Escritura académica. Pablo Ballesteros Pérez
campos también. Por ejemplo, músicos como Mozart, Beethoven o Bach compusieron multitud de piezas. La mayoría de ellas no eran brillantes y algunas ni siquiera eran buenas. Aun así, los reconocemos hoy en día por las que sí lo fueron. No hay que temer a fracasar, ni bloquearse en intentar alcanzar la perfección a la primera. Es cuestión de empezar y, a veces, de saber desprenderse de lo ya escrito.
¿Cómo se empieza entonces? Palabra a palabra. No te preocupes demasiado por la calidad de tus primeros borradores. Muchos generamos basura hasta que calentamos motores. Ya tendremos tiempo de revisarlo y editarlo cuantas veces sea necesario más adelante.
Por último, acerca también de la inspiración, entre investigadores experimentados sabemos que las ideas más brillantes suelen llegar en momentos de relajación, pero casi siempre entre períodos de trabajo intenso. Yo tengo costumbre de trasladarme en bicicleta. Lo hago porque me permite hacer algo de deporte y desconectar del trabajo antes de llegar a casa. A casi todos los investigadores nos cuesta desconectar cuando salimos del trabajo. Prácticamente todas mis ideas geniales me han llegado en dos momentos: cuando me desplazo en bicicleta, o cuando me despierto muy temprano y permanezco pensando en la cama. Ambos son momentos de relajación en los que el cerebro puede hacer conexiones increíblemente profundas. Otros compañeros han compartido conmigo que ellos también suelen tener las mejores ideas cuando están haciendo deporte o cuando se están duchando. Parece que lo atípico es que la inspiración llegue justamente cuando estés trabajando y sentado frente al ordenador. También es inusual que llegue justo cuando estés haciendo tareas mecánicas que requieren tu atención (haciendo ensayos, conduciendo a casa). La inspiración puede visitarte en cualquier momento, pero sin trabajo duro (y con cierto descanso), lo más probable es que no te encuentre preparado para aprovecharla.
2.ª condición: Aprender inglés
Aprender inglés también es necesario si quieres investigar. Si odias este idioma, debes saber que las primeras sociedades científicas escribían todo en latín. Previo a la Segunda Guerra Mundial, los idiomas científicos dominantes eran el alemán y el ruso. Los dos eran bastante más difíciles que el inglés, así que puedes sentirte afortunado.
Aun así, aprender otro idioma, sea el que sea, no es ni fácil, ni rápido. Dicen los expertos que para aprender un idioma se requieren entre 3000 y 10 000 horas [4]. Incluso pensando que el inglés es más sencillo que otros idiomas, 3000 horas es más que la duración de una carrera universitaria. Pero no hay atajos para acortar esa cantidad de tiempo, lo siento.
Déjame que te cuente cómo fue para mí. Cuando empecé a aprender inglés en serio tenía treinta años y acababa de doctorarme. Eran principios de 2010. Trabajaba como ingeniero en la empresa privada, pero ya veía en la ciencia mi futuro. Fue entonces cuando empecé a plantearme trabajar a tiempo completo en la universidad. El problema era que el gobierno español acababa de promulgar un decreto que prohibía reponer cualquier profesor que se jubilara en las universidades. Aun teniendo los méritos mínimos necesarios, las universidades de mi país habían dejado de ser una opción viable para mí.
Empecé a buscar plazas de profesor en el extranjero. La lista de países en los que se hablaba español se restringía prácticamente a Sudamérica y Centroamérica. En estas regiones, los países que alcanzaban las condiciones laborales, sanitarias, educativas y de seguridad que mi familia y yo esperábamos no eran muchos. Aprender inglés parecía la mejor opción.
En mi caso empecé a estudiar este idioma (que no a aprenderlo) en el colegio a partir de los trece años. Había sacado siempre notable. Para mí el inglés era como cualquier otra asignatura. De niño nunca aprecié su utilidad, pero eso no significa que no la tuviera. Al fin y al cabo, la mayoría de niños no se visualizan saliendo de su país y yéndose al extranjero a trabajar.
Cuando me doctoré tenía justamente treinta años recién cumplidos. No había vuelto a estudiar inglés desde que tenía veinte. La verdad es que no sentía que fuera capaz de hablarlo. Mi caso no era algo aislado. Estoy seguro de que gran parte de los hispanohablantes se han sentido igual en algún momento. Si te sirve de consuelo, a los angloparlantes les pasa exactamente lo mismo cuando aprenden un segundo idioma.
Pero yo estaba determinado a convertirme en profesor a tiempo completo. En mi situación, el camino más fácil pasaba por encontrar un puesto en una universidad extranjera de habla inglesa. Tenía que aprender inglés de una vez por todas. Me consagré a ello durante los siguientes cuatro años de mi vida (de 2010 a 2013). Esto lo compaginé con la escritura de mis primeros artículos científicos.
Inicialmente me apunté a academias de inglés, pero no avanzaba lo suficientemente rápido. En estos lugares puedes encontrar una gran cantidad de alumnos que se sienten satisfechos por el mero hecho de asistir a clases. No les importa mucho si realmente progresan o no. Ese no era mi caso. Yo quería aprovechar el tiempo. Tras varios meses de lastrar mi avance con lo que yo consideraba compañeros insuficientemente motivados decidí dejar de pagar y empezar a estudiar por cuenta propia.
Entonces me compré un libro de ejercicios de Cambridge nivel Advanced (C1). El libro contenía cerca de dos mil ejercicios en casi seiscientas páginas. En otro alarde de fuerza de voluntad conseguí terminarlos todos en menos de seis meses. Con gran amargor recuerdo cómo, a la semana de haber completado el libro, no recordaba prácticamente nada de lo que había estudiado. Creo que lo tuve claro en aquel momento: había estado perdiendo totalmente el tiempo. Segundo intento fallido. Las academias y los libros de ejercicios no servían para aprender inglés.
¿Qué hice entonces? Adopté un enfoque más radical. Generé una burbuja vital en la que solo existiera el inglés. Como seguía viviendo en España y no tenía dinero para hacer estancias en el extranjero, cambié de idioma mi teléfono móvil, el software de mi ordenador, empecé a leer exclusivamente en inglés, y también pasé a ver solo películas y series en este idioma. Es decir, dejé de estudiar inglés y empecé a utilizarlo.
Por aquellos días también comencé a intercambiar infinidad de emails con el que sería uno de mis mejores mentores, el profesor Martin Skitmore. Él era un académico británico con residencia en Queensland (Australia). Con mi inglés mediocre y observando cómo escribía él, fui mejorando poco a poco mi forma de escribir en su idioma. Meses más tarde, un amigo me habló de una web donde había infinidad de conferencias de muchas temáticas. La web era www.ted.com [5]. No era tan conocida por aquel entonces, pero ya contenía suficiente material para que alguien como yo pudiera sacarle partido. Cada día me propuse ver o escuchar al menos una charla o conferencia. A veces las veía con subtítulos en inglés y otras veces sin subtítulos. Como puedes observar, me tomé el aprendizaje del idioma con disciplina militar.
Por aquel entonces no existían plataformas de streaming como Netflix o HBO, así que cambiaba el idioma en la televisión cuando el programa lo permitía. A veces también alquilaba películas en el videoclub en DVD para poder cambiar el idioma. Las películas inglesas o americanas que estaban en internet las veía en idioma original. Recuerdo no obstante, que durante los primeros tres años de aprender inglés apenas entendía lo que decían. Eso también le pasa a mucha gente. Los diálogos de series y películas suelen contener muchas palabras y expresiones poco comunes.
Por último, compré un Amazon Kindle. La primera generación tenía botones físicos y contaba con un traductor integrado. Señalabas la palabra y la traducía. No era un traductor muy bueno, pero hacía su papel. Poco a poco, todas estas cosas me ayudaron a aprender inglés sin poner un pie en el extranjero.
El paso definitivo lo di cuando me topé con unas listas de Richard Vaughan. Para aquellos que no lo conozcan, Vaughan fue un personaje relativamente mediático en la España de los años 2000. Tenía varios programas televisivos y radiofónicos con los que enseñaba inglés al público general. En sus programas hacía incesante publicidad de otros recursos docentes de su propia marca (libros, CDs, cursos, etc.). Previamente nunca me habían llamado la atención esos recursos. Mi mala experiencia con las academias y los libros de ejercicios me hacían desconfiar. Pero en ese momento di con uno que cambiaría mi vida. Se llamaban Translation booklets y consistían en una serie de ocho cuadernos con multitud de listas de veinticinco frases. Para cada