Agonía y esperanza. Fernando García Pañeda
—No sé. Me he limitado a ver la cara que has puesto. Tú sabrás —advirtió ella, y tras una breve pausa añadió—: Ya nos lo contarás algún día, cuando quieras.
Una vez a solas, Frédéric no pudo contener el aluvión desatado de su pensamiento. Anna reaparecía en su vida por segunda vez en los dos últimos días. Y en esta segunda ocasión no como una circunstancia pasajera, sino con la perspectiva de vivir bajo un mismo techo; muy extenso, áulico techo, pero el mismo. El encuentro del día anterior le dejó un regusto contradictorio: se comportaron como dos extraños, pero al mismo tiempo parecía que no hubieran pasado casi ocho años desde su separación; o al revés, parecían conocerse a la perfección e incluso saber cada uno lo que pensaba el otro, aunque se comportaran como si hubieran acabado de conocerse. Era una sensación atrayente y eludible al mismo tiempo; en todo caso, turbadora. ¿Hubiera sido mejor haberla ignorado cuando la reconoció en el aeropuerto? ¿No haberla acompañado hasta su casa? ¿Por qué lo hizo? No estaba preparado para esa situación. A fuerza de ampararse en la anestesia del tiempo, había dejado de pensar en Anna como alguien presente en su vida real, como alguien con quien se podía encontrar en cualquier momento; aunque ya no vivía la llama del rencor que al principio le consumió su ánimo casi por completo, la cicatriz de aquella herida aún seguía rociando su alma con saudade.
Intentó cortar por lo sano esa inquietud. Su hermana había dicho que estarían en viviendas separadas, con entradas distintas. Intentaría evitar encuentros embarazosos, no frecuentar los mismos ambientes y redoblar las escapadas a sus parajes secretos. Con un poco de suerte, tardarían en encontrarse, si es que se volvían a encontrar.
***
Al día siguiente Frédéric amaneció con la invitación (léase obligación, estando Françoise de por medio) para asistir a una fiesta en el Arsenale organizada por Save Venice4 para despedir a un grupo de financieros norteamericanos de los que se esperaba en breve la aportación de jugosas donaciones. Los Gauli poseían invitaciones sobrantes, y les parecía lógico que Frédéric aprovechara una de ellas.
—Debes venir —sugirió su hermana en tono constrictivo mientras terminaba su desayuno.
—¿Yo? ¿Por qué? ¿Qué he hecho de malo?
—Nada. Es porque te lo digo yo.
—Razón de peso —precisó Guido.
—Te vendrá bien codearte con todos esos ricachones y aristócratas de opereta mientras les pones a bajar de un burro —razonó esta vez su hermana—. Y te pueden dar ideas para esas páginas cáusticas que tanto te gusta escribir.
—No ando escaso de ideas, precisamente.
—Además, estás de un soso subido. No sé qué te pasa, pero parece que te arrastras más que pisar fuerte como deberías.
—Fanny tiene razón —apoyó Guido, de pie y dispuesto a marcharse—. La verdad es que te vemos un poco mustio. Un poco de aire nocturno y unas copitas de méthode champenoise te vendrán muy bien, ya verás.
—Bueno, ya os diré —respondió él, evasivamente.
—Sí, desayuna tranquilamente y cuando acabes me dices qué te vas a poner, para que no vayáis Guido y tú como dos hermanitos —ordenó ella.
—¿Pero por qué tanta prisa?
—Tenemos que estar a las seis, y el tiempo pasa —explicó saliendo del comedor.
—¿A las seis? —interrumpió el gesto de su primer sorbo de café— ¿Pero es hoy?
Françoise asomó un momento la cabeza para lamentarse.
—¡Ay, Señor! ¿Por qué nunca me escuchas cuando te hablo?
—¿Que nunca te...? ¡Pero bueno! —y añadió dirigiéndose a su cuñado— ¿Cómo puedes soportarla siendo tan mandona.
Guido se encogió de hombros y salió tras ella susurrando:
—Omnia vincit amor.
Según fue dando cuenta del desayuno y tras un paseo sin rumbo por el barrio, Frédéric se convenció de lo acertado de la propuesta. No le vendría nada mal un poco de frivolidad, tintineo de copas e incluso algún flirteo insustancial con alguna niñata aristócrata de buen ver. Así que, a la hora indicada, se presentó en el embarcadero atildado y listo para unas horas de apetecida dispersión.
Al ritmo de la ciudad, Matteo el piloto atajó por los ríos de Cannaregio y llegaron a la zona norte de los antiguos astilleros venecianos por el canal de Fondamente Nove, encontrándose ante un cocktail organizado a lo largo de uno de los muelles interiores con profusión de mesas, luces y atareados camareros, que empezaba a llegar a su apogeo.
Los Gauli no tardaron en ser asaltados por varios políticos, académicos y aristócratas locales de diversa estofa. Frédéric frunció el ceño e intentó escabullirse hacia algún lugar más solitario y con profusión de copas llenas, pero su hermana le aferró por el brazo y le obligó a socializar.
—Vamos, no seas tan soso y renegón, que estoy segura de que habrá gente de tu agrado. Tú, como si fueras de la familia.
Por toda respuesta Frédéric se aferró a un bellini, al que propinó un lingotazo. Consiguió pasar desapercibido durante algunos minutos, los que tardó Françoise en difundir su identidad entre la concurrencia. A partir de ese momento, un grupo de mujeres, palmariamente mayores que él, se apiñaron a su alrededor.
... «Me encantó su último libro» ... «Es tan poético» ... «El primero me lo devoré en horas, no podía parar de leer» ... «¿Es usted tan romántico como sus personajes?» ... «Su estilo me recuerda mucho a Dortorrinsky» ... «¿Y por qué Nora y Paul no se casan al final?» ... «Yo echo en falta algo más de picante y escenas más atrevidas» ... «Ah, ¿pero ha escrito más?» ... «¿Y por qué no escribe algo más ardiente y apasionado?» «Me gusta su literatura, es muy literaria»
Cuando ya estaban a punto de agarrotársele los músculos risorios de tanto forzarlos, apareció una salvación inopinada.
—¡Válgame el cielo, si es el viejo Fred!
Un hombre de su misma edad se deshizo sin contemplaciones de tres mujeres que le acompañaban y se adelantó con la intención de abrazarse a Frédéric. Éste también eludió la piña de supuestas admiradoras nada más reconocerle.
—¡Giovanni Rylands! Cuánto tiempo. ¡Qué alegría! —saludó con total sinceridad antes de darse un abrazo.
—Sí, demasiado tiempo. ¿Cómo estás? Te iba a preguntar que cómo por aquí, pero me imagino que estarás con Guido y Fanny.
—Sí, de momento estoy con ellos.
—¿Una visita corta o estarás algún tiempo? Dime que no a lo primero y sí a lo segundo.
Frédéric ríe con ganas.
—La verdad es que pensaba estar una temporada.
—¡Bien! No me digas que es para tomar ideas y ambientar algo en la Serenissima, ¿eh?
—No, por cambiar de aires, sin más. Por cierto, la última vez que nos vimos todavía pertenecías al mundo de los vivos.
—¿Cómo?
—Al mundo de los solteros y sin hijos.
—Ah. Porque no viniste a la boda —replica Giovanni en tono burlón, y añade rápidamente—: Ya sé, ya sé que no pudiste, era una broma.
Los Rylands eran una familia de ingleses expatriados desde la época de entreguerras. Aunque con menos caudal que otras familias, fueron prosperando con un negocio de antigüedades hasta alcanzar un estatus alto en la sociedad veneciana desde la segunda generación. Nada más establecerse adquirieron un palacio inhabitable, a pique de caer desmoronado, en el barrio de Santa Croce; con mucha paciencia y mimo lo fueron restaurando y dotándolo de todas las comodidades sin menoscabar su esencia cinquecentista y sin