Agonía y esperanza. Fernando García Pañeda
Se había adentrado por el barrio de Dorsoduro y, sin darse cuenta, llegó a la Fondamenta delle Zattere, en el tramo de Gesuati, viendo cómo estallaba la luz al salir a la orilla del canal de Giudecca. Había arribado a un lugar en que los pensamientos y los recuerdos que trataba de evitar derribaban cualquier defensa o contención. Pero no retrocedió. Continuó caminando con el mismo ritmo, encajando la presión que los recuerdos en forma de ocurrencias, de libros, de ojos, de conversaciones y de latidos realizaban sobre la cicatriz dejada en su alma por Anna.
Había decidido olvidarla de forma implacable, arrancar esa página de su vida para evitar el dolor. Pero la cicatriz seguía ahí, tirando de su alma, ahogando cualquier estima o atisbo de afecto sobre otras mujeres, comoquiera que no había comparación posible. Anna saqueó una gran parte de su riqueza emocional, del lado luminoso de su sentido vital; y al perderla a ella también perdió ese gran trozo de alma. Por eso se venía preguntando durante esos días si había sido buena idea venir a Venecia con la intención de pasar una temporada.
«Si ella está aquí, ningún lugar mejor para olvidarla. Si se mueve en el mismo círculo que yo, ninguna situación mejor para olvidarla. Será la mejor medicina», resolvió. Pero resolvió sin un íntimo convencimiento, porque no había querido trasladarse junto con su hermana y su cuñado al Palazzo Wellesley. Si bien no fueran ciertas las posibilidades de coincidir, de verse a diario, había preferido quedarse en el apartamento de Correr Pisani. Los remedios, en dosis justas.
Lo mejor sería apurar el momento, dejarse llevar hacia el lado jovial realzado por el buen tiempo y la brisa adriática. Regresar al silencio mental. Vivir... Todos ellos propósitos frustrados, como tantos otros, porque después de dejar de lado la iglesia del Spirito Santo y cruzar el puente de Ca’ Balà chocó de frente contra una imagen en la que tropezaron sus resoluciones.
Un embarcadero. Sentada de espaldas a la fondamenta, con las piernas colgando hacia el agua, sobre el brillo estelado del sol de media tarde en el canal. Quieta. Mirando hacia el Bauer en la Giudecca. De espaldas y con el cabello domado en la trenza que tanto le gustaba lucir, siempre reconocible para él.
Era Anna con su figura estilizada, hermosa en su quietud dibujando su perfil elegante a contraluz del agua refulgente del atardecer. Y es que no era difícil imaginársela en ese lugar de sus paseos, confidencias y proyectos que lanzaron al futuro envueltos en un velo tejido con manos enlazadas, besos encadenados o helados compartidos.
El escozor de la cicatriz crecía en todas direcciones, por lo que Frédéric decidió en ese momento no fascinarse de nuevo, no admirar ese pasado anhelo, no hacer caso de la aparición y el presentimiento; dio media vuelta, aunque sin saber qué hacer. Al principio se quedó paralizado, pero después emprendió el camino, alejándose sin rumbo fijo. Fue casi una huida. Trazó sin saberlo una línea de fuga por la Fondamenta Fornace hacia el Canal Grande, mientras rumiaba sin poder digerir su encogimiento, que terminó en la amargura dulce de un spriz repetido.
Quizá si hubiera visto la mirada perdida de Anna, si hubiera sabido que detrás de su mirada estaba él; quizá si hubiera sabido que pensaba también en esos encuentros habidos en los días anteriores, en el porqué de su gentileza en su primer encuentro, en la desconcertante aunque lógica frialdad posterior; quizá si hubiera descubierto una gotita rebelde que se escapó de sus ojos —y ella enjugó con un encrespado gesto de su diestra—, se habría detenido a leer la carga emocional que llevaba esa lágrima y no habría huido de manera tan cobarde.
***
—¡Frédéric! Al final has venido.
La voz de Luigina Rylands, cantarina y entusiasta, se apartó de las conversaciones de su animado grupo nada más verle aparecer por la azotea ajardinada en el edificio de la Colección Peggy Guggenheim y se le acercó para plantarle dos besos.
—Dije que lo haría, ¿no? —respondió él con una sonrisa.
—Sí, es verdad. Pero como tu hermana comentó que no te entusiasman estos jaleos y estabas tardando en venir, pensaba que habrías cambiado de idea.
—Lo que no dijo Fanny es que cuando me comprometo a algo, lo cumplo.
—No hay muchos así —dijo ella bajando la voz y los ojos chispeantes después de unos segundos de vacilación—. O al menos yo no los he conocido.
—Me temo que así es. Por cierto, estás guapísima con ese vestido, Gina.
—Y tú eres un cielo, Fred. Eres encantador.
Frédéric había sido invitado a la cena de gala organizada por Venetian Heritage en una de las terrazas más exclusivas de la ciudad, si no la que más, a través de los Rylands. Mucha profusión de títulos, de excelentísimos, ilustrísimas e incluso alguna alteza real. Mucho despliegue de brillos y vanaglorias siempre insatisfechas. Conversaciones sobre presentes y ausentes reiteradas en los últimos dos años, desde que la crisis financiera abatió algunos pedestales que parecían inamovibles y dejó otros al descubierto.
Frédéric descubrió sin tardar al vizconde Wellesley entre los presentes. Lanzaba una de sus refinadas ponderaciones a un grupo de iguales, entre el que se encontraba su hija Lesa y al que pronto se añadió Maria con su esposo Giovanni. Así que, algo más agitado de lo que hubiese querido, previó un nuevo encuentro, inesperado en tal ambiente, con Anna. «Por lo menos ahí no la encontraré, se dijo al recibir la invitación», porque en los dos días pasados desde que la vio en la Zattere procuró esquivar los lugares que asumieron como propios mientras estuvieron juntos.
Luigina le pidió acercase a donde se encontraban su hermano y su cuñada.
—Me gusta que seáis amigos —añadió en tono de confidencia.
—Bueno, yo soy amigo suyo, pero no sé si él me tendrá en el mismo concepto después de todas las bromas que me aguanta —replicó él.
—Por lo que he visto de ti hasta ahora, sois muy parecidos en ideas, en carácter... E igual de apuestos.
—Y los dos nos dejamos convencer por mujeres encantadoras para acudir a entretenidas ferias de vanidades.
—De lo cual no sabes cómo me alegro —Luigina le miró con un aire travieso mientras llegaban a la altura del grupo, en el que peroraba sir Wilson.
—Claro que no. Ya no son lo que eran las fiestas venecianas, por eso únicamente asisto a las que organiza la Heritage. No, ya ni se me ocurre ir a las que organizan mis compatriotas de Venice in Peril, ni por supuesto a las americanadas de Save Venice. Están infestadas de arribistas, nuevos ricos y gente sin el menor gusto por el arte ni mucho menos por Venecia, pero les sirve para darse aires ante los de su clase. Son horribles, amigo mío, insoportables. Creo que nadie se tomará la molestia de enseñarles que el dinero no es un pasaporte para la elegancia, y que sólo les sirve para que les permitan contemplar de lejos la verdadera distinción de espíritu que diferencia a los seres realmente refinados del resto de la especie.
El vizconde echó una ojeada a Luigina y Frédéric en la que se traslucía un juicio sumarísimo con el veredicto de ser clasificados en el grupo de los indignos de estar en esa fiesta, sin que a éstos les importara mucho, él por desprecio y ella por inconsciencia. Sin embargo, mientras la prédica continuaba ante un auditorio satisfecho y aquiescente, los Rylands acogieron con agrado a la pareja; formaron discretamente un aparte y se enzarzaron en una conversación ligera y rápida sobre arribismos y vanidades hasta que se empezó a llamar a la cena.
Imaginaba Frédéric, complacido y sin error, que estaría sentado en la misma mesa que los Rylands; pero tuvo que ocultar su contrariedad al verse también junto a los Wellesley, muy ufanos éstos al verse rodeados por un selecto grupo con la contessa viuda Contarini, un coronel retirado con su esposa y algún otro aristócrata «del Continente», al que los escritores y sus parejas daban la guinda pintoresca.
Como no podía ser de otro modo, sir Wilson llevaba la batuta de lo que se decía, se valoraba y se juzgaba, con acotaciones aprobadoras de sus compañeros de mesa más cercanos. Todo lo sometía a su juicio y dictaba sus sentencias de forma inapelable, desde la literatura universal hasta las tácticas militares