Carmela, la hija del capataz. Charo Vela

Carmela, la hija del capataz - Charo Vela


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preparada para ser una gran señora como su madre. En sus ratos libres escribía cuentos. Esa era su gran pasión.

      Tomás tenía dieciséis, estudiaba en un internado de Sevilla y quería matricularse en Derecho. Se había convertido en un joven apuesto, con ojos grises y pelo oscuro rizado, de carácter amable e inteligente, ya pensando en el amor y en seducir a las mujercitas. Como era el pequeño de la casa, su hermana Luisa tenía predilección por él.

      Lola iba camino de los diecisiete. Había empezado a trabajar en una cooperativa aceitunera en Mairena escogiendo la aceituna, aliñándola y envasándola para la venta. No era muy alta, pero sí buena moza, agraciada y simpática.

      Carmela tenía ya catorce y era toda una linda damisela. Alta, de ojos marrones claros como la miel, tenía un cuerpo modulado por las curvas, que la hacían muy atractiva. Parecía mayor de la edad que tenía. Era muy dicharachera y alegre. Se encargaba de las faenas de la casa donde vivían. Lavaba, limpiaba y hacía la comida para su familia. En los ratos libres bordaba, como la había enseñado Luisa.

      Los fines de semana los jóvenes los pasaban juntos. Una tarde Irene les preparó un pícnic y se sentaron a la sombra de una encina a merendar. Mientras comían hablaban de sus sueños y aspiraciones, siempre acompañados por la perrita Luna.

      —Yo quiero estudiar Derecho para defender al débil —confesó Tomás a su hermana y a sus amigas un sábado por la tarde.

      —Tomás, ¿cuando dices débil te refieres a los jornaleros o a los señoritos con problemas? —le cuestionó Carmela, dudosa de a quién realmente iba a defender.

      —Pues, la verdad, no creo que el jornalero pueda pagar mis honorarios.

      —¿Entonces los pobres no tenemos derecho a que nos defiendan? —le interrogó Carmela de nuevo, molesta por el comentario de él. Tomás, tras pensarlo un instante, le contestó con seguridad.

      —Claro que sí, pero el dinero es lo que mueve todo, no lo olvides. Y yo tendré que comer, vivir y mantener mi cortijo. Y eso solo lo pueden pagar los señoritos.

      Carmela no le contestó. Se sentía incómoda con lo que Tomás había expuesto. Él estaba en lo cierto, ella lo sabía. Así era la sociedad en la que vivían, pero le molestó escuchar cómo marcaba la diferencia de clases. Le daba rabia pensar que su amigo se volviese tan estirado como su hermano Alberto, que ya ni las saludaba. Estuvo un rato seria, callada y cabizbaja. Él no dejó de observarla y tras meditar un poco le explicó:

      —Pensándolo bien —exclamó de pronto Tomás, mirando a Carmela—, aunque defienda al pudiente para poder vivir con soltura, también lo haré con el jornalero y no le cobraré apenas nada. —Los ojos de Carmela brillaron y lo miró con agradecimiento. Esta teoría le gustaba más. Él sonrió satisfecho al verla más conforme—. Carmela, ¿y tú qué quieres ser de mayor?

      —A mí me gustaría ser médica para curar a los enfermos, me da igual si son pobres o adinerados. Es mi sueño. Claro que con total seguridad en eso se quedará, pues no soy pudiente para estudiar en la capital —sentenció Carmela algo triste por ser, aparte de la más pequeña del grupo, la que menos posibilidades tenía de hacer sus deseos realidad—. Al final terminaré trabajando en alguna hacienda cercana. Mi padre me ha dicho que va a hablar en el almacén de aceitunas para que yo trabaje allí con mi hermana. Así gano un sueldecito y ayudo en casa.

      —Claro, además conoces gente. En la cooperativa trabajan más de cuarenta personas, entre hombres y mujeres. Yo allí estoy contenta, pero a mí me gustaría ser peluquera. Me encanta hacer lindos peinados —confesó Lola. Últimamente también ayudaba a su madre algunas tardes en la cocina de la casona—. Mas, por ahora, me conformo con conseguir ser una buena cocinera como mi madre y seguir trabajando en la cooperativa. Luisa, ¿y a ti qué te gustaría?

      —A mí me ilusiona ser maestra, enseñar a los demás y leerles mis cuentos. No obstante, primero debo prepararme para ser una buena esposa. Las monjas me educan y me enseñan todo cuanto debo saber para ser una ilustre señora como mi madre —afirmó Luisa, conforme con el papel que sus padres le habían impuesto en la vida—. Como pronto voy a cumplir los dieciocho, en unos meses mis padres me presentarán en sociedad y me pretenderán los señoritos solteros.

      —Luisa, tú sigue escribiendo esos cuentos tan bonitos y el día de mañana se los lees a tus hijos —le aconsejó Lola y ella asintió contenta—. Yo sé que todo cuanto me estás enseñando de bordados me va a venir muy bien.

      —Así lo haré. Y tú sigue practicando con nuestro pelo para que cuando me presenten en sociedad me peines y mi recogido sea la envidia de todos los asistentes. —Todos rieron por la ocurrencia de Luisa, pues Lola siempre andaba jugando con sus melenas.

      A principio de ese verano vino de visita la hermana del señor Andrés con sus dos hijos. Ellos vivían en un pueblo de Cádiz. Pasarían unos días en el cortijo. Tenía un hijo, Gustavo, un año mayor que Tomás y una niña, Juana, de ocho años. Todos jugaban en los jardines con Lola y Carmela. Gustavo se quedó engatusado de Carmela y solo quería estar cerca de ella. Tomás se molestaba, pues se sentía desplazado. Ya no era el hombrecito de la pandilla, el único machote que cuidaba de su manada. Su primo le estaba quitando el sitio y eso le daba rabia.

      —Primo, Carmela me gusta mucho. Quiero que sea mi amante —le confesó Gustavo una tarde a Tomás.

      —¡No puedes, solo tienes diecisiete años! Además, ella no accederá —le contestó molesto, sin saber bien por qué—. Es la hija del capataz y tus padres no te dejarán.

      —Yo he escuchado hablar a mi padre con sus amigos y hablan de sus queridas. Carmela no podrá ser mi novia, pero en un par de años sí puede ser mi concubina.

      —¡No digas tonterías, primo! Ella es amiga nuestra. La conozco y no lo va a consentir. —Deseó darle un puñetazo a Gustavo para que desistiera de esa estúpida idea. No le gustaba imaginar que ningún hombre se aprovechaba de ella.

      —Bueno, ya mañana nos vamos, pero cuando sea mayor algún día vendré y si sigue soltera se lo voy a proponer. Verás como acepta. A estas chicas humildes las agasajas con regalos y se meten en tu cama sin dudarlo, que me lo ha dicho mi padre.

      —Eso será las que tú conoces. Ellas no son así. Déjalas tranquilas.

      —No entiendo por qué la defiendes tanto. Deberías estar de acuerdo conmigo. Es más, tú tienes más derecho que yo a proponérselo, ya que vive en tu hacienda. Piénsalo bien, ¿no te gustaría que fuese tu amante? Ya sabes, si cuando vuelva no la has hecho tuya, lo intento yo. Luego no me digas que no te he avisado.

      —¡Cállate ya! ¡Eres un cretino desvergonzado! —Se fue de su lado, dando por terminada la conversación, que le estaba retorciendo las tripas.

      Aunque estaba enfadado, su primo despertó en él inquietudes nuevas con respecto a Carmela, que antes no se había imaginado ni se había percatado de ellas, pues solo la veía como una buena amiga. En su mente ahora navegaba un pensamiento: si iba a ser la querida de alguien, él era quien más la conocía. Y vivía en su finca; por consiguiente, él tenía ese privilegio. Movió la cabeza, negando y culpándose por esa absurda reflexión.

      Al día siguiente su primo se marchó a Cádiz y Tomás se sintió aliviado. Gustavo, pese a ser casi de su misma edad, era muy descarado e insolente. Él no iba a consentir que nadie se aprovechase de sus amigas. Sin embargo, la idea de que Carmela pudiese tener una relación con él no dejó de darle vueltas en la cabeza. La miró y descubrió que tenía un bonito cuerpo y que era muy atractiva. Era la mujer que cualquier hombre desearía en su cama. Él intentó olvidar el tema, si bien volvía a su mente una y otra vez. Esa noche soñó con ella y se despertó muy excitado e inquieto, algo que ni una ducha fría calmó.

      Unos meses más tarde, la temporada de la recogida de la aceituna trajo a muchos jornaleros jóvenes a trabajar en la hacienda, como en años anteriores.

      Lola y Carmela trabajaban en el almacén de aceitunas desde las ocho de la mañana hasta las dos de la tarde. Se venían andando por los caminos y sobre las dos


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