Una okupa en mi rancho. Erina Alcalá

Una okupa en mi rancho - Erina Alcalá


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dos años mayor que ella, casada con un chico que trabajaba en una asesoría en un pueblo de al lado, y ella trabajaba también en ese mismo pueblo, de auxiliar de enfermería en una residencia de mayores. Los dos eran muy trabajadores.

      Y se llevaba bien con ella. Tomaban café algunos días, sobre todo los fines de semana y se alegraba de tener a su vecina Marina Paredes al lado y contarle todo.

      Hasta que, estando en tercero de carrera, conoció a Rubén, un chico de Jaén, que estudiaba medicina.

      Ella estaba encantada con Rubén, muy ilusionada con la relación, flotaba entre algodones. Era la primera vez que se enamoraba perdidamente.

      Rubén sí que tenía un piso en Jaén y, a veces, como ya era mayor y su abuela no era tonta, se quedaba algunos fines de semana en su piso que lo tenía con un amigo compartido mientras estudiaba.

      Era la chica más dichosa del mundo. Resultaba una pareja perfecta. Rubén era guapo, no muy alto, bastante detallista y no apenas la dejaba sola. La llamaba cada vez que salía de una clase, y ella a eso le parecía maravilloso porque estaba pendiente de ella y se preocupaba en todo momento.

      Rubén tenía un coche pequeño que le compró su padre, e iba a verla a su pueblo todos los fines de semana.

      Al siguiente año, ella ya tenía el coche, y él la acompañaba a su vehículo cuando se iba a diario.

      A principio era muy feliz, pero esa felicidad se volvió agobiante, porque no podía salir con sus amigas. Rubén se negaba, quería ir solo con su novia. Y eso que a ella le pareció al principio que el muchacho tenía mucho interés por ella, que la quería y la amaba, pero luego se volvió asfixiante y no podía hacer nada libremente, no podía tener amigas ni salir con ellas.

      Se sentía controlada a todas horas, desde la mañana a la noche, de lunes a domingo.

      Y uno de esos fines de semana del último año de carrera, recibió el primer puñetazo en el ojo. Se lo propinó en casa de él, en su habitación, y fue por una tontería. Quería ir al cumpleaños de una compañera de clase y él se negaba.

      Le pidió perdón una y otra vez, cada vez que los golpes se hacían más frecuentes. Le pegaba donde dolía, pero que no se notaban.

      Y ella supo que eso no era normal. Quería dejarlo y no podía. La primera vez que le confesó que lo dejaba, le dio una paliza que la llevó al hospital cinco días.

      A su abuela le dijo que se había caído, además de que él estaba allí con ella y se sentía aterrorizada. Se quedaba con ella de noche en el hospital para que la abuela no pasara una mala noche en el hospital, decía.

      Pero la segunda vez que fue al hospital, ya terminado el curso, en verano, cuando iba a verla a diario, la golpeó en mitad de la calle de su pueblo, sin que nada le importara, y la gente tuvo que ir a separar a ese bestia. La llevaron al hospital de Andújar. Y los médicos le prohibieron entrar a verla.

      Marina, su vecina, fue a verla. Estaba sola en la habitación, y le contó su año infernal con Rubén, que tenía un miedo horrible de él, ya que la iba a matar y dejaría sola a su abuela.

      ―No le digas nada a mi abuela, por favor. No quiero que sufra.

      ―Tu abuela lo sabe, cielo, no es tonta, y estamos pensando qué podemos hacer.

      ―Tengo que irme o me matará, por mi abuela…

      ―Ya pensaremos algo, por tu abuela no te preocupes, yo estoy aquí y me ocupo de ella, mi marido y yo nos hacemos cargo. Esta noche vamos a hablar Javier, tu abuela y yo, y vamos a tomar una decisión para cuando salgas del hospital. Te vas a ir. Tienes tu carrera, tu título, tienes veintitrés años, sabes inglés…

      ―No podré hacer el máster que quería.

      ―Ya lo harás por ahí, en un país extranjero, lejos. Ya hablaremos mañana cuando venga, si te parece bien lo que acordemos, Javier se pone manos a la obra y en cuanto salgas, te vas.

      ―¡Oh, Dios mío!, ¡qué miedo tengo!

      ―No lo tengas. Venga, pasa buena noche, no puede entrar a verte, tu abuela se lo ha prohibido.

      ―A ver si le va a hacer algo a mi abuela…

      ―No, no se va a atrever a eso. Cree que tu abuela ni lo sabe.

      Sandra no durmió en toda la noche, estaba en un duermevela y cada vez que veía una sombra o a la enfermera entrar, pegaba un respingo.

      ―Soy yo, la enfermera, cielo, tranquila, estoy cerca.

      La policía le había amenazado si se acercaba a Sandra. Y al menos estuvo unos días alejado, pero bien sabía que volvería a por ella.

      Esa noche, cuando Marina llegó al pueblo, se reunieron en casa de la abuela, su marido y ella.

      ―Doña Carmen…

      ―¡Ay, hija!, me la va a matar y me quedaré sin nadie, y si lo meten en la cárcel, saldrá en cinco años, e irá a por ella.

      ―No llore. Se va a ir lejos. Hemos pensado en eso.

      ―¿Dónde?

      ―¿Quiere que se vaya lejos, aunque no la vea más?

      ―Sí, no quiero que le pase nada, aunque ya no la pueda ver más, de todas formas, me quedan pocos años de vida, si se fuese a otro lugar a vivir, tampoco la vería.

      ―Verá, tengo un tío abuelo en Wyoming. Es un pueblo del interior de 1000 habitantes, pequeño y perdido de la mano de Dios. Allí no la va a encontrar nadie.

      ―¿Eso dónde es? ―preguntó la abuela.

      ―En Estados Unidos, al otro lado del mundo.

      ―Ay, Dios mío, y qué...

      ―Es mi tío abuelo, hermano de mi abuelo. Tiene allí un rancho, y podrá estar escondida de forma segura.

      ―La encontrará donde sea.

      ―No, hemos pensado que ella y yo nos parecemos mucho. Se va a llevar mi pasaporte y mi carné. Voy a decir que se me ha perdido y pediré unos nuevos, mañana voy a hacerlos. Aún le queda unos meses para que le den el alta. Nos da tiempo de preparar la documentación y todo. Vamos a prepararle una maleta; allí es primavera ahora, lo hemos mirado en el mapa.

      ―¿Pero sabrá dónde va?

      ―No, le vamos a comprar un móvil a mi nombre, ella se identificará como si fuera yo. Mi tío abuelo hace años que no me ve, desde pequeña. Y yo no pienso ir allí nunca.

      ―¿Y cómo va a ir?

      ―Móvil nuevo a mi nombre. Puede llamarme a mí sola y hablaremos con ella; él no sabrá nada, solo que se ha marchado. Bueno, le preparamos la maleta, llevará la dirección, pero el billete lo sacamos a California y de allí que tome autobuses o tren. Yo me ocuparé de todo eso hasta el lugar, y se lo explico. Sacaremos otro billete a su nombre a Nueva Zelanda, aunque nos cueste una pasta; así, si quiere ir a buscarla, no va a encontrarla en la vida.

      ―¡Ay, Dios mío!, pero hay que abrir una nueva cuenta a su nombre, o sea, al mío.

      ―Yo me ocupo de todo, incluso de que firme todo para que sea su firma, la de los carnés y la del banco, pero a mi nombre.

      ―Tienes que meterle el dinero de sus padres, y yo tengo algo ahorrado, no lo necesito todo.

      ―Lo que usted me dé se lo ingresamos. El día que salga, firma y se va por la noche. Se va a ir a Madrid desde Andújar, todo lo solucionamos allí: el banco, las firmas, y no vendrá aquí más.

      ―¡Ay, hija!, cómo te lo agradezco…

      ―¡No se preocupe, doña Carmen!, ese no puede salir del país, y no va a hacerlo cuando sepa que se marcha a Nueva Zelanda.

      ―¿Eso está muy lejos?

      ―En el otro lado del mundo.

      ―¿Y


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