Carmela, la hija del capataz. Charo Vela

Carmela, la hija del capataz - Charo Vela


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a colegios importantes. Los dos varones estudiaban en el colegio de los jesuitas de Portaceli, en la capital, y Luisa asistía al colegio femenino de Santa Teresa de Jesús, en un pueblo vecino. Era de monjas y solo para señoritas distinguidas. Estaban internos de lunes a viernes. El fin de semana lo pasaban en la finca con sus padres y la niñera.

      Alberto era ya todo un hombrecito. No era muy alto, pero sí musculoso, moreno y con porte de señorito. Tenía el pelo corto y castaño oscuro. Se le notaba su carácter serio y a veces presuntuoso. Ya se acicalaba para gustar a las damiselas.

      Luisa tenía la estatura normal para su edad. De cara redondeada y nariz respingona, el pelo castaño claro le llegaba por los hombros. Era cordial y alegre, se parecía mucho a su madre. Era toda una mujercita, adorable y muy educada.

      Tomás, el pequeño de la familia, era muy espabilado para su edad. Espigado y de complexión fuerte, sus ojos grises y su pelo negro anillado, un poco largo, le daban apariencia de travieso, aunque era de talante noble e ingenioso. Era bastante estudioso y le gustaban mucho los caballos.

      Crecieron jugando y compartiendo muchas horas con las hijas de Gregorio, el capataz. Eran niños de carácter bondadoso. Tenían una institutriz que cuidaba de ellos cuando estaban en el cortijo y les instruía en las regias normas de su estatus social. No obstante, su madre, la señora Teresa, los educaba personalmente con cariño y disciplina.

      Alberto solía pasar ya menos tiempo con sus hermanos, pues se veía mayor para jugar con críos. Había crecido y ya no lo entretenían los juegos de niños. Empezaba a pensar en las chicas. Aprovechaba sus días en la finca para montar a caballo o aprender viticultura en la bodega. A veces su padre se lo llevaba de montería o a inspeccionar los cultivos.

      Luisa y Tomás eran casi de la misma edad de Lola y Carmela, así que pasaban muchas horas juntos. Jugaban al tejo, al escondite, al coger o a la comba y se divertían bastante. Incluso iban al arroyo a cazar ranas y renacuajos. Los señoritos tenían triciclos y los compartían con ellas; algunas veces se pasaban toda la tarde pedaleando. Los días de invierno en los que la incesante lluvia no dejaba ni un resquicio para jugar al aire libre, en cuanto la borrasca daba un respiro los niños salían ansiosos, hambrientos de oler ese aire puro de tierra mojada al que estaban acostumbrados, y chapoteando en los charcos tras la lluvia se divertían de lo lindo durante horas. Gregorio, con una cuerda que ató a un árbol, les hizo un columpio en el que también se distraían jugando.

      Ellos se entretenían y disfrutaban con cualquier cosa. Se deleitaban con esas pequeñas grandes cosas que la vida les ofrecía cada día. Presenciar cómo ordeñaban a las vacas o ver poner los huevos a las gallinas era para ellos todo un espectáculo.

      A Tomás le gustaba subirse a los árboles; ya se había caído en más de una ocasión de ellos. De pequeño tuvieron que entablillarle una pierna un par de meses tras darse un buen batacazo por querer coger naranjas del árbol.

      Los fines de semana los señoritos aprovechaban para enseñar a Lola y a Carmela a leer, a escribir y algo de matemáticas. Luego, por las noches, ellas enseñaban a su vez a Irene, su madre. La escuela les quedaba lejos; tenían que ir andando por el campo hasta Mairena y en invierno era complicado asistir, pues con las lluvias los caminos estaban embarrados y eran casi intransitables. Los días de tormenta que Gregorio no las podía llevar en coche no podían acudir. Ellas ya sabían algo de escritura, si bien gracias a la ayuda de los señoritos estaban aprendiendo bastante más.

      Los señores viajaban mucho por negocios. También acudían a eventos y reuniones sociales en la capital. En esas situaciones los niños se quedaban con Inés, la nodriza, que los vigilaba de cerca.

      En el verano, de vez en cuando, la niñera los acompañaba al arroyo. Los dejaba darse un baño en el borde del riachuelo para refrescarse del intenso calor. Tenían asimismo una pequeña alberca, donde se bañaban casi a diario. También paseaban por la hacienda, jugaban al esconder o se sentaban bajo la sombra de la extensa y variada vegetación a inventar alguna que otra historia.

      Gregorio les construyó una cabaña en un árbol grueso. Allí se subían y Luisa, que era la mayor, leía cuentos e incluso relatos de miedo mientras los otros tres la escuchaban embobados. Un día, jugando al escondite, le tocaba a Tomás encontrarlas. Divisó a Carmela cobijada entre unos matorrales.

      —Te encontré, estoy salvado. Ahora te la tienes que quedar tú —le dijo Tomás mientras la agarraba del brazo y la sacaba de su escondrijo.

      —Eso no vale. Como soy la más pequeña siempre me encontráis la primera —contestó Carmela enfadada, parada ante él con los brazos cruzados y el semblante enfurruñado—. ¡Ya no me la quedo más!

      —Bueno, si eres mi novia te suelto y sigo buscando a las otras.

      —¡Estás loco! No puedo, todavía soy una niña. Además, tú eres el señorito.

      —Anda, tonta, ¿y eso qué importa? Nadie se va a enterar. ¿Vas a ser mi novia o no?

      —¡Nooo! ¡Yo no quiero novio!

      —Bueno, la verdad es que tampoco me gusta una novia tan enclenque como tú —le confesó altivo al sentirse rechazado.

      —¡Ya no juego contigo más nunca! ¡Me voy a mi casa! —le gritó enfadada. Estaba molesta y con el orgullo herido. Dio media vuelta y se encaminó corriendo hacia su casa.

      Al día siguiente volvieron a jugar como si esa conversación nunca hubiese existido.

      Llegó la Navidad y cantaron villancicos en la cabaña del árbol. Los Reyes Magos le trajeron a Carmela una muñeca de cartón muy bonita. Estuvieron todo el día jugando. Por la tarde, la muñeca estaba manchada de tierra y Tomás le aconsejó:

      —Deberías lavarle la cara. Tiene muchos churretes y está fea.

      Acto seguido y sin pensarlo dos veces, Carmela la metió en un barreño de agua donde su madre lavaba la ropa. Al instante el cartón empezó a mojarse y comenzó a deshacerse. En unos segundos de la muñeca solo quedó la tela que la cubría.

      —¡Tomás, te odio! —gritó Carmela, llorando sin consuelo—. Por tu culpa mi muñeca se ha muerto. ¡Nunca más voy a ser tu amiga!

      Tomás se sintió mal por aquello. Él no fue consciente de lo que podía ocurrirle a la muñeca y, aunque se enfadaban muy a menudo, siempre estaban juntos.

      —No llores. No pensé que la ibas a mojar entera, solo te dije que le limpiaras la cara. —Afligido, Tomás intentó consolarla. No quería que ella lo odiase—. Te prometo que cuando sea mayor te voy a comprar la muñeca más bonita de toda Sevilla.

      —¿Me lo juras por lo más sagrado? —Él asintió con cara de arrepentimiento y ella, aunque triste, lo perdonó—. Vale, ya no te voy a odiar, pero no se te olvide que me debes una muñeca.

      Una tarde Gregorio les regaló a sus hijas una perrita. En la finca había un par de perros machos que siempre andaban por los cultivos y las caballerizas. El chófer del señor tenía una perra que había parido hacía poco y le regaló una cría al capataz.

      —¡Ohhh! ¡Padre, es muy bonita! ¿Cómo se llama? —preguntó Carmela ilusionada.

      —Le tenéis que poner vosotros el nombre y la debéis cuidar.

      —Es blanquita y redondita. Hermana, ¿la llamamos Luna? —preguntó Lola.

      —Sí, me gusta. Luna, ven. Voy enseñarte tu casa. —Carmela la llamaba y la trataba como si fuese un muñeco y la perra la seguía como si entendiese lo que le decía.

      Cuando los señoritos conocieron a Luna le cogieron cariño y se pasaban muchas horas jugando con ella. La perra los seguía encantada.

      Un año más tarde Tomás se enfermó de sarampión, con fiebres muy altas, picores y ojos irritados. Pasó algunos días sin poder ir a clases ni salir al patio. Casi todo el tiempo lo pasaba en solitario, pues temían que contagiase a los demás niños. Sin embargo, Carmela sentía pena de que estuviese tan solo y algunas tardes, con la excusa de ir a la casona a ver a su madre, a escondidas


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