Una okupa en mi rancho. Erina Alcalá

Una okupa en mi rancho - Erina Alcalá


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eso, o cualquier día nos la mata, doña Carmen.

      ―Pues lo hacemos.

      Y entre Javier, el marido de Marina, doña Carmen y Marina, le prepararon todo.

      Cuando se lo explicaron, Sandra no paraba de llorar.

      CAPÍTULO 3

      Unos meses después…

      —Ahora eres Marina Paredes. Este es tu carné, tu pasaporte, tu cuenta con una tarjeta, es la más usual en Wyoming, llevas 250 000 dólares y 3000 euros para llegar bien, una sola maleta, ya te comprarás ropa, la dirección, tu nuevo móvil, el otro lo hemos dado de baja, y esta es la maleta que llevas. Tus dos pasajes.

      »Cuando llegues a Madrid, factura este bolso vacío a Nueva Zelanda y la maleta a Los Ángeles, y te vas a la puerta de embarque de Nueva Zelanda, pero entrega el billete a Nueva Zelanda, solo que no debes entrar en el avión, el de Los Ángeles sale una hora más tarde, te vas a esa puerta de embarque y allí sí que entras.

      »Cuando llegues, hay un tren a Cheyenne, vas a ir más cómoda, y en Cheyenne busca el autobús a Dubois en la estación. Tarda unas seis o siete horas, pero parará en el camino.

      »Una vez que hayas llegado, en cualquier cafetería pregunta por el rancho Olsen, el rancho de Frank Olsen. Cuando vayas llegando a los sitios nos vas llamando.

      ―Ok.

      ―Madre mía, abuela, te voy a echar tanto de menos…

      ―Y yo a ti, hija.

      ―Perdóname, abuela, no sabía cómo era y ahora te tengo que dejar para siempre.

      ―Eso no lo sabías, cariño, pero no quiero verte como a tus padres. Nunca te olvidaré si me pasa algo. Marina te enviará el dinero de la casa, cuando la venda. Y el que tengo yo, eso lo dejaré con el notario todo escrito.

      ―Gracias a todos, de verdad. No quiero irme.

      ―Tienes que hacerlo ―le dijeron los tres en la estación de autobuses, mientras esperaban el autobús que la llevaría a su primer destino: Madrid.

      ―Gracias, Javier, gracias, Marina, abuela… ―Lloraba a lágrima viva Sandra, abrazando a su abuela, a la que dejaba y sabía con certeza que no la vería más.

      Cuando llegó el autobús, con todo dándole vueltas en su cabeza, se subió, y le dijo adiós a su vida, a su pueblo, a su abuela, al cementerio donde estaban sus padres enterrados, a sus vecinos, que mantendrían el secreto. Marina era inteligente y perfecta, había hecho por ella lo que nadie hizo nunca, salvo su abuela, pero ahora Marina Paredes era ella.

      Ahora se convertía en otra persona, en todos los sentidos, y a pesar del llanto durante una hora bajo sus gafas de sol, se quedó dormida un rato y cuando iba a llegar a Madrid, pensó que era la mejor decisión en su vida.

      Jamás pensó en irse de allí, en que la solución sería cambiar de aires, en ser una persona distinta y, sobre todo, irse a vivir al otro lado del mundo.

      Ella quería ser veterinaria y allí no podría ejercer, seguro, a no ser que el rancho tuviese animales y pudiera echarle una mano a su tío abuelo, al que tendría que mentir también.

      Entre sus aficiones, estaba el de hacer pulseras, anillos, pendientes… tenía buena mano para la bisutería y se le daba bien, pero no disponía de mucho tiempo, y desde que salió ese año y medio con Rubén, no podía hacer nada. De lo que a ella gustaba, a él todo le parecía una tontería y una pérdida de tiempo.

      Iba hundida emocionalmente, con el cuerpo amoratado, dolorido y la autoestima por los suelos. Sentía que no valía nada, pero debía seguir adelante con los planes que le habían preparado si quería librarse de ese cabrón porque sabía que la mataría.

      Al llegar a Madrid, tomó un taxi al aeropuerto, para ello llevaba el dinero en efectivo que le dieron.

      Pagó al taxista y entró en el aeropuerto. Facturó el bolso y la maleta cada uno para un lugar distinto y con un nombre diferente.

      Aún faltaban un par de horas para el viaje a Nueva Zelanda, y se arregló un poco en el aseo, se refrescó y se adecentó, gracias a una bolsita de aseo que Marina le metió en el bolso que llevaba.

      Fue a comer y a tomar un café, y se dio una vuelta. Compró unas revistas. Y cambió a dólares el dinero restante. Ya no iba a necesitar los euros.

      Se dirigió a la puerta de embarque y le dio el billete a Nueva Zelanda a la azafata que había en la entrada, y una vez dentro, se dio la vuelta y entró en la sala de espera a Los Ángeles; allí se sentó una hora a esperar. Ya había gente en la sala.

      Iban a ser unas cuantas horas de vuelo. Casi dieciséis. Ya tendría tiempo de dormir. Llegaría al día siguiente.

      No dejó de pensar en el vuelo cómo podía haber llegado a esa situación, nunca la buscó y tampoco vio las señales, hasta que fue demasiado tarde.

      Al principio era tan feliz con Rubén, era un chico tan especial y agradable, tan enamorado, que no pensó jamás que iba a convertirse en el monstruo en que era ahora.

      Pero bueno, quizá fuera interesante para ella lo que iba a vivir; de momento, no quería un hombre ni en pintura, solo necesitaba paz y tranquilidad, un trabajo en el que olvidar todo, y se fue animando, porque pensó que en un rancho podría hacer eso; y tras mucho tiempo, sonrió sola por primera vez. Marina Paredes, esa era ella ahora.

      CAPÍTULO 4

      Durmió unas cuantas horas por la noche en el avión. Les dieron a los pasajeros la cena, el desayuno y un almuerzo.

      Cuando llegó a Los Ángeles y el avión sobrevolaba sobre la ciudad, le encantó. Parecía otro mundo, y es que se trataba en realidad de otro continente.

      Esperó su maleta e iba a tomar un taxi hasta la estación del tren para Cheyenne, Wyoming, cuando divisó en los paneles: «Vuelos a Cheyenne» y pensó que un vuelo le ahorraría tiempo, por lo que sacó un billete de avión. Tenía ganas de llegar, pero aún le faltaba; se ahorraría horas de viaje interminables en tren.

      Así que sacó un vuelo a Cheyenne y facturó de nuevo la maleta. Comió y tomó de nuevo café. Iba a llegar casi de noche. Y si lo hacía a esas horas, acudiría a la estación de autobuses y preguntaría por el autobús de Dubois, o si acaso se podía quedar en un hotel cercano. Estaba molida y tampoco hacía falta correr.

      Eso hizo cuando llegó a Cheyenne, tomó otro taxi a la estación de autobuses y preguntó desde dónde salían los autobuses a Dubois y cuánto tardaban.

      Más de cinco horas de viaje. Y ya llegaba a su destino. Eso tornaba el viaje interminable. Salía a las doce de la noche y llegaba a las seis y media de la mañana o las siete.

      Total, ya eran las diez y media. Así que comió algo, se refrescó de nuevo y le entró ganas de darse una ducha de campeonato. Tendría que esperar.

      Cuando llegó la hora, se montó en el autobús nocturno y puso la alarma del móvil, llamó a Marina y les dijo que iba ya en el autobús camino de Dubois, que llegaría por la mañana porque en España sería de noche.

      ―¿Te ha ido todo bien?

      ―Sí, gracias, Marina, cansada, pero muy bien.

      ―De nada, Marina Paredes ―le dijo la verdadera Marina.

      ―¡Qué raro me suena!

      ―Pues que no te suene raro, no te equivoques.

      ―Te dejo, voy a dormir un rato, cuando llegue al rancho vuelvo a llamar y te cuento. Dile a mi abuela que estoy bien y que la quiero.

      ―Adiós, cuídate mucho.

      ―Lo haré, si ya casi he llegado…

      Fue cerrar los ojos del cansancio y al abrirlos había amanecido. Preguntó lo que quedaba para llegar a Dubois


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