Carmela, la hija del capataz. Charo Vela
días más tarde, Luis y Lola se marcharon al pueblo de él. Su familia se quedó triste por su partida, aunque contenta de verla tan feliz y enamorada. Sabían que Luis era un buen hombre, que la quería e iba a cuidarla.
Los padres le compraron a Carmela una bicicleta para ir a trabajar. Antes siempre iba acompañada por Lola. Ahora no debía ir sola andando por los caminos y su padre no siempre podía llevarla o recogerla, así que iba y venía al pueblo en la bicicleta.
En enero el señor reunió a sus tres hijos y les informó de la decisión que había tomado:
—Hijos, voy a contaros lo que tras mucho pensar he decidido. Sé que es pronto, pues debemos esperar el año de duelo. No obstante, os lo comento para que os vayáis haciendo a la idea. Sabéis que me es complicado llevar todos los negocios y estar pendiente de vosotros. —Estaban sentados en el despacho. El señor los miraba y continuó hablando despacio—. Alberto, debes fechar tu boda para el verano próximo.
—De acuerdo, padre. Lo hablaré con Constanza y sus padres. Te confirmo la fecha en cuanto la sepa. De todas formas, como sabéis, mi vida ya está más allí que aquí.
—Hijo, sé que es el camino que has escogido y lo respeto. No obstante, no olvides que somos tu familia. Últimamente nos tienes un poco abandonados —le recriminó su padre con tono suave. Él no contestó.
—Luisa, Anselmo me ha pedido permiso para casarse contigo. — Miraba a su hija con cariño—. Es un buen hombre y sé que no te faltará de nada. Serás una buena señora para él. ¿Te parece bien celebrar la boda a mediados de septiembre? —Ella asintió con la cabeza—. Por supuesto, la ceremonia será aquí, en la hacienda. Tu madre así lo hubiese deseado. Yo seré tu padrino y la madre de él, la madrina. Te irás a vivir con él al cortijo de sus padres.
—Sí, padre. Lo que usted decida me parece bien. Yo también deseo casarme con él. Me tranquiliza saber que no viviremos lejos de aquí por si usted me necesita. De esta forma, puedo visitarlo con asiduidad. —El señor le sonrió y posó su mirada en el menor de sus hijos.
—Tomás, hijo. Tras haberte tallado, antes del sorteo he hablado con algunos contactos que tengo para que hagas el servicio militar aquí, en Sevilla, pero el cupo está completo. Lo que sí me han aceptado es la petición de no presentarte hasta mediados de septiembre, tras la boda de tu hermana. En el sorteo te ha tocado el cuartel de Cerro Muriano, en un pueblo de Córdoba. Tu hermano no pudo ir por tener los pies planos, pero tú tienes que incorporarte a primeros de octubre. Allí madurarás y te harás un hombre hecho y derecho. Cuando termines, dentro de año y medio, ya eliges si seguir con la abogacía o ayudarme a llevar la hacienda. Será entonces buen momento para empezar a pretender a alguna distinguida señorita.
—Padre, con todos mis respetos le diré que ya soy un hombre —le puntualizó Tomás, que no tenía ya nada de chiquillo—. Me parece bien, Córdoba no está muy lejos. Cuando me den vacaciones deseo venirme a pasarlas aquí con usted —le informó Tomás. Él disfrutaba en la hacienda, le gustaba cabalgar, visitar los cultivos y tener a Carmela cerca.
—Claro, esta siempre será vuestra casa. Por supuesto, podéis venir cuando queráis. También está la parte que os corresponde de la herencia de vuestra madre. Alberto, imagino que la necesitarás para casarte. Y tú, Luisa, lo mismo. —Ambos asintieron—. La tendréis cuando dispongáis. Tomás, dime tú si la quieres ahora o cuando vuelvas de la mili.
—Padre, yo prefiero que me la guarde usted. Cuando vuelva seguro que la necesitaré para terminar mi carrera y constituir mi bufete.
—Pero padre, usted no debe quedarse solo —le manifestó Luisa preocupada, pues seguía triste y deprimido.
—No te preocupes, hija, estaré bien. Quiero lo mejor para mi familia y esta casa, sin vuestra madre, no es un buen hogar para vosotros. Tenéis que seguir con vuestra vida.
—Padre, permítame que le dé un consejo —manifestó de pronto Luisa—. No puede quedarse encerrado aquí. Debe salir e ir a las reuniones y eventos sociales como hacía antes. Madre así lo querría. Por mucho que nos duela, no va a volver. Debemos hacer lo que ella hubiese deseado que hiciéramos.
—Luisa lleva razón. Debe escucharla, padre, y salir a relacionarse como antes —le insistió Tomás. Le apenaba ver a su padre tan apagado.
—No es bueno que un hombre esté solo. Lo que debe hacer es buscar otra mujer y casarse —exclamó Alberto con altanería. Los tres lo miraron sorprendidos por su frialdad.
—¡No entiendo cómo puedes hablar así cuando apenas hace seis meses que tu madre nos dejó! —El señor le habló con dureza y sinceridad—. Hijo, no me gusta que seas tan insensible en este aspecto. El vacío de vuestra madre es difícil de llenar. Dicen que el tiempo lo cura todo. Pues el tiempo dirá. En estos momentos no puedo ni pensar en eso. Sin embargo, tendré en cuenta vuestros consejos y saldré un poco. Por respeto, esperaré unos meses y volveré a frecuentar las reuniones en la capital. Creo que me vendrá bien charlar con mis amigos.
De esta forma, ese día el futuro de cada uno quedó ya dispuesto.
Los meses pasaron monótonos y sin cambios. En ese invierno, cuando cumplió los veinte años, Tomás aprovechó para sacarse el carnet de conducir.
Alberto apenas iba por el cortijo; entre el trabajo y los preparativos de la boda, siempre ponía un pretexto para no ir. Era todo un distinguido señorito. No llegó a terminar la carrera de Agricultura. Había dejado los estudios para irse a trabajar a la finca de su suegro, que lo necesitaba a su lado. Alberto era alto, de buen porte y elegante, trabajador y buen comerciante, aunque altivo, distante y muy serio.
Tomás seguía estudiando en Sevilla y solo iba algunos sábados y domingos a Parzuma, que aprovechaba para montar a caballo y visitar con su padre los cultivos de vides y los olivares. Le ayudaba a hacer los pedidos del embotellado para el mosto y organizaban la distribución y venta del mismo. Lo mismo hacían con las aceitunas y el aceite de oliva que elaboraban en su molino.
A veces buscaba el momento oportuno para verse a solas con Carmela un rato y disfrutar de los besos y caricias a escondidas. Se citaban como dos furtivos enamorados, aunque seguía sin convencerla para que se entregase a él.
Luisa seguía viviendo en la casona hasta que se desposase. Cosía y bordaba su ajuar cada día. Algunas tardes cuando Carmela volvía del trabajo le ayudaba un rato. Otras paseaban y hablaban como dos buenas amigas.
—¡Amiga, extraño tanto a mi madre! Tengo muchas dudas que me preocupan sobre la boda y que solo ella me podría aclarar —confesó Luisa con pena a Carmela mientras paseaban por uno de los senderos de la finca, bajo la extensa arboleda.
—Puedes preguntarle a mi madre. A lo mejor puede ayudarte.
—No, amiga, me da mucha vergüenza. Es sobre las relaciones maritales; no sé nada sobre ese particular. Mi cuerpo se enciende cuando estoy junto a Anselmo e incluso he notado su excitación, pero no sé cómo debo satisfacerlo o si colmaré sus apetitos en el lecho conyugal. ¿Seré una buena amante para él? Las monjas, como es lógico, nada me enseñaron sobre este asunto.
—No te angusties. Seguramente, será más fácil de lo que te imaginas. Y no dudes de que lo harás muy feliz y él a ti. Se nota que te adora. —Pese a que era más pequeña, la miraba con cariño, transmitiéndole calma—. Lola dijo que para Semana Santa vendría a visitarnos. Ella, como recién casada, mejor que nadie te puede aclarar todas tus preocupaciones.
—Es cierto, no lo había pensado. Pues la acribillaré a preguntas cuando venga. —Las dos rieron a carcajadas—. Pero tú no podrás escuchar nada. Aún eres joven y no conoces hombre ninguno para saber de estas cosas prohibidas.
«¡Ay, si ella supiese los besos y caricias que me doy con mi enamorado a escondidas!», meditó Carmela y sonrió cómplice de su secreto.
En Semana Santa Lola y Luis vinieron cuatro días a visitar a la familia y dar a sus padres la buena nueva de que iban a ser abuelos. Se sintieron dichosos. Carmela se emocionó con