Agonía y esperanza. Fernando García Pañeda
poco. Estabas mal —infirió su hermana.
El matrimonio Gauli estába terminando su desayuno con una taza de café extra, costumbre traída por la parte Heywood. Pero en la mesa auxiliar aún quedaban zumo, tostadas, mermelada y media cafetera. Frédéric se sirvió, pero antes de sentarse y empezar contempló el patio del edificio, donde varias gaviotas parecían descansar en las acacias, produciendo una sensación de precaria quietud que evocaba su estado de ánimo, por lo que dejó la contemplación y se sentó frente a hermana y cuñado.
—Y tampoco estabas muy comunicativo —añadió ella—. ¿Te ocurre algo?
—No, nada en absoluto. Estaba cansado. Tuve una mañana ajetreada antes del viaje, que se me hizo pesado.
Françoise, resuelta como siempre, le animó para que contara sus nuevos proyectos, en qué estaba trabajando, si había alguna amiga que pudiera irrumpir en su endurecido corazón y si esta vez venía para una temporada larga. Y Frédéric, como siempre, no pudo resistirse a tan resuelta dulzura y desató la conversación.
Sentía un afecto enorme y una bienintencionada envidia por esa pareja. Françoise (Fanny para familia y marido) era la hermana mayor, amiga y maestra irreemplazable; cómplice en sus travesuras de la infancia y confidente en sus sueños juveniles. Él, por su parte, siempre le había devuelto con creces su afecto y, con la ayuda del azar, se convirtió en su talismán, el ángel bienhechor que la favoreció en varias circunstancias transcendentales de su vida; la más importante, el haber unido su destino al de Guido. Aquel acto inconsciente e interesado de abandonar a su suerte a su hermana y a un molesto escritor pobrete en el corazón tenebroso de la Feria de Londres hizo que ambos se conocieran rápidamente y a fondo; tan a fondo que, ocho meses más tarde, contrajeron matrimonio en la veneciana iglesia de San Canzian.
Cuando cruzaron sus vidas en la feria, Frédéric había aterrizado como un paracaidista por cuenta propia en territorio enemigo, con el lógico resultado de salir con los bolsillos vacíos y el corazón a punto de llenarse (compensaciones de la Providencia); pero Guido, a pesar de su aire despistado, tenía una cita en firme con uno de los consejeros de un potente grupo editorial británico, y salió con el borrador de un propicio contrato de edición en el bolsillo y el corazón también a punto de llenarse (desequilibrios de la Providencia). Por regla general, dejarse llevar por unos turbadores ojos negros, una sonrisa confortadora y unas piernas torneadas con primor suelen tener consecuencias devastadoras en la existencia de los hombres de buen corazón, pero el caso de Guido fue la excepción a tal regla. Sentados alrededor de varios cafés, el borrador del contrato de edición acabó en manos de Françoise, quien lo leyó con su mente experta en contratos mercantiles y, aunque no conociera los pormenores del mercado editorial, su sentido común y su intuición la llevaron a tachar una cláusula y enmendar otras dos con una sonrisa conspiradora. Cuando el consejero, aceptando tacha y enmiendas, le dijo que sus asesores legales eran realmente buenos, el superventas en ciernes se vio rendido ya no sólo ante unos ojos, una sonrisa y unas piernas, sino también ante una mente, una conciencia y una elegancia emocional arrolladoras.
Los Gauli formaban un matrimonio armonizado, admirable en afectos y envidiable en su alegría vital, que había consonado como muy pocos los verbos quererse y prosperar. Como les dijo Frédéric cuando celebraron su quinto aniversario: «parecéis una sociedad enamorada en comandita». Y no iba muy descaminado. Contraer matrimonio y abandonar Françoise su trabajo de consultora de marketing para dedicarse a la representación y promoción de Guido, que empezaba a despuntar como escritor-superventas, fue todo uno. Y así continuaron durante los años posteriores: uno escribiendo superventas y otra contratando y controlando derechos, deberes y conveniencias; uno acopiando fama y fortuna y otra administrándolas.
—Por cierto que Guido tiene planes para una colaboración contigo, ¿verdad? Pero ya te lo contará más tarde. Ahora vamos a prepararnos porque tenemos una cita con el agente inmobiliario y con los propietarios de un edificio donde nos gustaría establecernos definitivamente.
—¿Ah, sí? ¿Y este pedazo de apartamento no os sirve para los dos?
—Sí, estamos muy contentos, pero no podremos estar indefinidamente —explicó Françoise—. El contrato acaba a finales de mes y la propietaria nos ha dicho que, como mucho, podría darnos otros tres meses más de prórroga porque al parecer tiene algún compromiso familiar. En todo caso lo de hoy no es más que una formalidad, porque ya está firmado el precontrato y hemos negociado una opción de compra, que era el escollo principal. Si todo va bien, la semana que viene nos mudamos. En el contrato acordamos que el día catorce... —consultó la agenda en el teléfono— ... sí, el lunes podemos entrar ya a vivir.
—¡La semana que viene! ¿Y qué voy a hacer yo?
—Venirte con nosotros. ¿Qué, si no? —contestó Guido— Es un lugar precioso, histórico, donde han vivido escritores, pintores, músicos. Tiene una decoración fastuosa y está muy bien rehabilitado.
—Tenéis respuesta para todo.
—Por supuesto.
—Pero, ¿y la mudanza, el traslado?
—Sólo tenemos que llevarnos la ropa, los libros y alguna cosa más —detalló Françoise—. El alquiler es con el mobiliario incluido, y el de este apartamento también se queda aquí. Si queremos cambiar algo de los dormitorios, la cocina, los baños o alguna habitación secundaria lo iremos haciendo con el tiempo. El resto son antigüedades prácticamente intocables.
—Entiendo. ¿Y qué maravilla de sitio es ese que habéis apalabrado?
—El Memmo Sorzi. O, como le llaman ahora, el Palazzo Wellesley.
La taza de Frédéric, que éste llevaba a los labios, quedó suspendida en el aire. Mientras Fanny seguía hablando, él dejó de escucharla, con la mente confusa.
—¿El Palazzo Wellesley has dicho? —interrumpió de manera involuntaria a su hermana.
—Sí. Claro, tú lo has conocido, ¿no?
—Ayer mismo estuve allí —se le escapó.
—¿Qué? ¿Cuándo?
Durante la cena no hizo mención del encuentro con Anna ni del breve paso por su residencia, así que lo contó en ese momento. Incluido el frío recibimiento que tuvo aquélla.
—Es una verdadera casualidad, no cabe duda —opinó su cuñado, apurando su última taza y poniéndose en pie.
—Pero los Wellesley no podrán deshacerse así, por las buenas, de semejante palacio —dijo Frédéric.
—Todos sabemos que han pasado por malos momentos en todos los sentidos —continuó Guido—. Pero no ha trascendido el desastre real de su situación. Están en las últimas y no tienen con qué mantener semejante mansión. Necesitan dinero casi desesperadamente, y aunque no han querido deshacerse de su único y preciado bien, con el considerable alquiler que vamos a pagar tendrán para ir tirando. Y al final creo que nos lo venderán con esa... ¿cómo se dice, cariño?
—Opción de compra.
—¿Y dónde van a vivir ellos?
—En el mismo palazzo —explicó Guido.
—¿Cómo es eso?
—En realidad hemos alquilado sólo el primer piso y el piano nobile principal —continuó su amigo—. Ellos se quedarán con el segundo piano nobile y el ático. Ambas partes están perfectamente separadas, incluso con entradas distintas. Nosotros sólo podremos entrar por el canal, y ellos sólo por la calle del Traghetto.
—Bueno, yo me voy a preparar, que hemos quedado a las diez y media —advirtió Françoise.
—Tienes razón. ¿Te vienes con nosotros? —sugirió Guido al levantarse.
Frédéric vaciló antes de contestar.
—No, mejor no. Ya ves que casi no he empezado. Me quedaré holgazaneando un rato.
—Como quieras, pero entonces te toca recoger la mesa