Carmela, la hija del capataz. Charo Vela

Carmela, la hija del capataz - Charo Vela


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abril el señor empezó a salir a reuniones y volvía más animado.

      En julio se celebró la boda de Alberto y Constanza. Fue en la finca de ella. Toda la celebración fue muy regia y presuntuosa. Eran una familia ilustre y pomposa, muy metida en la alta sociedad sevillana. Luisa acudió con su prometido y Tomás fue solo, aunque allí no le faltaron guapas acompañantes. Muchas jóvenes en edad de merecer lo miraban solícitas y deseosas de que él las sacase a bailar. Él disfrutó de la compañía de todas las que pudo, sin prometerle nada a ninguna. «¿Para qué conformarme con una, pudiendo disfrutar de todas?», pensaba travieso. Era un hombre con buen porte, alto, guapo, musculoso y deseado por las mujeres. De eso él era consciente. Notaba cómo lo miraban las féminas e intentaba sacarle partido. Se estaba volviendo todo un mujeriego.

      A principios de septiembre empezaron los preparativos para la boda de Luisa. Dentro de diez días la Hacienda Parzuma se vestiría de gala para desposar a la señorita con su prometido.

      —Padre, quiero implorarle permiso para que Lola y Carmela puedan asistir a mi enlace. —Luisa llevaba días con la idea y por fin una noche que estaba cenando con su padre y Tomás se atrevió a pedírselo. Nada perdía, pues el no lo tenía de antemano. Ella, aunque tenía muchas amigas del colegio, reconocía que con las hijas del capataz le unía una amistad singular, muy en especial con Lola.

      —Hija, eso que me pides es imposible. Digamos que ellas son del servicio.

      —Padre, son mis amigas, casi me he criado con ellas. Me han apoyado mucho en la muerte de mi madre. También se merecen disfrutar de este momento tan feliz para mí.

      —Te entiendo, hija; sin embargo, tu petición no es viable. Los invitados no lo comprenderían y nos mirarían extrañados. Daríamos que hablar y sería el cotilleo de toda la ciudad. Asimismo, ellas se sentirían violentas ante tanta gente ilustre. Lo siento, hija, pero dada nuestra posición no puedo concederte ese deseo.

      —¡Malditas clases sociales, donde todo lo compran el dinero y la posición! —exclamó Tomás enfadado, levantándose de la mesa. Había estado callado, pero no pudo aguantar más. ¿Qué le importaba a él que a un grupo de chismosas señoritingas criticasen que eran amigos de las hijas del capataz? Se fue a dar un paseo, necesitaba relajarse un poco. Pensando fríamente, se sorprendió de su actitud. ¿Por qué le había contestado así a su padre? ¿Qué le importaba a él? Era amigo de Carmela, sí, pero solo deseaba acostarse con ella, no pasearse con ella en público.

      Su padre achacó ese pronto de su hijo a los nervios por irse dentro de poco al servicio militar y a la rebeldía de la edad. No le prestó mayor atención.

      Lola llegó a la hacienda en septiembre, junto con su marido, dos días antes de la boda. Luis venía para trabajar en la recogida de la aceituna, como en años anteriores. Lola estaba muy gordita de su embarazo. Se sentía bien y era feliz. Cumplía a finales de octubre. Ella quería que su bebé naciese en Mairena, como ella, y deseaba tener a su madre cerca para cuando llegase el momento del parto.

      El día señalado para la boda llegó. Toda la mañana fue un trasiego de idas y venidas de trabajadores y de sirvientas organizando los jardines para el banquete. La ceremonia religiosa sería por la tarde, en la iglesia de Mairena. Luego los asistentes pasarían a la hacienda para el convite y el baile. Vinieron invitados de muchos lugares, familia, amigos y gente conocida de prestigio y renombre.

      Al enlace no pudo acudir su familia de Cádiz, pues el marido de su tía se había caído del caballo y se había fracturado las costillas. Estaba convaleciente, así que tuvieron que quedarse atendiéndolo. Tomás, en el fondo, se alegró de que su primo Gustavo no acudiese. Aún recordaba bastante bien la conversación que años antes tuvieron sobre Carmela.

      Por la mañana Lola peinó a la novia como esta le había pedido. Le hizo un recogido a base de trenzas y lo decoró con horquillas de perlas que había comprado en la ciudad. Luego Lola la ayudó a vestirse. Estaba guapísima.

      Luisa salió para la iglesia del brazo de su padre, que la miraba emocionado. Era su padrino, iba vestido con un esmoquin negro. El señor estaba muy atractivo y la novia parecía una princesa. Ella era agraciada, si bien ese día estaba preciosa. Su vestido estaba confeccionado con seda y tul blanco, con bordados y perlas engarzadas hasta la cintura. La falda era de vuelo y tenía una pequeña cola que la estilizaba bastante. El velo que cubría su rostro era de su madre, de cuando se casó. Todas las alhajas que llevaba puestas habían pertenecido también a ella. Ahora su padre se las había regalado.

      Cuando Luisa apareció en el jardín, Irene, Carmela y Lola la miraron impresionadas.

      —Luisa, corazón, estás preciosa. Tu madre hoy debe de estar muy orgullosa de ti —la elogió Irene con los ojos húmedos. Le agarró las manos y la besó en la mejilla. Sus amigas también la felicitaron—. Sin duda, Anselmo es un hombre muy afortunado por tenerte. Te deseo que seas muy feliz. —Lola y Carmela la besaron, deseándole lo mejor del mundo.

      Cuando los novios, familiares e invitados volvieron de la ceremonia se dispusieron a comer y beber por doquier. Tras el banquete, que duró casi tres horas, los novios abrieron el baile. A partir de ese instante no cesó la música ni faltaron las copas hasta la madrugada.

      Carmela ayudó toda la tarde a su madre y a Anita en la cocina. A Lola, como estaba muy gordita, no la dejaron colaborar, así que se quedó en casa con su marido. Desde allí escuchaban la música y a través de una de las ventanas podían ver un poco de lejos el baile.

      Cuando el almuerzo finalizó dejaron preparados aperitivos fríos y refrigerios para los que se quedasen a cenar. Después de recoger la cocina, Irene, Anita y Carmela se retiraron. Ya se encargaban las chicas que habían contratado para el evento de servir los cócteles, las copas y los tentempiés.

      Cuando hubo anochecido, Lola se marchó con su marido al pueblo, a dormir a casa de Amparo. Irene, cansada de preparar toda la comida, se retiró a descansar. Carmela salió y se escondió a cierta distancia del festejo, tras un frondoso arbusto. Desde allí podía observar, sin ser vista, cómo bailaban los invitados. Asimismo, pudo ver cómo su amado Tomás bailaba y tonteaba con varias jóvenes. Sintió rabia, celos e impotencia. En el fondo ella sabía que él cualquier día se ennoviaría con una ilustre y distinguida señorita y no con la hija del capataz. Solo era cuestión de tiempo. Ella nunca podría acompañarlo a fiestas como estas. Las lágrimas empezaron a bajar por sus mejillas sin poder controlarlas.

      Al rato escuchó un ruido a su espalda. Se limpió con rapidez los ojos del llanto, creyendo que era Tomás. Se sorprendió al ver que era otro hombre, que parecía ebrio y la miraba con lujuria. Ella quiso irse, pero este la agarró fuerte del brazo.

      —¿Dónde vas, bonita? No te vayas tan pronto. Déjame disfrutar un poquito de ti.

      —Disculpe, señor. Es tarde y debo irme ya —le contestó nerviosa, intentando soltarse. El hombre apestaba a alcohol.

      —Eres muy guapa y tienes una hermosa figura. —Tiró de ella y la acercó a su cuerpo, abrazándola—. No huyas. Voy a demostrarte lo que es un hombre de verdad. Verás como te gusta.

      —¡Déjeme, por favor! —Carmela forcejeaba sin éxito y alzó la voz para que la soltase. Él era más alto y fuerte que ella. Las lágrimas se agolparon en sus ojos. A punto estaba de gritar más fuerte cuando escuchó una voz a su espalda.

      —Suéltala o te arrepentirás. —De pronto Tomás, con rabia, jaló de él, tirándolo al suelo—. Vete de aquí, borracho asqueroso.

      —Ja, ja, ja. —Con esfuerzo, debido a su estado, se puso en pie y se enfrentó a Tomás—. Te la estás beneficiando y no quieres compartirla, ¿no? Te comprendo; es muy bonita y para eso está a tu servicio. Haces bien. Te toca primero. Luego, cuando te hartes, me la cedes. Voy a estar por aquí esperando. Avísame cuando termines con ella.

      Tomás no pudo escuchar más. Con rabia se abalanzó sobre el hombre y le dio un puñetazo en la cara, tirándolo de nuevo al suelo. Cegado por la rabia y los celos, siguió pegándole sin control. Carmela lo miraba asustada.

      —¡Tomás,


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