Agonía y esperanza. Fernando García Pañeda

Agonía y esperanza - Fernando García Pañeda


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entrar en el mundo de las finanzas, prevaliéndose de su carácter emprendedor y su prosapia. Sir Clarence, el sexto vizconde y abuelo de Anna, se estableció en Londres para relacionarse mejor con instituciones nacionales y extranjeras de inversión. Se empeñó hasta las cejas en la creación de su propia empresa de gestión de patrimonios, la cual nació, floreció y exuberó durante el último tercio del siglo; las cifras de esterlinas negociadas pasaron de 6 a 10 dígitos y las siglas WI Ltd. (Wellesley Investment, Ltd.) figuraron con frecuencia en las páginas de Financial Times, Forbes y Fortune como una de las empresas más importantes del mercado financiero, incluyendo a su propietario en una discreta posición de las listas de personas más ricas del planeta.

      Aunque había recibido plenos poderes en la empresa familiar, Wilson Wellesley destacaba por la carencia de las dotes emprendedoras e intuitivas que tuvo su padre para los negocios. Antes que discutir proyectos de inversión con el consejo de administración de WI en la City, prefería codearse con aristócratas en Venecia, siendo permanentemente adulado en saraos de diversa índole por sus más grandes méritos: poseer una admirable planta, estar al corriente de las últimas tendencias en moda y ser heredero de una gran fortuna. No se sabe a ciencia cierta si el gran —o quizá único— acierto de su vida, su boda con Lesa Contarini, se debió a la buena suerte o a una inspiración inopinada. Lesa Contarini fue una mujer alegre, cariñosa y refinada, una esposa muy superior a lo que sir Wilson podía esperar por sus merecimientos, a cuyo tino únicamente debía perdonarse el haberse dejado llevar por las formas y no por el fondo para convertirse en lady Wellesley y ver su plenitud rodeada de vacuidad. Aunque no llegó a tener ocupaciones de importancia o responsabilidad destacables, encontró en sus aficiones artísticas, en sus amigos y en sus hijas motivos suficientes para amar la vida y para no abandonarla con indiferencia cuando le alcanzó una prematura y repentina muerte.

      La hija mayor, Lesa, apenas había alcanzado la mayoría de edad cuando falleció su madre; pero Maria, la pequeña, era una niña de doce años recién cumplidos, y Anna con sus quince vivía una adolescencia huraña aunque poco problemática. Dadas las escasas aptitudes e impropias actitudes de sir Wilson como padre responsable y educador de sus hijas, lo normal hubiera sido que éstas se echaran a perder de forma lamentable. Sin embargo, lady Wellesley había conservado una amiga íntima algo mayor en edad, llamada Paola Falier, quien asumió buena parte de los afanes inherentes a una madre. Discreta y bondadosa, Paola Falier trató de hacer valer en la familia, durante los años siguientes a la muerte de Lesa, los valores y principios que ésta hubiera trasmitido a sus hijas. Con la mayor poco podía hacer más que procurarle algunos consejos; y poco pudo hacer con Maria y su espíritu refractario a toda asunción de responsabilidades o deberes incompatibles con su egocentrismo.

      La relación de Paola con Anna fue bien distinta. Con una elegancia emocional y un espíritu abierto, la adolescente taciturna fue poco a poco abriéndose al mundo como una joven admirable por dentro y por fuera. La hija mediana era a quien menos se atendía y cuyas palabras apenas pesaban para el resto de la familia; pero si poco significaba Anna en la vida de su padre y sus hermanas, para Paola era la criatura más excelente, más estimada; aunque bien quería a todas las hermanas, Anna era su favorita, porque sólo en ella veía el vivo retrato y el carácter firme y tierno de su madre. De ese modo, con el tiempo dejó de ser la signora Falier para convertirse en su amiga y su referente vital, la persona que modeló su elegancia, influyó en sus estudios y aquilató —no siempre para bien— sus amistades.

      Dada su posición económica, la familia Wellesley no había padecido mayores angustias que lidiar anualmente con el cambio de fondo de armario, o que reconocer la dificultad de Lesa —que estaba alcanzando los treinta y cinco años— para encontrar una pareja sentimental estable, esto es, que compartiera su estatus y encajara con su mediocridad. Pero nada hay que dure para siempre. Fiel a su naturaleza muelle y despreocupada, el vizconde empezó a ceder cada vez más facultades de disposición y decisión a directivos y asesores en la empresa familiar. Estos nuevos dueños en la sombra hicieron crecer los beneficios a ritmo exponencial en pocos años, lo que a sir Wilson le pareció una bendición, quedándose con el cargo meramente nominal de presidente, aunque sin intervenir prácticamente en ninguna de las cuantiosas operaciones de inversión que se llevaban a cabo. Pero la crisis financiera desatada en el otoño de 2008 destaparía grandes fallos en la gestión de patrimonios por parte de WI. Tras la quiebra de varios bancos y compañías hipotecarias, numerosos clientes, cuyas inversiones o patrimonios gestionaban, vieron cómo sus caudales quedaban mermados en gran medida, si no volatilizados por completo. La huída de los clientes con menos pérdidas, las demandas judiciales y los bloqueos de fondos destruyeron en pocos meses una empresa que varios decenios había costado levantar. Tras la quiebra de WI se abrieron causas penales por prácticas fraudulentas atribuidas al presidente y a varios directivos de la empresa; y sólo gracias a los buenos oficios de un reputado bufete de abogados y a las facultades de firma de las que se había desprendido por despreocupación, sir Wilson se vio libre de condena penal por falta de pruebas tangibles, aunque no así de asumir indemnizaciones cuantiosas.

      Como consecuencia del escándalo, los innúmeros amigos que antes salían al paso por doquier ya no aparecían; las invitaciones a eventos de toda clase dejaron de llegar; las menciones en la prensa y otros medios cambiaron de tono y modo. Por ese motivo, los Wellesley decidieron abandonar el país e instalarse en su palacio veneciano de forma permanente, lejos del epicentro del affaire. Ahora bien, el patrimonio familiar había quedado arruinado porque todas sus inversiones también pasaban por las manos de la empresa quebrada. Para hacer frente a los gastos de defensa y las indemnizaciones tuvieron que desprenderse de casi todos los inmuebles y objetos de valor por precios de miseria. Sólo mantuvieron la casa solariega de Shropshire, que hubo de alquilarse ya que no les aceptaron hipoteca alguna, y el palazzo donde habían fijado su residencia. Pero el tren de vida que querían seguir manteniendo no se sostenía con los mermados ingresos familiares, así que todavía no habían tocado fondo en el descenso al purgatorio social, como más tarde se vería.

      Antes de la catástrofe, Anna había completado sus estudios de Historia del Arte en el Courtauld Institute. Después de pasar por varias becas, y gracias a influencias familiares, había conseguido un trabajo de redactora en la Royal Academy of Arts Magazine. Entonces entró en una época melancólica y dulce; un tiempo en el que disfrutó de gran libertad, trabajó duro, viajó a más no poder, conoció mucho y se conoció por completo. Pero no pudo colmar un vacío que le dolía de profundis desde que vivió, aunque ella misma dejó morir, el espejismo de un afecto incondicional, demasiado intenso para ser olvidado desde la superficie insubstancial en que vivía.

      Tampoco fue larga esa temporada afable. La crisis se llevó por delante su empleo indefinido, que no fijo, en la Magazine; una píldora nada fácil de digerir, porque suponía la pérdida no sólo de un trabajo estimulante y enriquecedor, sino también de su independencia vital, la emancipación de una familia en la que nunca había sido valorada, querida. Y esa pérdida tampoco vino sola. El derrumbe económico de la familia obligó a poner en venta con urgencia el apartamento de Grosvenor Square, que ella disfrutaba casi en exclusiva desde que Maria contrajera matrimonio y su padre y su hermana Lesa abandonaran el país. No faltaron compradores, pero sí tiempo para mudarse a otra vivienda adecuada; tendría que ir también a vivir en el palazzo, con su familia. Lo primero no le importaba en absoluto; lo segundo, sí.

      No era el mejor de sus días aquél en que tuvo que entregar las llaves y marcharse definitivamente de una casa donde había crecido, marcharse de su hogar. El mismo día en que tomó un vuelo con escala rumbo a Venecia, en cuyo aeropuerto, siete años y ocho meses después, se encontró de nuevo cara a cara con Frédéric Heywood.

      ***

      Siete años y ocho meses antes, en un lluvioso día de abril, Frédéric y Anna recorrían por separado los kilométricos pasillos de la estación de metro de Earl’s Court hasta llegar al andén de la pequeña vía que conduce a Kensington-Olympia. Él llegó con tiempo de sobra, pero ella lo hizo justo antes de que sonara la señal de cierre de los vagones y entró por la puerta más cercana de forma atropellada. Con la inercia de su entrada impetuosa y el arranque del metro se abalanzó sobre Frédéric, quien con dificultad pudo agarrarse para no caer en medio del pasillo. Folios desparramados y torrentes de excusas en una y otra dirección.

      Entre


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