Agonía y esperanza. Fernando García Pañeda

Agonía y esperanza - Fernando García Pañeda


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estás aquí. Buenos días, Fred. Acabo de hablar con los propietarios y acceden a mantener el alquiler hasta el final de septiembre, pero ni un día más —anunció Guido entrando en el salón y sorteando un buen número de cajas de mudanza para acercarse a su esposa y ayudarla a rellenar una caja con libros y revistas.

      A Frédéric le incomodaba la idea de vivir en el palacio Wellesley. Aunque fuera junto con unos nuevos locatarios. Aunque su piano estuviera por completo separado del que ocupaba la familia de Anna. Por eso había sugerido el día anterior la posibilidad de quedarse en el apartamento durante algún tiempo y no trasladarse con ellos a la nueva residencia, «corriendo yo mismo con los gastos, por supuesto». La idea extrañó por igual a hermana y cuñado, y aunque a Guido no le pareció incorrecto, a Françoise le sentó fatal.

      —Muchas gracias, Guido —dijo Frédéric, que poco antes había entrado en el salón con una humeante taza de café en la mano, todo su desayuno de aquel día, y se estaba acomodando en un sillón forrado de cretona junto a un ventanal—. ¿Y el precio?

      —El mismo. Se han apiadado y lo mantienen.

      —Eres el puñetero amo del cotarro.

      —No sé por qué tienes que hacer tantos favores a tu cuñado —tercia Françoise sin dejar de guardar libros—. Porque os conozco a ambos, que si no pensaría mal.

      —No fustigues más al pobre Fred. ¿Hasta cuándo vas a estar así?

      —Es una de las formas Heywood de demostrar cariño. No me digas que todavía no la has probado —dice Frédéric.

      —Guido, dile a mi hermano que no vaya de listo y se esté calladito. O mejor, que ayude un poco.

      El aludido apuró su taza, se levantó del sillón y se acercó a una pila de libros que empezó a depositar en otra caja.

      —De verdad que no entiendo por qué te resulta tan difícil de comprender que prefiera estar solo durante unas semanas y dejaros a vuestras anchas mientras os instaláis.

      —Guido, dile a mi hermano que yo no entiendo por qué quiere dejar de lado a las dos personas que más le quieren y le aprecian, si no las únicas. Y que explique a qué se debe esa decisión tan repentina, cuando había venido dispuesto a quedarse con nosotros.

      —Ya está bien, por Dios —intervino Guido—. ¿Os dais cuenta de que me estáis poniendo entre la espada y la pared?

      —Eso te pasa por ser un enamorado calzonazos. Es tu señora quien ha armado este jaleo y te usa de correveidile.

      Françoise se volvió hacia Frédéric con irritación.

      —Ya te tocará el turno, no te preocupes —repuso el cuñado—. Y no veas lo que me voy a reír entonces.

      —¿A mí? ¡Qué va! Tengo vocación de soltero profesional.

      —Eso no existe.

      —Al menos no tengo dotes de seductor latino con las que conquistar a encantadoras inglesitas de buena familia.

      —Dile a mi hermano que, o deja de decir bobadas, o sale de casa ahora mismo.

      —No, querida. Lo que le digo a tu hermano es que anteayer parecía no carecer de dotes seductoras con un buen grupo de mujeres de diversas nacionalidades. Especialmente con las inglesitas Rylands. Jóvenes y bellas.

      —Golpe bajo —protestó Frédéric.

      —Pero no puedes negarlo.

      —Por eso es un golpe bajo. Reconozco que son atractivas y muy simpáticas. Por cierto, es extraño que no estén rodeadas de novios y pretendientes.

      —¿Quién te ha dicho que no lo están? El otro día estaban algo descolocadas —Guido le mira antes de proseguir—. Y además tenían un nuevo objeto de admiración. Pero no cambies de tema.

      —No es mala gente, pero les encanta ir de flor en flor. Son bastante insustanciales —opinó Françoise terminando y encintando su caja.

      —¿Es eso un obstáculo para disfrutar de su compañía? —se preguntó su marido, quien, ante la mirada de reproche que le espetó ella, añadió rápidamente—: Lo digo por él, claro.

      —Será mejor que no me defiendas ni intervengas, o te veo durmiendo debajo de un puente durante unos días —aconsejó Frédéric.

      Ella estaba a punto de replicar cuando sonó el teléfono de Frédéric. Al otro lado se escuchó la voz de Luigina, tan animada como si continuara de fiesta.

      —Debido a la forma en que se han criado, para las jóvenes Rylands la vida es una especie de fiesta permanente, lo que no dice necesariamente nada malo de su carácter, ni les impide ayudar de vez en cuando en los negocios familiares —explicó Guido—. ¿Y para qué te quieren, por cierto?

      El propósito de la llamada era trasladarle una invitación a una cena informal en la casa de unos amigos. Sería algo tranquilo, una reunión de amigos en la terraza de la casa, con vistas a San Marco y San Giorgio. Algo dubitativo, se preguntaba quién más acudiría; estuvo a punto de aceptar ante el argumento de que esos amigos se sentirían muy defraudados si declinaba la invitación, pero al final sólo dejó abierta la posibilidad.

      Cuando explicó el objeto de la llamada, Françoise ironizó.

      —Creo que desde la fiesta del Arsenale media Venecia tiene el número de mi hermano.

      —No se lo di a ellas —protestó Frédéric—. En todo caso a Giovanni, que me lo pidió para estar en contacto. Habrá sido él quien se lo ha pasado.

      —Entonces corrijo, más de media Venecia.

      Guido rio con el aguijón, pero Frédéric frunció el ceño.

      —Fanny, hoy estás insoportable. Creo que estoy de más aquí, así que si me lo permitís me voy a dar una ducha y saldré a dar un paseo, a ver si me despejo un poco con el agua y la brisa.

      —Con tal de no ayudar, lo que sea —respondió Françoise.

      —¿No vas a comer algo antes? —propuso su cuñado.

      —No tengo hambre.

      —Bueno, tú sabrás. Saluda a los Rylands de nuestra parte.

      —No creo que tenga la ocasión. Hoy me tomaré un descanso de cotilleos y carcajadas insípidas.

      —Pobres chicas —suspiró Françoise—. Privadas de su escritor mascota.

      Frédéric resopla.

      —En fin, me voy. Cuando se le pase el enfado me envías uno de esos ese eme ese —le pide a su cuñado.

      —¿Un qué? Mira que eres anticuado ¿Pero no tienes Whatsapp?

      —What...?

      —Qué vas a tener con ese trasto que llevas. Déjalo, te enviaré un mensaje, sí. Pero ya sabes... —añadió mirando de reojo a su esposa— no sé cuándo.

      —¿A que tú también te vas? —no se le escapaba una a Françoise.

      Los dos hombres se miraron. Frédéric hizo mutis por el foro.

      ***

      Fue caminando por la Strada Nova hasta el traghetto de Santa Sofía. Desembarcó en la Pescarìa para recorrer los puestos de verduras y de pescado antes de su ya próximo cierre. Los olores, los gritos, los colores, el humor parsimonioso de los venecianos tratando con los vendedores: pequeños placeres en los que Frédéric se recreaba con fruición y perfilaban su sonrisa. Pero no deambuló tanto como hubiera querido, porque no le gustaban los cierres, los cierres de ninguna clase; y menos cuando disfrutaba el momento. Ni siquiera le gustaba cerrar las historias de sus novelas, que siempre dejaba abiertas (eso sí, con una puerta de salida). Y se fue antes de ver desmantelar los puestos.

      Procuraba no pensar en nada, buscando el mayor silencio posible, dejándose llevar por las calles y fondamente menos concurridas de San


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