Carmela, la hija del capataz. Charo Vela

Carmela, la hija del capataz - Charo Vela


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Temía con angustia el veredicto final—. Creemos que debido a su embriaguez debió de caerse de frente, dado que tenía toda la cara magullada y la nariz rota. En un primer momento, íbamos a investigar esas huellas más a fondo. ¿Por qué casualmente estaban en el mismo lugar donde cayó la víctima? ¿Alguien se reunió allí con él y pelearon? Podría ser. No obstante, en ese lugar no fue donde se encontró el cuerpo inerte, por lo que esas huellas podrían estar ahí de antes del suceso.

      —¿Cómo que no fue allí? —repitió sobresaltado Tomás en un susurro de incertidumbre, creyendo que hablaba para sí mismo. Sin embargo, el guardia lo escuchó y se volvió hacia él.

      —No, señorito. El individuo cayó primero ahí, pero, según indican las huellas de sus zapatos, se levantó y tambaleándose se encaminó hacia la fiesta. Debido a la oscuridad, el efecto del alcohol y lo abrupto del terreno, debió de tropezar de nuevo y cayó mal, dándose con una piedra en la sien y muriendo en el acto, según nos revelan el informe de la autopsia y las pruebas encontradas en el lugar. No había señales de que lo hubiesen arrastrado ni dejado allí. En ese sitio solo hemos encontrado las pisadas del difunto y las del capataz, que son más frescas, de cuando lo encontró horas después. Por tanto, no ha sido asesinado, como al principio pensamos, sino un desgraciado accidente fortuito.

      En ese momento Tomás sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas de alegría. ¡Él no lo había matado! Su vida seguiría como estaba previsto. Respiró con fuerza, intentando serenarse. Uno de los guardias lo miró sorprendido por su reacción.

      —Señorito, se le nota afectado. ¿Tenía mucha amistad con el difunto?

      —Si he de serle sincero, no mucha. Mas no me negará usted que una tragedia de esta índole nos tenía en vilo a todos, sin saber qué había podido suceder —contestó Tomás, sintiendo que la tensión de su cuerpo se iba relajando poco a poco.

      —Pobre hombre, qué triste final ha tenido. Dios lo tenga en su gloria —afirmó el señor Andrés afligido, pues él sí tenía amistad con el fallecido—. ¿¡Quién nos iba a decir que un día de alegría y festejo iba a terminar en tragedia!? Menos mal que ha sido un accidente. No me hacía a la idea de que entre mis invitados hubiese un asesino. —Tomás tragó saliva para bajar el nudo que se le había formado en la garganta al escuchar a su padre pronunciar esas palabras.

      —Por supuesto, es comprensible su preocupación. Ya pueden quedarse tranquilos, pues el caso se ha resuelto y está cerrado. La familia hoy trasladará el cuerpo a Jerez para darle santa sepultura. —Los agentes se empezaron a levantar. El señor Andrés y Tomás los imitaron—. Bueno, poco queda ya que decir. Gracias por todo, señores. ¡Que tengan un buen día!

      —Gracias a ustedes por su exhaustivo trabajo. Esta tarde marcharé hacia Jerez para acompañar a la viuda y asistir al sepelio. Buen servicio, agentes. Les acompaño a la salida.

      Tomás les estrechó la mano y se retiró a su habitación. Necesitaba estar solo. Quería gritar, saltar, contarle todos los detalles a Carmela. «Soy inocente. ¡Gracias, Dios mío! No he matado a nadie y mi vida seguirá adelante», susurraba con los ojos anegados por la alegría.

      Carmela llegó del trabajo y se encontró con el coche de la Guardia Civil. Quiso morirse de repente. ¿Sabían ya algo? ¿Dudaban de Tomás? ¿Venían a detenerlo? Nerviosa, se dirigió a la casona y escuchó voces en el despacho. Sentía que el corazón le iba a estallar. Fue a la cocina un momento y cuando volvió el despacho estaba en silencio. No había nadie por ningún lado. No sabía qué hacer. Sabía que Anita estaba en la cocina con su madre, así que, sin dudarlo, subió la escalera y fue hacia la alcoba de Tomás. Llamó a la puerta con golpes suaves para que no lo escuchasen abajo. La puerta se abrió de par en par, mostrando a un hombre sorprendido, con los ojos como platos al verla allí plantada ante él.

      —Pasa, ven, no te vaya a ver alguien. —Con rapidez la agarró de la mano y tiró de ella hacia dentro.

      —Tomás, he visto a los guardias. Me volvía loca sin saber a qué venían. —Mientras hablaba, él le puso el brazo sobre los hombros y la dirigió a la cama, donde se sentaron—. ¿Qué han dicho? ¿Saben algo ya?

      Él no le contestó. Simplemente, la besó con dulzura para transmitirle tranquilidad.

      —¡No lo maté! ¡Soy inocente! Fue un accidente. —Sus ojos desprendían destellos de alegría. Le detalló todo lo sucedido; ella lo escuchaba atenta y comenzó a llorar de felicidad—. No quiero que llores. Ya nada va a pasarme. Sé que me voy en dos días, pero volveré pronto. ¿Me esperarás?

      —Pues claro. ¿Adónde voy a ir? —contestó sonriendo.

      —Lo mismo te sale un pretendiente más apuesto que yo y te entregas a él.

      —¡Serás tonto! ¡Yo no quiero a nadie más que a ti!

      —Espero que te decidas pronto a entregarme tu amor y tu cuerpo, que tanto deseo.

      —Dame tiempo, mi vida. Pronto seré tuya.

      Tomás reía con cara de bobo. Iba a poseerla, como miles de veces había soñado. Sobraban las palabras. Sus labios y sus manos empezaron a recorrer el cuerpo de ella, que, feliz por la noticia de su inocencia, se dejó llevar por la pasión. Había tenido tanto miedo de perderlo que ahora necesitaba sentirlo cerca y disfrutar de su amor.

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