Una okupa en mi rancho. Erina Alcalá
señor, por eso podemos ir viendo estancia por estancia y le digo qué quiero.
―Pues vamos allá, tengo un grupo de hombres dispuestos a trabajar y los muebles se los pone mi mujer, si quiere, que tiene una tienda, puede ir a elegirlos: los muebles, la ropa de cama, las lámparas, colchones, cortinas, electrodomésticos, etc.
―Perfecto. Mejor a ella que a otro.
―Voy a quedarme en la casa pequeña, mientras que reforma la grande. Es lo primero que quiero que haga.
Y así fue diciéndole qué quería y cómo lo deseaba todo.
Roy le pasó un presupuesto, y su mujer otro, conforme iba metiendo muebles y ropa, y le colgaban las lámparas.
La reforma tardó tres meses. En este tiempo, ella le había enviado a su vecina el millón de dólares, y esta estaba entusiasmada, porque pagaron sus deudas y arreglaron la casa vieja que habían comprado al lado de la abuela. Y adquirieron unas fanegas de olivos también. Hablaban todas las semanas, y con la abuela también, aunque tuviese que ser en mitad de la noche.
Cuando acabó la reforma del rancho, parecía otro, y llenó la nevera. Se había gastado seiscientos cincuenta mil dólares, más el millón que le entregó a la verdadera Marina. Pero tenía un rancho maravilloso. Y además, dinero en el banco.
Había puesto una entrada blanca nueva preciosa y vallas nuevas en todo el rancho. La extensión de terreno era enorme y ella daba largos paseos.
Le habían pintado todos los bebederos de agua, todas las cuadras y tirado todos los aperos viejos de los caballos. Solo dejó las cuadras vacías, pintadas de color blanco, y los tejados nuevos. También pintó los dos rodeos y colocó madera nueva. Y arreglaron los campos.
El pabellón estaba listo para veinte personas, con sus respectivas camas, un gran salón, una enorme mesa, sillas y mecedoras, estanterías, un espacio por si se compraba una gran televisión, una cocina nueva con todos los utensilios necesarios, ropa, mantas, sábanas, edredones, lavadoras, secadoras, cinco de cada y estantes nuevos; y los baños, nuevos y bonitos, con lámparas y cada habitación con una mesa y una silla, una mesita de noche, un armario y una cómoda, sus toallas y ropa de cama.
Eso sí quiso dejarlo para vivir; los graneros pintados, y tiró todas las herramientas oxidadas, el despacho de veterinaria y el tractor.
Todo quedó vacío y pintado de los tres pabellones, por si acaso venía Travis algún día y quería poner en marcha el rancho.
Había que comprar cosas, pero al menos todo estaba listo para meter los enseres.
La casita la dejó preciosa, con una salita y un pequeño despacho al lado de la ventana, sin ordenador, solo la mesa y un sillón; y un salón abierto a la cocina, los dormitorios con baños y armarios, un aseo en el patio y un cuarto de lavado. El suelo del patio lo dejó de cemento y unas sillas y mesa para cenar, un toldo, pintó y arregló los tejados y alrededor de la casa le puso flores. Y se pintaron los garajes y las puertas.
Y por fin la casa grande resultaba maravillosa. Había hecho una carretera desde la entrada a las dos casas y al pabellón para que no se levantara tanto polvo.
En la casa principal preparó una sala de lectura y de televisión para descansar, con librería, sofás y sillones, y una mesa para comer, si quería recogerse en la sala en invierno.
El salón abierto a la cocina con una gran isla, la cocina nueva con todo lo imprescindible, un aseo en el patio y un cuarto de lavado, sillas y mecedoras, una barbacoa y, al final, una piscina no demasiado grande con piedras por donde caía el agua, césped y unas hamacas para descansar.
En la entrada, en el porche, una mesa y dos balancines. En la parte de arriba hizo los dormitorios con vestidores y duchas los tres más pequeños, en la principal dos vestidores y un baño enorme con lavabo doble y un espacio para poner pinturas y cosas de aseo, una gran ducha, un baño cerrado y una bañera de patas; los grifos todos de color negro en toda la casa.
Era una casa para enseñarla, preciosa, los suelos de color gris como la pintura de dentro, combinada con la ropa y muebles en grises y verdes.
Y lo que más le gustaba era la otra sala, enorme, con una gran mesa junto al ventanal, de pared a pared, hecha a medida de madera con cajoncitos pequeños; uno grande y otros pequeños en un lado. Otra mesa de despacho enorme en el lateral con tres sillones, uno para trabajar y otros dos para la mesa de despacho, que llenó de materiales: el ordenador, fax y una impresora de última generación. Todo rodeado de estanterías por la estancia.
Tenía planes. Iba a hacer pulseras, pendientes y collares, y todo tipo de bisutería artesanal; unas de mayor precio y otras más económicas.
Con una taza de café en la mano en el porche en pleno mes de junio, con una rebequita porque aún refrescaba, había ido esa tarde a comprar ropa y cosas de aseo. El día anterior se dedicó a la comida. Había colocado la ropa y se había hecho un café.
Vivía en un lugar incomparable donde el verano no era demasiado caluroso. Conocía a todo el pueblo, y ya tenía todos sus documentos guardados en su mesita de noche junto con un par de rifles y una pistola. Aún tenía miedo. Un rifle tras la puerta de entrada y otro en su dormitorio, por si acaso algo ocurría.
Y encargó también una gran mesa plegable con cuadraditos de distintos tamaños y cerrados para meter las joyas y venderlas los viernes, sábados y domingos en los mercadillos de los pueblos cercanos. Tenía tres pueblos donde vender, aunque el más grande estaba lejos, pero había ido a verlos. Saber qué se vendía. Y creía que podía ganarse así la vida, no necesitaba ahorrar, sino vivir y pagar todo. Si podía ahorrar un poco, lo haría. Porque no podía ni quería ser veterinaria de momento; aún soñaba con Rubén algunas noches.
La casa blanca con sus contraventanas negras y esa decoración completa de todo, la hizo tan feliz…
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