Carmela, la hija del capataz. Charo Vela

Carmela, la hija del capataz - Charo Vela


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lados de la calle. Todo le parecía una quimera.

      Cruzando la calle, frente a ella, había un coche estacionado. Junto a él una pareja la esperaba. Les acompañaban un niño moreno de pelo rizado que andaba jugando cerca de ellos y una niña un poco mayor. El pequeño era Juan José, tenía siete años. La chica era Aurora, iba a cumplir los diez.

      Carmela sintió como las lágrimas empezaban a rodar sin control por sus rosadas mejillas. Sacó fuerzas, se limpió el amago de llanto y con falsa seguridad comenzó a cruzar la calle. Caminó hacia ellos, que a su vez vinieron a su encuentro. Las mujeres se fundieron en un fuerte abrazo que colmó a Carmela de tranquilidad y sosiego. Esta no podía dejar de mirar al pequeño; era guapo y muy espigado para su edad. Tenía los ojos grises como su padre, se parecía mucho a él. El crío, al ver acercarse a Carmela, se escondió avergonzado detrás de la mujer.

      —Hermana, ¡qué alegría de verte! ¡Estás guapísima! —Lola la rodeó entre sus brazos y la besó emocionada. Carmela se cobijó en ellos. Necesitaba el cariño de su familia—. ¿Cómo te encuentras?

      —Nerviosa pero muy contenta. Me parece mentira estar aquí por fin. Lola, ¿cómo estás tú?

      —Bien, trabajando mucho. Gracias a Dios me paso todo el día peinando, no paro. De ese modo ayudo a Luis con todos los gastos. Y ya me ves, más vieja.

      —¡Anda ya, si estás hecha una buena moza, lozana y bonita! —Le sonrió con cariño—. Y, por lo que me cuentas, toda una profesional de la peluquería.

      —Sí, eso es verdad. Bueno, mi niña, vamos a casa. Ya es hora de que vuelvas con tu familia —le anunció Lola. Se separó un poco de ella para que saludase a Luis y a los niños.

      —Hola, cuñado. Gracias por venir a buscarme. ¡Os debo tanto…! —exclamó Carmela saludando al marido de su hermana, que la abrazó con cariño.

      —No nos debes nada, cuñada. Para eso está la familia.

      Lola era la única hermana que tenía Carmela. Era tres años mayor que ella. Carmela había cumplido los veintiséis en mayo; Lola, los veintinueve; y Luis, su cuñado, treinta y dos. Junto con sus padres, ellos eran toda la familia que Carmela poseía. La habían apoyado y ayudado siempre, en todo momento. Nunca podría pagarles todo lo que habían hecho por ella en estos largos ocho años.

      Carmela no apartaba la mirada del pequeño. Su corazón latía a mil por hora. Se sentía entusiasmada y tensa al mismo tiempo. Aunque hacía un esfuerzo enorme por mantenerse firme, no lo consiguió del todo y dos lágrimas rebeldes se escaparon de sus ojos para rodar por sus pómulos. Con rapidez se las limpió con el dorso de su mano. Tenía que controlarse; no quería preocupar a los niños.

      —Hola, guapo. ¿Me das un beso? —formuló acercándose a Juan José, que seguía agazapado detrás de Lola.

      El pequeño, avergonzado, levantó la vista y miró a Carmela fijamente. Después de unos segundos, con cara de preocupación, preguntó a su tía con timidez y en voz baja:

      —Tata Lola, esta mujer se parece mucho a la de la foto. ¿Es mi mamá?

      Los cuatro quedaron sorprendidos por la agudeza del niño.

      —Sí, cariño. Ella es Carmela, mi hermana y tu madre —le informó Lola.

      Carmela se agachó hacia Juan José. Luchó por no romper a llorar delante de su hijo, pues una enorme alegría la embargó al tenerlo por fin a su lado. Lo miró con cariño, tragó saliva y con gran esfuerzo, pues un nudo en la garganta le impedía hablar, le explicó con dulzura:

      —Hola, Juan José. Sí, cariño, yo soy tu mamá. He tenido que estar muchos años fuera. Cuando seas mayor te contaré toda mi historia con detalles.

      —Señora, digooo… Mamá, ya soy mayor. He cumplido siete años y voy a la escuela —le contestó el niño a la vez que abría las palmas de las manos y le enseñaba los siete dedos.

      —Sí, mi vida, ya veo que estás grandote y muy guapo. Cuando cumplas tres manos como esta serás todo un hombrecito. Entonces te contaré por qué no he podido estar a tu lado —le explicó Carmela con cariño.

      —¿Por qué lloras? ¿Estás triste? —interrogó preocupado el crío al verle los ojos llorosos.

      —No, mi niño, al contrario. En este instante soy la mujer más feliz de la tierra. ¿Me dejas que te abrace y te bese? —le consultó anhelante. Necesitaba estrechar a su hijo entre sus brazos después de tanto tiempo.

      Juan José asintió con la cabeza. Carmela lo abrazó y besó decenas de veces. En estos momentos era muy dichosa. El corazón le palpitaba como un caballo salvaje al que habían tenido encerrado y ahora corría desbocado y sin control por una inmensa pradera. Luego se volvió y besó a su sobrina, que estaba preciosa.

      —Aurora, estás hecha una mujercita, guapísima y tan alta como tu madre. —La abrazó con cariño. Aurora se sonrojó por los piropos de su tía.

      —Gracias, tía. Usted también está muy guapa. Me alegro de que se venga a vivir con nosotros.

      —Gracias a vosotros siempre. Háblame de tú, mi niña. —Se giró de nuevo hacia su hermana—. Lola, ¿cómo están nuestros padres?

      —Bien. Querían venir a recogerte, pero no cabíamos todos. Y decidimos que lo primero que vieses al salir fuese a tu hijo. Nos están esperando en casa, ansiosos por verte.

      —Señoritas, nos vamos ya. Todavía nos quedan más de dos horas de viaje y no quiero que nos coja la noche por el camino, que ya anochece antes y las carreteras están regular —manifestó Luis.

      Carmela se montó en el coche. Iba sentada en el asiento de atrás, junto a su pequeño Juan José y su sobrina. Lo llevaba agarrado de la mano, necesitaba sentirlo cerca. Había soñado cada día y cada noche con tenerlo a su lado. Ahora tenía que disfrutar de él e intentar recuperar el tiempo perdido. No había podido gozar de su infancia, mas no se separaría ya de él ni un instante. El pequeño no dejaba de mirarla. Poco a poco, fue perdiendo la timidez y le apretaba la mano con cara de alegría.

      —Prima, ha venido mi madre a verme, como tú me decías. ¿¡A que es guapa!?

      —Sí, mucho. Ahora ella va a cuidar de ti y te llevará al colegio.

      Juan José miró a su madre y sonrió contento. Carmela lo besó en la frente.

      —¿Sí, mamá? ¿Ya vas a vivir siempre con nosotros?

      —Sí, mi niño. De aquí en adelante estaré a tu lado.

      De nuevo Carmela miró a su alrededor. Un oleaje de emociones se apoderó de ella. Las lágrimas se agolparon en sus pupilas luchando por salir, si bien se esforzó una vez más por retenerlas. Le parecía mentira estar de nuevo con su familia y que la borrasca tempestuosa que había cubierto el cielo de su vida durante los últimos ocho años, se hubiera despejado para dar paso a un sol radiante, que la acompañaría a partir de ahora en su día a día.

      Observó por la ventana todo lo que veía y se sorprendió. Notó como en todo este tiempo había cambiado la forma de vestir de las mujeres. Las más jóvenes usaban faldas más cortas, incluso por encima de las rodillas, y muchas llevaban pantalones. Se fijó en los peinados; eran más cortos e incluso alborotados. Todo parecía haberse modernizado.

      Carmela miró por última vez hacia la puerta que le había dado la libertad. En esos momentos un aluvión de pensamientos ocupó por completo su mente.

      ¡Cuánto había madurado en estos años desde que cruzó esa maldita puerta por primera vez! Entró siendo una inocente chica de pueblo, con dieciocho años y apenas sin estudios. En estos años se había esforzado al máximo por cumplir su sueño: estudiar Medicina. Al principio todo fue muy duro para ella, le costó mucho adaptarse. Se pasaba llorando día y noche e incluso deseó morirse en varias ocasiones. Sin embargo, el amor por su hijo, la rabia por vengarse de quienes la traicionaron y las ganas de forjarse un porvenir, la sacaron del pozo de tristeza en que se hallaba.


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