Agonía y esperanza. Fernando García Pañeda

Agonía y esperanza - Fernando García Pañeda


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recuerdo. Tenéis que tener algún antepasado que fuera doge o consigliere, o algo similar, porque esta ciudad os tira como si lo llevarais en la sangre.

      —No más que a los Wellesley, que sí tienen su palazzo.

      Ella, con aire melancólico, se volvió hacia la fachada bizantino-renacentista del palacio.

      —Sí. Pero sé por cuanto tiempo —musitó, antes de dar media vuelta y cambiar de asunto—. Bueno, no quiero entretenerte más. Ya has sido demasiado amable. Muchas gracias otra vez.

      —Otra vez de nada —contestó él con desgana—. Esperaré a que estés dentro, ¿de acuerdo?

      Anna pulsó el timbre del portero automático. Le contestó alguien que, al parecer, no esperaba su llegada, dadas las preguntas reiteradas y la demora en la respuesta. La puerta se abrió, pero nadie acudió a recibirla.

      Frédéric miraba hacia ambos lados del canal; quería parecer entretenido con el rutinario ir y venir de todo tipo de embarcaciones. Hasta que, sin mirarla, entró en la lancha y empezó a descargar el equipaje.

      —Te ayudaré a subir todo esto —dijo con cautela, evitando su mirada, antes de dirigirse al piloto—: Aspetta un attimo, Matteo, per piacere.

      —No, no... —protesta Anna.

      Él, sin atenderla, terminó de colocar los bultos junto al portalón de entrada. Después se colgó del hombro un porta-trajes y aferró dos maletas grandes.

      —¿Vamos?

      Ella tomó como pudo otras dos bolsas y un neceser de viaje y le siguió.

      Entraron por un sobrio pasadizo de alto techo y suelo de toba con aire de bodega palatina que él recordaba con precisión. Mientras recorrían la planta baja y subían al primer piso, Frédéric memoraba las estancias rehabilitadas y decoradas con gusto. Anna le pidió depositar todo en un estudio con paredes en rojo óxido y muebles modernos, que esa vez no reconoció, ausentándose unos momentos después para pedirle a la gobernanta que le ayudara a instalarse en su habitación.

      —Mi padre y mi hermana han salido —informó al regresar—. Te acompaño abajo.

      —No es necesario.

      —Por favor.

      Al reaparecer en la puerta, el piloto encendió el motor. Retornaron al aire del encuentro: turbación y desmaña.

      —Supongo que nos veremos por aquí uno de estos días.

      —Sí, claro. Me ha gustado verte de nuevo.

      —A mí también.

      Dos besos que no eran besos. La lancha se puso en movimiento en mientras ella cerraba el portalón.

      Cayó la tarde y la estela de la Aquariva prosiguió un buen trecho hasta San Marcuola, en la ribera de Cannaregio, y atracó junto a un palazzo rehabilitado en forma de conjunto de apartamentos.

      Françoise, su hermana, y Guido Gauli, cuñado y mentor literario, le recibieron en el inmenso apartamento donde residían de una forma muy distinta a como Anna había sido acogida en su propia casa. Complacencia y afecto sincero. Tras las efusiones, le condujeron a un dormitorio preparado para él.

      Era una habitación cálida, luminosa, primorosamente abigarrada. Admiró un escritorio antiguo situado junto a un moderno ventanal. Palpó los drapeados y la colcha adamascada; apagó la lámpara veneciana del techo y la de cristal muranese en la mesilla de noche para dar paso al contraluz del ventanal que abrió con cuidado. Un espacio propio en el que podría escribir, meditar, dormir, entregarse a la soledad, incluso llorar. O no haría nada de eso, porque a esas alturas sabía que los días no dependen de los proyectos, ni de las probabilidades, sino de planes a los que uno no puede acceder.

      Dejó perder la mirada en el lienzo rugoso y apagado del Canal Grande. ¿Se volverían a ver realmente? Era mucho tiempo. ¿Demasiado? No había sido un reencuentro lleno de entusiasmo por parte de ella, precisamente. Ni por su parte. Sólo había intentado ser amable, demostrar que no sentía rencor. (¿Seguro que no lo sentía?) Pero Anna pareció incómoda con todo gesto que le había pretendido ofrecer. Y el contacto de su mano al ayudarla a apearse de la lancha...

      —¡Fred! La cena está preparada —oyó exclamar a su hermana.

      Mejor palabras cálidas que pensamientos melancólicos.

      1. Balizas compuestas por tres o más pilotes de madera unidos en haces que sirven para marcar los canales de navegación en la laguna veneciana.

      II

      Frédéric Heywood provenía de una familia modesta venida a más en todos los aspectos de la vida, graduado en Westminster School y licenciado en la Facultad de Clásicas de Oxford; un paradigma de upper middle class.

      Su padre, Edward, fue en su día un inquieto joven al que la oportunidad de emprender el camino de la prosperidad que iba buscando se le presentó inopinadamente durante unas vacaciones en la costa norte de Francia. Allí conoció a una bonita y vivaracha cocinera de hotel llamada Françoise, de la que se enamoró rápida y perdidamente. No tardaron mucho en casarse, establecerse en una sobria y amplia casa del Kilburn londinense y fundar una empresa de catering. Edward y Françoise formaban un buen equipo, él manejando cuentas y clientes y ella gobernando la cocina. El negocio fue evolucionando: empezó con servicios a domicilio, pasaron a fiestas de cumpleaños infantiles, bodas o inauguraciones de negocios, y más tarde dieron el salto a vernissages y eventos especiales, cada vez más voluminosos e importantes. La empresa creció, amplió plantilla y se hizo un nombre entre las firmas más respetadas del sector. La familia, aunque se habían sumado dos niños y una niña, prosperó de manera continua y firme, aunque no abandonaron el barrio ni las costumbres distintivas de una familia sin pretensiones. La madre se hizo notar en los nombres de pila, la vertiente artística y la educación católica de los hijos; el padre insistió en la alta formación, la sobriedad y entereza en carácter y costumbres, así como en la adquisición de conocimientos a través de los viajes. Como si se tratase de un premio al buen hacer y a la constancia en el esfuerzo, los Heywood transitaban la vida sin traumas ni desgracias que torcieran su trayectoria. Con una fortuna moderada, disfrutaban de una existencia tranquila y armoniosa, sin brillantez pero sin turbulencias.

      Y Frédéric era resultado natural de su familia. Era el hijo menor, el más mimado, el más travieso, pero también el más talentoso y aplicado. Si Édouard y Françoise, sus hermanos mayores, siguieron las indicaciones paternas, incluso a la hora de estudiar en la London School of Economics, él heredó el sentido estético materno. Aunque aceptó varios trabajos para valerse por sí mismo, especialmente uno muy apetecible de archivo y documentación en la Guildhall Library, que desempeñaba cuando conoció a Anna y con el que costeaba un apartamento en Hampstead, su aspiración única y máxima era ser escritor, gobernar con palabras mundos enteros creados a imagen y semejanza de su mundo interior, como un juego de vida y muerte. A ello había consagrado los últimos años, con inconsciencia, valor, con tenacidad. Y con suerte.

      Con suerte. Frédéric nunca había querido creer en el azar; ni siquiera transmutado en un plan divino, como prefería llamarlo su madre. «Dios no decide todos nuestros actos, sino que nos da libertad para tomar decisiones», reponía él. Pero después de los años en que se habían sucedido tantos tropiezos como éxitos de forma inopinada e incomprensible, empezaba a creer en la necesaria suerte. Suerte que, por cierto, había venido de la mano de su hermana y su cuñado, quienes le habían invitado por entonces a pasar una temporada en la nueva residencia veneciana en que se iban a establecer.

      Por su parte, los Wellesley provenían de una estirpe formada por terratenientes con extensas posesiones en varios condados de las Midlands, pero que con la revolución industrial iniciaron un declive lento y sostenido. El cabeza de familia ostentaba el título de Vizconde Wellesley, dignidad que correspondía por entonces al padre de Anna, The Right Honourable Wilson Wellesley. Durante generaciones, la rama principal de la familia subsistió


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