sensatas de José María Gallardo (director del Museo Argentino de Ciencias Naturales Bernardino Rivadavia) y de diferentes organismos de investigación, naturalistas y organizaciones no gubernamentales (ONGs), se pudo detener a tiempo una acción que no protegía la naturaleza sino el aprovechamiento económico de la lobería, quizá mas allá de lo turístico. En correspondencia, los medios de comunicación comenzaron a cambiar sus títulos: Las orcas no son asesinas, decían ahora, o No hay que matar a las orcas, o El rol de las orcas y el equilibrio natural.
Al atacar el motivo central de las acciones contra las orcas, la ignorancia, se logró que los animales sobrevivieran y pasaran a ser protegidas en Río Negro. Generalmente los males enseñan u obligan a buscar remedios efectivos para combatirlos, aunque cuando intervienen ciertos hombres –en especial políticos– nunca se sabe con certeza cuál es el mal y cual el remedio.
Otros casos no terminaron bien. Por ejemplo, en 1956 la Armada de Estados Unidos organizó un operativo contra las orcas en el Atlántico Norte, a pedido del gobierno de Islandia que las acusaba de romper las redes de pesca y producir pérdidas económicas a su industria pesquera. La división VP7 de la marina norteamericana completó una misión exitosa, según definió, contra un enemigo que no podía responder a sus ataques: cientos de orcas fueron masacradas con ametralladoras, cargas de profundidad y cohetes. En 1964 realizaron bombardeos utilizando orcas como blancos en el Atlántico Norte.
En 1970, el veterinario norteamericano Mark Keyes evaluó a las orcas capturadas vivas en Puget Sound (que seis años más tarde se transformaría en un santuario de orcas): encontró que el 25 por ciento presentaba impactos de balas en su cuerpo, lo que solo es una muestra del total de los animales que se presume podrían haber sido heridos o muertos por estas agresiones. Una década más tarde, pescadores de Alaska utilizaban explosivos y armas de fuego para matar orcas y algunos abuloneros de México las ahuyentaban con arpones y disparos calibre 22 para que los buzos trabajaran tranquilos. Por el mismo motivo, en la Antártida los buzos hacen