Carmela, la hija del capataz. Charo Vela
el amanecer, hora en la que empezaron a llegar familiares y amigos de toda la comarca.
Gregorio y su familia se retiraron a descansar un rato. Anita, que vivía en el pueblo, decidió que no le daba tiempo de ir hasta allí, así que aceptó la invitación de Irene para descansar un rato en su casa. En un par de horas tenía que volver al trabajo.
Fueron dos días tristes e interminables. Vino gente de muchos lugares para darle el último adiós a la señora. El entierro fue en el cementerio de Mairena, en un panteón familiar. Tras el sepelio, en la hacienda todo quedó en silencio. Parecía que estaban viviendo una pesadilla. Los señoritos no se hacían a la idea de que su madre ya nunca volvería a estar con ellos.
Lola y Carmela se desvivieron por apoyar y animar a Luisa y Tomás, que seguían rotos de dolor. Anselmo, el novio de Luisa, también fue un gran sostén para ellos. Había congeniado bastante bien con Tomás. Era un hombre cariñoso, bueno y adoraba a Luisa. Alberto, por supuesto, canceló la fecha de la boda. Había que esperar el año de luto.
Los días pasaban y la ausencia de la señora se palpaba en la casona. Los señoritos, apenados, volvieron a sus obligaciones. El señor, pese a tomar de nuevo las riendas de la hacienda, empezó a beber más de lo que acostumbraba.
—Señor, si me permite, le diré que el alcohol no es el mejor remedio para olvidar —le sugirió Irene una tarde al señor Andrés. Este estaba solo en el salón, bebiendo sin parar. Anita se lo comentó en la cocina y ella quiso hablar con él. Le daba pena verlo tan hundido.
—¡No te he permitido darme consejos, que yo recuerde…! —alzó la voz con rabia, un poco ebrio—. Mas te diré que no quiero olvidarla, muy al contrario. Mi vida sin ella se ha tornado vacía y gris. Irene, esta casa se me cae encima. ¡La echo tanto de menos! —De pronto había bajado el tono de su voz casi a un susurro. Los ojos del señor se humedecieron.
—Sé que su pérdida es imborrable. La señora era especial y duele su ausencia, pero usted es un hombre fuerte. Señor, debe luchar por sus hijos y por usted mismo. Es joven todavía y tiene toda la vida por delante.
—Irene, no olvide que hasta los más grandes caen alguna vez de rodillas a la arena. Nadie es infalible al dolor del corazón. Ella ha sido mi señora en todos los sentidos. La he querido mucho. —Era un hombre abatido confesando su angustia, no le importó que fuese la cocinera. Solo vio ante él a una mujer leal que llevaba con ellos veinte años—. Necesitaré tiempo para acostumbrarme a su ausencia y encargarme de todo, como solía hacer ella.
—Si en algo puedo ayudarle, señor, no dude en contar conmigo.
—Sé que la apreciabas bastante y que también la extrañas. Noto la tristeza en tus ojos. Eres de gran ayuda en esta casa. Gracias, Irene, por tus años de dedicación.
—No olvide que también le aprecio a usted, señor. Cuídese, por favor. Apóyese en sus hijos o amigos, no se hunda en la pena.
La miró y con un gran respeto le contestó:
—Lo intentaré. Irene, me ha hecho mucho bien hablar contigo.
El verano pasó lento y mustio en el ánimo de la familia De Robles.
Tomás y Carmela se vieron varias veces a escondidas, en las cuales se abrazaron y besaron, dando rienda suelta a sus sentimientos con la libertad de no ser observados por nadie.
En diciembre, una tarde que se hallaban sentados en un poyete del patio trasero del cortijo Luis le habló a Lola:
—Lola, después de Navidad debo marcharme a mi pueblo. Tengo que volver a la mina. Quiero que nos casemos y te vengas conmigo. —Ella lo escuchaba seria, pero con el corazón palpitante—. Viviremos con mi madre en su casa. Desde que se quedó viuda, como ya te he contado, solo nos tiene a mi hermano pequeño y a mí.
—¡Ay, Luis! Ser tu mujer es lo que he deseado y soñado todos estos meses desde que te conocí. Lo que pasa que es muy precipitado y no podré ver a mi familia en mucho tiempo.
—Lo sé, pero yo tampoco puedo estar tanto tiempo sin verte ni puedo venir a visitarte tanto como quisiera. Yo te quiero y tú a mí. ¿Por qué tenemos que estar separados? Deseo que seas mi esposa. ¿Para qué esperar más? Luego, en la temporada de la aceituna, pues nos venimos con tus padres desde septiembre hasta después de Navidad.
—Mi querido Luis, me hace mucha ilusión tu proposición, pero déjame hablarlo con mis padres. Mañana te doy la contestación.
Tras consultarlo y sopesar lo que ella deseaba, Lola aceptó casarse con Luis. Hablaron con el cura y lo prepararon todo para quince días después.
Una mañana Irene, Lola y Carmela se fueron a Sevilla de compras, a una tienda muy grande. Irene le compró todo el ajuar que Lola necesitaba: toallas, sábanas, colchas, mantas y ropa interior. Todo lo iría bordando ella poco a poco con las iniciales de los dos enamorados. Además, le compró un par de mudas nuevas de ropa y algunos utensilios de cocina. Aunque se iba a vivir con la madre de Luis, Irene le decía a su hija: «Lola, una novia debe llevar su propio ajuar».
La boda fue íntima, en la iglesia de San Ildefonso, frente a la Virgen del Rosario. Los padrinos fueron Gregorio e Irene. La familia de Lola, Amparo, su marido y Anita fueron todos los asistentes. La madre de Luis no pudo viajar, pues su enfermedad se había acrecentado.
Lola llevaba un vestido beige largo, sencillo pero elegante, que la señorita Luisa le había prestado. Parecía una damisela con clase. Estaba muy guapa; su madre le había puesto un poco de color en las mejillas y carmín en los labios, también unas flores en el pelo.
Tras la ceremonia comieron todos en la casa de Lola. Irene había preparado comida y compró bebidas. Habían invitado a los señoritos; sin embargo, el señor les dijo que había que guardar las apariencias. Una cosa era hablar en la hacienda y otra muy distinta mezclarse en ceremonias públicas o convites, aparte de que estaban de luto. Ellos tuvieron que respetar la decisión de su padre.
Tomás intentaba controlarse y respetar a Carmela, si bien cada vez le costaba más dominarse. Era un hombre y deseaba como loco hacerla suya.
—Despiertas en mí un torbellino de emociones difícil de controlar. Con tus besos me enciendes como una antorcha en llamas vivas. Sueño cada noche con hacerte mía —le susurraba Tomás en el oído, sin dejar de saborear sus dulces labios. Ella vibraba de emoción como una débil hoja mecida por el viento y disfrutaba de los besos de su amado.
—Tomás, no puedo entregarme a ti todavía. Tendremos que esperar.
—Carmela, no soy un santo ni voy para cura. Soy un hombre que te desea con ímpetu, no lo olvides. No podré esperar mucho tiempo.
Como no lograba conseguir lo que deseaba de Carmela, algunos fines de semana se quedaba en la capital con sus compañeros de estudios. Se iban de copas, de fiesta y terminaban en algún prostíbulo con la compañía de alguna fulana. Sin embargo, cuanto más salía con rameras, más ansiaba la pureza de Carmela. ¿Por qué seguía encoñado con ella si no le daba lo que él necesitaba y ansiaba?
5. Año de bodas y cambios
Las Navidades llegaron a la casona en un ambiente gris y melancólico. No celebraron nada especial; simplemente, los señoritos se reunieron a cenar el día de Nochebuena con su padre. Irene preparó un pavo asado, igual que años anteriores le había preparado a la señora el día de Navidad. La cena fue fría y triste. Alberto se había alejado bastante de sus hermanos, apenas mantenía conversación con ellos. Últimamente se había apegado mucho a la familia de su novia. Su futuro suegro no tenía hijo varón y se había volcado con él, dándole responsabilidades en su cortijo.
En la casa de Carmela, por respeto al duelo de la señora Teresa, no iban a celebrar ningún festejo, solo cenar en familia. Lola y Luis, desde su boda, se estaban quedando a dormir en casa de Amparo, pues la casa del capataz era pequeña y no cabían todos. Por supuesto, habían acudido para cenar juntos. Comieron, charlaron, jugaron al parchís y al juego de la oca. Luego fueron todos a la iglesia a escuchar