Carmela, la hija del capataz. Charo Vela
mal. Tenía fiebre, picores y mal cuerpo. Había cogido el sarampión. Debía quedarse en casa reservada, sin que le diese mucho el aire. Una tarde estaba sentada en la mesa camilla haciendo los deberes. Su familia aún no había llegado de trabajar. Escuchó que llamaban a la puerta y al abrir se sorprendió.
—Hola, Tomás. ¿Qué haces aquí? Aún no estás curado del todo.
—Ya estoy casi bien. Mira, ya tengo muy secas las pupas —le contó mientras ella lo invitaba a entrar y a sentarse al calor de la lumbre—. Quería verte un rato. Sé lo sola que estás y es muy aburrido. Menos mal que tú me visitabas. Sin poder salir las horas se me hacían muy largas.
—Es verdad, desespera estar encerrada, pero si salgo mi madre me riñe y debo ser obediente por mi bien. No quiero que se me queden las marcas.
—Creo que te has enfermado por mi culpa. Seguro que te lo he contagiado cuando venías a verme. —Tomás sentía pena por ella al verla enferma y sola. Sus padres, aunque trabajaban cerca, estaban muchas horas fuera del hogar—. Así que quería hacerte la visita y estar un rato contigo.
—No creo que sea tu culpa, pero me alegra mucho que hayas venido. ¿Jugamos a algo?
En el suelo de cemento de la sala de estar dibujaron un tejo con un trozo de carbón, cogieron una piedra y estuvieron jugando y riéndose un buen rato. Carmela lo invitó a merendar pan con una onza de chocolate. Cuando Tomás se iba a marchar se acercó y le dio un beso en la mejilla. Ella se sonrojó y bajó la mirada. Tomás la observó, sonrió satisfecho y se encaminó hacia la casona. Besarla le había gustado y verla con las mejillas teñidas por la vergüenza, aún más.
El tiempo fue transcurriendo sin grandes cambios en sus vidas. Los fines de semana se volvían a reunir. Eran la alegría de la hacienda. Los jóvenes paseaban, charlaban y jugaban por los jardines. En verano, cuando el calor apretaba, algún día bajaban al arroyo a darse un baño. Por seguridad, la institutriz los dejaba meterse por la parte que tenía poco caudal. Las niñas se bañaban con sus largas enaguas, que les cubrían todo el cuerpo hasta las pantorrillas, y Tomás, con una camiseta de tirantes y calzones largos hasta las rodillas.
En verano, al ser las tardes más largas y el anochecer más tardío, el señor le pidió al asistente que se encargaba de los caballos que enseñase a montar a sus hijos. Tomás se entendió bien con su caballo y en un par de días galopaba por la finca como un jinete experimentado. A Luisa le costó algo más aprender. Gregorio, al ver a sus hijas con cara de tristeza, le pidió permiso al señor para enseñarlas también a montar. Este autorizó al capataz a que montasen a una yegua mansa que tenían. Así, en pocos días los cuatros jóvenes aprendieron. Claro que Tomás les llevaba una enorme ventaja.
Una calurosa tarde estaban todos tendidos sobre la hierba fresca al borde del arroyuelo, a la sombra de un alcornoque. Corría una leve y agradable brisa. Estaban con los ojos cerrados, medio adormilados, escuchando el cantar de los pájaros y el silbar del viento. Carmela tenía calor y decidió bañarse en el arroyo. No quiso despertarlos. Sin hacer ruido y sin avisar a nadie, se metió sola en el riachuelo.
Ya dentro, pisó una piedra, resbaló y perdió el equilibrio. Su cuerpo cayó a la parte central, que era más profunda y donde la corriente del agua era más fuerte. Al no lograr tocar con los pies el fondo y sentir que el agua la arrastraba, el miedo se apoderó de ella y comenzó a gritar asustada. Luna al escucharla empezó a ladrar con fuerza. Todos se levantaron sobresaltados. Con rapidez acudieron hacia el lugar de donde provenían las voces y la miraron aterrados, pues el agua se la llevaba sin control.
La nodriza iba a tirarse cuando vio que Tomás le había cogido la delantera. Se había metido y estaba nadando para llegar hasta Carmela. La agarró como pudo y con esfuerzo intentó sacarla. Ella forcejeaba y luchaba por no hundirse, lo cual le dificultaba a él poder llevarla al borde. La corriente parecía poseída, pues chocaba con rabia contra ellos y los deslizaba. Él seguía braceando, pero no conseguía llegar a la orilla. Tomás se sentía ya sin fuerzas, mas ni loco la soltaría.
—¡Tomás, por el amor de Dios, sujétala fuerte, no la sueltes! —le gritó la institutriz mientras le acercaba una rama gruesa y larga que habían encontrado cerca—. ¡Agárrate a la rama!
Este se aferró a la punta con fuerza. Al otro lado todos tiraban con rabia, hasta que consiguieron acercarlos al borde. Al subirlos, Carmela, por la tensión sufrida, el esfuerzo y los nervios, perdió el conocimiento unos segundos, desplomándose en la hierba. Al cabo de unos minutos su pulso y la palidez de su rostro volvieron a la normalidad. Tomás estaba arrodillado en el suelo, respiraba con dificultad, se encontraba agotado. Le temblaba todo el cuerpo, había hecho un sobreesfuerzo por no soltarla. Descansó un momento, intentando recobrarse.
—¿¡Sabéis que os habéis jugado la vida!? ¡Ni se os ocurra volver a bañaros sin estar yo con vosotros! —La niñera les reñía a puro grito; estaba bastante enfadada—. ¡Estáis castigados todo lo que queda del verano sin bañaros más aquí! ¡Virgen santa, qué miedo he pasado! Me habéis tenido el corazón en un puño.
—¿Cómo se te ocurre meterte sola si no sabes nadar? ¡Eres una insensata! —le riñó Tomás casi sin aliento por el esfuerzo y alterado por el mal rato que había pasado.
—Lo siento. Todo ha sido culpa mía por atrevida e inconsciente —comentó arrepentida Carmela con los ojos llenos de lágrimas—. Perdonadme, por favor. Tomás, gracias. Sin tu ayuda no sé qué hubiese pasado. Gracias a Dios que estabas cerca.
—Ha sido un momento complicado, pero por suerte estamos bien. —Tomás respiró algo más tranquilo y al verla llorar necesitó serenar el momento—. Para algo soy el hombre del grupo, para salvaros de las dificultades. —Sonrió e intentó que las chicas se relajaran del susto. En el fondo él sabía que la situación había sido complicada, pero le apenaba verla triste; no obstante, le sentenció—: ¡Pero no vuelvas a meterte sola o quien te ahoga soy yo!
Ninguno comentó lo sucedido a los mayores. Temían una represalia e incluso que despidieran a la institutriz, a la cual le tenían mucho cariño. De este modo, todos hicieron un pacto de silencio.
El tiempo iba pasando y seguían viéndose con la asiduidad de siempre. La señora Teresa, pese a ser muy disciplinada, nunca prohibió a sus hijos jugar con las hijas del capataz. El señor Andrés tampoco los privaba de que se divirtieran juntos pese a ser de distinta clase social. Allí, en la hacienda, no los veía nadie de su posición que pudiese juzgarlos. Además, aún eran pequeños. Los señores iban mucho a la capital mientras los niños se quedaban en la finca con la nodriza. Como en el cortijo había poca diversión, al menos jugando con las niñas de Gregorio andaban entretenidos.
Los años, sin prisa pero sin pausa, iban transcurriendo y los niños fueron creciendo. Las niñas se habían convertido en unas lindas mujercitas. Eran espigadas y tenían ya las curvas bien marcadas. Pese a ser la más pequeña, Carmela estaba igual de alta y formada que las demás y era muy agraciada, con su melena de pelo ondulado. Tomás era un guapo joven de ojos grises, alto y de buen porte. El pelo le caía sobre los hombros y le favorecía bastante.
La verdad era que él ya se aburría cuando las chicas empezaban a hablar de bordados y vestidos o cuando Lola las peinaba como si fuesen princesas, así que ensillaba su caballo y se iba a galopar por la finca. «Sentir la brisa fresca en la cara cuando cabalgo y embriagarme de este olor de olivares es una sensación muy placentera que me gusta y me relaja», murmuraba Tomás a lomos de su corcel.
2. Sed de amor
Cuando el señorito Alberto cumplió los diecinueve años se comprometió con una ilustre señorita de Sevilla. Él estaba estudiando Agricultura en la capital para seguir los pasos de su padre. Ahora, entre los estudios y visitar a su enamorada, apenas paraba por la hacienda. Últimamente se había alejado totalmente de Lola y Carmela, pues su prometida no entendía cómo Luisa y Tomás tenían tanta confianza con la gente del servicio. Ella respetaba mucho su estatus y las diferencias entre las clases sociales. De esta forma, Alberto fue marcando distancia entre ellos. En cambio, sus hermanos seguían actuando igual que siempre con las