Agonía y esperanza. Fernando García Pañeda
—las palabras se le resistían—. Qué sorpresa.
Se miraron en silencio, con una calidez contenida, hasta que ella acercó vacilante la mejilla derecha y se dieron dos besos.
—Esta parece ser nuestra manera de encontrarnos, ¿verdad? —intentó él relajar el ánimo.
—Sí. No podría ser de otra manera.
La leve sonrisa iluminando sus palabras le confirmó que seguía siendo la misma Anna: la misma luz en sus ojos, que le abstraía del resto del mundo, de la actividad y el ruido que inundaba el Aeropuerto Marco Polo de Venecia. Un aeropuerto en el que lo nuevo se juntaba, aunque no se unía, con lo viejo; y lo más sublime se juntaba, pero no se unía, con lo más chabacano. Techos y paredes de vulgar frialdad con reclamos de Ca Rezzonico, de la Peggy Guggenheim o del Museo Correr; siglos mezclados con siglos, XVI con XVIII, XVIII con XXI. Como en la propia Venecia.
Para Frédéric y Anna pasado y presente se unían, sin apenas haber estado juntos.
—¿Me permites que te ayude? Yo llevo muy poca cosa.
En ese momento uno de los bultos de Anna se deslizó hasta caer al suelo, añadiendo rotundidad a la respuesta.
—Sí, por favor, me estoy volviendo loca con la documentación y todo este equipaje al mismo tiempo.
Él traspasó no sin alguna dificultad su maleta y la bolsa del portátil al carro de ella, del que se hizo cargo. Se encaminaron lentamente a la salida.
—Gracias.
—No es nada. No... no te he visto en el avión, ni en el embarque.
—Es que no creo que hayamos venido en el mismo avión —se explicó ella—. Tú vienes directo de Londres, supongo.
—Sí, claro.
—Pero yo vengo de una escala en Múnich.
—Ah, entiendo.
Frédéric intentaba traducir su nuevo cruce de caminos mientras recorrían el trayecto de la terminal hasta el embarcadero; aunque lo dudaba mucho, podría ser que estuvieran destinados a entretejer lo porvenir. Por eso dio pie a ese final principiado.
—Me parece que vienes para una buena temporada. Lo digo por el equipaje.
—Sí. En realidad vengo sin billete de vuelta —confirmó ella.
—Vienes a la casa familiar, supongo.
—Claro.
No encontraba Frédéric más palabras con que dialogar. Sobre todo porque tenía la impresión de que a ella no le apetecía. Quizás hasta le había incomodado la coincidencia.
Al llegar al embarcadero detuvieron su marcha. Él se decidió a un último intento al notarla confusa.
—¿Tienes transporte? ¿Te vienen a buscar?
—Eh... Tomaré un taxi. ¿Y tú?
—Me vienen a recoger en una lancha.
Se dirigieron a los pantalanes, pero la zona de taxis se veía desierta; empezaba la temporada estival y las llegadas se sucedían cada poco tiempo.
Anna se volvió para resolver a modo de despedida:
—Bueno, esperaré. Si no, iré en la línea naranja.
—¿En el vaporetto con todo ese equipaje? Te vas a volver loca.
—No son vaporetti normales, son más cómodos. Pero esperaré antes a ver si llega un taxi.
—Sí, por supuesto.
Frédéric, vacilante, tomó su equipaje con morosidad. Pero no llegó a despedirse.
—Verás, yo voy en esa lancha que está ahí, la última. Si no te parece mal, podríamos acercarte a tu casa.
—No, muchas gracias, no quiero causarte molestias.
—No es molestia, todo lo contrario.
Silencio turbado.
—Anda, ven. Creo que lo agradecerás.
Al final, ella concedió el gesto con humor templado.
Llegaron junto a la Aquariva situada en uno de los últimos amarres. Fred saludó al piloto, un amigo de su cuñado, que le ayudó a estibar los equipajes.
—Buon pomeriggio, Matteo. Come stai?
—Non c’è male, grazie.
Bajo nubes grises de finales de junio la laguna veneciana volvía a mostrarse como un cielo de otoño invertido. Según se adentraban en sus canales aparecía un espacio irreal: infinitamente ilimitado, plagado de brìcole1 que señalan pero confunden la vista y disuelven todo horizonte entre islas que se acercan y alejan a babor; tierra infirme de diversos espacios.
—Ha pasado tanto tiempo —dijo Anna inesperadamente.
Él desvía la mirada apenas un instante antes de responder.
—Siete años y ocho meses.
—La cuarta parte de nuestra vida.
Sentían el dulce salitre frío de la laguna, contemplaban la superficie de azogue rizado por la brisa. En silencio de manejable desconcierto.
Hasta que Anna rompió de nuevo su reserva.
—Al menos ha servido para que consigas realizar tu sueño. Todo el mundo habla maravillas de tus libros.
—Bueno...
—Y con razón, sin duda. Tienes un gran talento.
—Gracias.
—Nada de gracias. Es así.
—También he tenido suerte.
—Siempre es necesaria la suerte en cualquier aspecto de la vida. Si se empeña en darte la espalda, poco se puede hacer.
Cuando dejaron San Giorgio Maggiore a babor y se iban acercando a Bacino San Marco retomaron el silencio, aunque ya no era un silencio embarazoso, sino contemplativo, al que ayudaba la lancha con la velocidad reducida.
—Hace mucho tiempo que no vengo —dijo él.
—¿Siete años y ocho meses?
—No, menos. Pero creo que nunca dejará de impresionarme esta panorámica. Igual no es la más bella, pero es siempre fascinante.
Contemplaron la riva abarrotada, la mole del Palacio Ducal, las cúpulas de la basílica, la Piazza, el hormigueo de góndolas en torno a la estación de San Marco, la Punta della Dogana, el imponente pasaje flanqueado de palazzi que se abría al frente y en el que se adentraban con pausa, a ritmo veneciano.
Después de pasar bajo el puente de la Accademia y doblar en el traghetto de San Tomà, Frédéric le dio indicaciones a Matteo mientras señalaba un punto cercano a estribor, al que se acercaron reduciendo aún más la velocidad de la Aquariva. Con la destreza de los pilotos del lugar, atracaron en el embarcadero del Palazzo Memmo Sorzi Wellesley.
—Bueno, has sido muy amable al traerme —agradeció ella al apearse de la lancha, ayudada por él para que pudiera recoger la falda del vestido.
—En absoluto. Ya ves que no ha costado nada.
—Por cierto, ¿dónde te alojas tú?
—Con mi hermana y su marido. Me han invitado a pasar algunos días. Que espero sean semanas —añadió él sonriendo.
—Así que están aquí. No lo sabía.
—Y estarán por mucho tiempo. De hecho, están buscando alguna de estas humildes chabolas para establecerse definitivamente. Un Gauli no puede vivir sin la Venecia a la que pertenecen desde hace no sé cuántos siglos, aunque no tenga palazzo propio. Pero sí una lancha preciosa como ésta.
—Ah, claro. Hay