Carmela, la hija del capataz. Charo Vela
verdad? Lo encerrarían de por vida en la cárcel. Las lágrimas caían por sus mejillas sin remisión. Necesitaba verlo y abrazarlo, pero no podía a la luz del día. Lo había visto dirigirse a la casona con el señor. Debía tener paciencia, él pronto se pondría en contacto con ella.
Dos horas después la ambulancia se llevó el cuerpo exánime y los agentes de la Guardia Civil también se despidieron. El cortijo quedó en silencio, con la sombra de la duda del crimen sobre la cabeza de todos.
Tomás bajó a la hora del almuerzo, no porque le apeteciese comer, pues tenía un nudo en el estómago que se lo impedía, sino para que su padre no sospechase nada.
Después salió a dar un paseo por los jardines con la mera intención de ver a Carmela. Sabía que debía de estar angustiada por él. Ella, para calmar los nervios y controlar si él salía, se había puesto a bordar en la puerta de su casa, si bien no daba ni una puntada derecha.
Su corazón lo sintió y empezó a palpitar acelerado, pues sin verlo siquiera supo que venía hacia ella. Se acercó con disimulo y la miró a los ojos, notó que había llorado. Casi en un susurro le dijo:
—A las siete, cuando anochezca, te espero en la bodega.
Y sin más se marchó hacia el establo. Allí ensilló su caballo y salió a galopar. Necesitaba relajar los nervios, pues su conciencia no encontraba la calma. Le pareció haber madurado en solo unas horas. Sentía que el castillo de naipes de su vida estaba a punto de derrumbarse llevándose su juventud, su carrera y todas sus ilusiones por delante. Se veía entre rejas de por vida.
Estuvo galopando bastante tiempo, durante el cual las lágrimas caían por sus mejillas a la par que el viento danzaba salvaje por su cara. Tras un buen rato cabalgando se sentó cerca del arroyo. Necesitaba pensar, mas por muchas vueltas que le daba nada le tranquilizaba. Se veía entre rejas durante años y la angustia le partía el alma.
Al atardecer se dirigió de nuevo a las caballerizas. Consultó su reloj de bolsillo; eran casi las siete. Había oscurecido y todo estaba tranquilo. Se dirigió hacia la bodega con sigilo para no ser visto. Unos minutos después llegó Carmela a su encuentro. Se miraron, pero no hablaron. Tan solo se fundieron en un fuerte abrazo. Necesitaban darse apoyo y fuerza. Lloraron los dos en silencio, asustados por los acontecimientos. Tomás la besaba con dulzura. En esos instantes recordó cuánto se habían peleado en todos esos años por niñerías y ahora, en estos difíciles momentos, ella era su único apoyo, su amiga fiel y constante.
—Tomás, amor mío, no sufras. Nadie vio nada. No pueden culparte —le consolaba Carmela mientras le acariciaba la cara.
—¿Y si encuentran mis huellas? Lo mejor será borrar nuestras pisadas.
—No, Tomás. Se darían cuenta y sería peor. Entonces sí dudarían de alguien de la casa. Nos investigarán a todos y al final tendremos que confesar. No cometas ninguna tontería, te lo ruego.
—Carmela, me avergüenza confesarlo, pues soy un hombre, pero tengo miedo de que se arruine mi vida.
—Yo también. Sin embargo, no vamos a preocuparnos antes de tiempo. Si te acusan, yo declararé. Contaré lo que pasó y que me defendiste de su ataque. Fue en defensa propia.
—No creo que tengan muy en cuenta tu declaración —manifestó con desánimo.
—¿Por qué no? ¿¡Por ser mujer o por ser pobre!? —exclamó Carmela molesta. Mostró su carácter altanero, como siempre que creía que algo era injusto.
—No, no me refiero a eso. Si encuentran pruebas que me inculpen va a ser complicado. Ni tú ni nadie me va a librar de la cárcel. Y para colmo en unos días debo incorporarme al servicio militar. Me estoy volviendo loco de tanto pensar. Todo esto es una horrible pesadilla.
—Sí, es verdad. No sé cómo voy a estar tanto tiempo sin ti. Me estáis dejando completamente sola.
—¡Dios quiera que todo se arregle! Si voy a la mili, es en un pueblo de Córdoba, a unas tres horas de aquí. Estaré unos meses sin salir, pero cuando jure bandera me darán una semana de permiso, que pienso pasarla aquí. Claro que, si me detienen, mi existencia se vendrá abajo y me encerrarán casi de por vida.
—Dejemos que Dios y el destino nos ayuden. Bésame y abrázame, que necesito sentir tu corazón junto al mío —le ordenó melosa mientras se acurrucaba en sus brazos como un pajarillo desamparado, temerosa de lo que les podía deparar el destino.
Ya no volvieron a hablar del asunto, solo saborearon sus labios bajo la tenue luz de un quinqué. Él paseó sus manos por su cuerpo, la acariciaba por encima de la ropa sin dejar de besarla. Carmela pensó que, si aquello era pecado, que Dios la perdonase, pues no se arrepentía de pecar. Un rato después salieron por separado y cada uno se fue a su hogar.
El día siguiente, lunes, fue una jornada de recolección normal en la finca, con el trasiego de los jornaleros y los tractores cargados de aceitunas. Cuando Carmela llegó de trabajar vio a Tomás varias veces, aunque apenas pudieron hablar en privado.
Esa noche su padre en la cena lo observaba.
—Hijo, llevas dos días que no comes apenas. Tomás, ¿qué te pasa?
—Padre, estoy desganado. Deben de ser los nervios del viaje —le engañó. No podía confesarle lo que le tenía en vilo. Desde hacía dos días apenas comía ni dormía.
—No te preocupes. La mili es una etapa dura, pero se hacen buenos amigos y cuando te des cuenta ya estarás aquí de permiso.
Tomás asintió con la cabeza. No era tan fácil como su padre creía.
El martes estuvo lloviendo todo el día, lo que dificultó que se pudieran ver. Tomás estuvo todo el día en su alcoba, nervioso y sin poder estudiar ni concentrarse en nada. Carmela cuando volvió del trabajo no salió de su casa, aunque no dejaba de mirar por la ventana por si lo veía. Una gran angustia les invadía a ambos y tendrían que esconderla, pues la tarde empeoró y no pudieron salir fuera ni verse.
El miércoles amaneció despejado. Casi al mediodía apareció un Land Rover de la Guardia Civil en la hacienda, con dos agentes. Pidieron a la asistenta que avisase al señor y al señorito.
Ambos estaban en los campos, supervisando la recolección tras la lluvia. Habían salido a caballo junto con Gregorio. Tomás había acompañado a su padre; necesitaba tomar aire fresco y distraer la mente. El peso de su conciencia lo estaba volviendo loco. El jornalero que arreglaba los establos les avisó de la llegada de la Benemérita.
Tomás al enterarse sintió una brusca sacudida en su interior. De repente una dura batalla estalló dentro de su ser. ¿Venían a detenerlo? Se sintió mareado. Tuvo que agarrarse bien a la montura para no caer del caballo. Un vendaval de ideas e inquietudes se apoderó de él mientras acudían con prontitud a la casona. En solo unos minutos su vida estaría en juego. ¿Culpable o inocente?
—Buenas tardes, agentes. Les ruego que pasen a mi despacho y tomen asiento —los invitó el señor, cediéndoles el paso y mostrándoles el camino.
—Buenas tardes, señores. Sí, aquí estaremos más tranquilos para tratar este asunto.
—¿Desean tomar algo? —preguntó el señor a los agentes.
—No, gracias por su ofrecimiento. Estamos de servicio.
—Díganme, ¿se sabe ya algo? ¿Tienen algún sospechoso? Como comprenderán, pasó en mis tierras y deseo saber todo lo que ocurrió esa noche.
—Nos ponemos en su lugar. Por eso nada más llegarnos el informe pericial y del forense hemos venido a informarles del dictamen.
Tomás respiró hondo; percibió que debido a los nervios tenía la boca tan seca como el esparto. Si los demás no escuchaban los fuertes latidos de su corazón en ese instante, probablemente es que eran sordos, pues parecía que se le iba a salir del pecho. Los segundos de silencio se le hicieron eternos.
—Los exámenes realizados corroboran que el difunto había ingerido una cantidad