Agonía y esperanza. Fernando García Pañeda
ni conozco sus obras. Y ciertamente, espero que me perdonen estos dos ilustres escritores que nos acompañan, pero teniendo una biblioteca compuesta casi exclusivamente por las grandes obras de siglos anteriores se hace un tanto cuesta arriba ponerse a discernir lo bueno y lo malo de entre la pléyade de nuestros tiempos. ¿No están ustedes de acuerdo? Cuanto más miro las mesas de novedades, abigarradas a más no poder y con productos de lo más variopinto, más admiro mi colección de clásicos.
Lo cierto es que después de dejar salir su discurso durante un buen rato del mismo modo, Frédéric observó que ni siquiera había citado a uno de los tan cacareados clásicos. Estuvo a punto de preguntarle por sus favoritos, pero lo dejó correr en el último momento.
Más tarde, el ínclito vizconde pasó a enlazarse en un debate sobre las diferentes tácticas seguidas por los ejércitos aliados en las Guerras del Golfo con el coronel retirado que tenía a su derecha, quien, si había que creerle, había tomado parte en la primera de aquellas guerras como oficial de la 1st Armoured Division. Frédéric desconectó por completo de la cháchara entre Churchill y Montgomery no sólo porque le resultaba profundamente soporífera, sino porque su emisora cambió de frecuencia al escuchar a Maria:
—No, tampoco nosotros la hemos podido convencer. Ha preferido quedarse en casa de Paola.
—Está cada vez más arisca, no sé qué le ocurre. Desde que ha llegado no hace otra cosa que encerrarse con sus eternos bloques de libros o se va por ahí con el iPod —explicó Lesa—. No sale con nadie, y tampoco parece importarle.
—¿Y no os parece preocupante? —terció Gina.
—En el fondo Anna siempre ha sido así —contestó Maria—. Siempre ha ido a su aire, sin contar mucho con los demás.
—Ni poco ni mucho —añadió Lesa—. Es demasiado obstinada para sus cosas y lo demás no le importa nada. Pero si sigue así se acabará consumiendo.
—Sí. Maria y yo le hemos advertido que está demasiado delgada, ¿verdad? —intervino Giovanni— Parece algo tensa, y creo que si descansa y se relaja mejorará su aspecto.
—Está algo demacrada, como si le hubieran caído los años encima —dijo con su habitual tacto la contessa Contarini.
—Claro, porque no se cuida nada —concedió Lesa—. Yo le recomiendo un montón de remedios, de cremas y otras cosas que vienen de maravilla, pero ni caso.
—Se está haciendo invisible.
—Empeñada en ese aire de solterona huraña.
—No sé qué va a ser de ella a este paso.
A Frédéric no le parecía nada bien que se hablara de alguien ausente en términos poco agradables; y, a medida que éstos se iban endureciendo y avanzaba el linchamiento simbólico de Anna, crecía su incomodidad, aunque él no la sintiera como tal. Hasta que no pudo contenerse:
—¿Le habéis preguntado por sus sentimientos? ¿Sabéis si hay algo que le afecte por dentro? —repuso con tono adusto.
—No me negará que está hecha un verdadero trapo —rebatió la Contarini sin entender la pregunta—. Y con lo guapa que era.
—Puede ser. Está algo desmejorada, sí, desde luego. Pero de ahí a darla como un caso perdido, como estáis haciendo, me parece exagerado —argumentó Luigina sólo por apoyar a Frédéric.
«Una necedad cruel, más bien», susurró él. Luigina de inmediato le atrajo con alguna ligereza y con sonrisas que, a fuerza de insistir, diluyeron su impaciencia y esbozaron otras nuevas en el rostro de Frédéric.
—¿Me dejas llamarte Fred, como tu hermana y tus amigos? —le rogó con voz un tanto pizpireta— Sólo si quieres de verdad, no por...
—Sí, claro que puedes. La hermana de un buen amigo es como mi hermana.
—Tu hermana, oh...
Esto lo dijo con una caída de ojos tan agraciada que, al poco, los dos se echaron a reír sin miramientos, para forzado escándalo de algunos compañeros de mesa. Desde ese momento se enredaron en sí mismos para el resto de la velada.
—Creo que nos vamos a divertir mucho tú y yo. Hermano —acertó a decir Luigina en una breve pausa de su hilaridad.
—Algo de eso echo de menos desde hace mucho tiempo.
—Y no me negarás que no está nada mal el plan.
—En modo alguno, si el plan resulta tan agradable y sugestivo como la planificadora.
La risa viviente y radiante de Luigina le hizo sentirse mejor. Le hizo en ese instante tener ganas de vivir con intensidad y de empezar a pisar por sus días del modo firme y seguro que siempre había querido. Pero su mente le advirtió: necesitaba que esa intención fuera constante, no el reflejo de una situación, no el resabio que una cara bonita y expresiva le dejara en sus sentidos. Necesitaba que esa intención se clavara en su alma.
***
El sonido de la cantante de avant-garde jazz que actuaba esa noche no consiguió ahogar las risas que Frédéric arrancaba de Gina una y otra vez. Se habían escapado para oxigenarse después de las lecciones magistrales recibidas en fuego cruzado durante la cena. Pusieron el Canalazzo de por medio y acabaron en Torino Notte, sentados junto a una de las cristaleras que hacen de pared frente al Campo San Luca: bellinis a dos euros y sólo algún turista y un puñado de incondicionales de la noche alrededor.
Por el trayecto fueron despellejando a un buen puñado de especímenes que habían sufrido en las horas previas; luego Gina le puso al tanto de una buena parte del quién-es-quién en los círculos donde se movían en la ciudad. Pero, a partir del segundo Bellini, la situación se invirtió al desatarse la lengua de Frédéric. El intento de uno de los engendros que se pegó a ellos al terminar la cena, quien hubo compartido aulas de bachillerato con Frédéric, le llevó a éste a explayarse sobre las innúmeras travesuras perpetradas durante sus estudios en Westminster. Lógicamente, contó lo que se podía contar, aunque lo suficiente como para seguir desatando la hilaridad de Luigina. Prosiguió con sus apasionantes aventuras de documentalista anónimo por los pasillos de la Guildhall Library. Y acabó, como era de esperar, intentando describir la ofuscadora pulsión de la escritura. De cómo empezó en la cima de su adolescencia, con ínfulas de poeta rabiosamente vanguardista hasta acabar en un prosaísmo cuasireaccionario. También contó algunas anécdotas de los sinsabores, decepciones y humillaciones que tragó hasta conseguir publicar una novela con una «pequeña repercusión» como primer paso hacia su «aceptable éxito» actual.
—Pero no consigo quitarme de la cabeza las dudas que tengo sobre lo que escribo. No termino de conocerme a mí mismo, de ser capaz de valorar de manera objetiva lo que hago.
—¿Pero qué dices? Yo te he leído y te aseguro que tienes un talento increíble. No escribes sólo bonitas historias, hay alma en ellas. Y no soy sólo yo quien lo dice. También mis hermanas y algunas amigas opinan lo mismo y les encantan tus novelas. Y a mucha más gente.
—Bueno, ahí entran otros factores. Hay técnicas de venta, de marketing. He tenido suerte con la editorial en ese sentido. Realmente son expertos en ...
—Cállate, por Dios. Deja de decir tonterías.
—No son tonterías.
—Lo son. Escribes de maravilla, no es marketing. Te diré un secreto, pero sólo si no te vas de la lengua. Me gustas como escritor mucho más incluso que mi hermano. Y a Erica también. Pero no se te ocurra decírselo o te mato.
—Ni se me ocurriría —afirmó, aun sin estar demasiado halagado por el secreto.
La risa franca y joven de Luigina le contagiaba entusiasmo y le incitaba a dejarse deslizar por un desnivel placentero, tan inusitado en su vida. Por eso se vio, casi sin darse cuenta, relatando muchas cosas de su pasado, de su presente e incluso sus proyectos de futuro.
Llevaba demasiado tiempo encerrado, de espaldas a sus sentimientos y esperanzas y, aunque sólo