Pasaje Begoña. Ismael Lozano Latorre

Pasaje Begoña - Ismael Lozano Latorre


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no era guapa, nunca lo había sido, pero Antonio, en sus pesadillas, se la había imaginado más fea. Tenía los ojos castaños, la nariz respingona y la boca grande, de labios delgados. En sus orejas enormes, desproporcionadas, colgaban dos aretes dorados que brillaban con el sol.

      Sus rasgos no eran bellos, pero tampoco desagradables. Antonio, en la calle, jamás se habría fijado en ella. Su figura, embutida en un vestido verde, era más gruesa de la cuenta.

      Una fotografía del Caudillo en el recibidor y la bandera de España ondeando al viento. Un crucifijo en la pared.

      Miedo.

      Antonio estaba aterrado y, aunque intentaba disimularlo, las manos le temblaban más de la cuenta. Se jugaba mucho en aquel encuentro. No podía salir mal. Su vida pendía de un hilo y él estaba haciendo malabarismos.

      La boca seca, la garganta también.

      En la radio cantaba Marifé de Triana. Antonio reconoció la inconfundible voz de la tonadillera en los versos de Cuchillito de agonía, mientras Rosario, que seguía concentrada la trayectoria de la aguja, la entonaba en voz baja:

      Te di mi rosa primera

      y tú, ¿qué me diste a mí?

      La flor que está en mis ojeras

      de hacerme tanto sufrir.

      Angustia, tensión, hermetismo.

      —Rosario, este es Antonio —anunció don Luis dotando de suntuosidad cada una de sus palabras, y su hija, ruborizada, levantó la cabeza y, sin querer, se clavó la aguja en un dedo.

      Se pinchó, se pinchó y parte de la sangre manchó el paño que estaba bordando. Rosario se chupó el dedo avergonzada y su sonrisa lo envolvió todo. Su labio superior se enrolló como una persiana, dejando al descubierto su carnosa encía. Cuando lo hacía, su rostro reflejaba una mezcla de ternura y retraimiento. Era evidente que Rosario no estaba bien. Don Luis le había advertido que su hija padecía de los nervios, pero era evidente que su cabeza no funcionaba correctamente.

      —Lenta, es solo eso —le aclararía su madre en su segunda visita—. Nuestra niña es un poco lenta, pero nada más. En una mujer normal, como cualquier otra.

      Boba, tonta, aletargada.

      La boca seca, el alma también.

      Antonio se quedó parado observando a Rosario.

      No sabía qué decir, cómo actuar.

      La presión de tener a don Luis al lado lo asfixiaba.

      Ella lo miraba con ojos curiosos y él se sentía el ser más desgraciado del mundo.

      El sol entraba por la ventana y el viento agitaba las cortinas.

      Olía a hierbabuena. A hierbabuena e incienso. Como si en la cocina, en vez de estar preparando un cocido, estuvieran agitando un botafumeiro.

      Su corazón acelerado. El pecho también.

      Aquello era una pesadilla.

      Lo que más llamaba la atención de Rosario, al mirarla, era su piel. Piel blanca, transparente, translucida, como el papel de fumar, que le daba un aspecto frágil y enfermizo. Si la examinabas detenidamente, en silencio, podías contar las venas que recorrían su cuerpo e incluso percibir el tibio latido de su corazón.

      —Mi hija no tiene secretos —le explicó doña Mercedes una mañana—. Por eso, su piel no esconde nada.

      El coronel le clavó los dedos en el hombro al chico para que espabilara y saliera de su letargo.

      —Os vamos a dejar solos para que os conozcáis —anunció—. Mercedes… —llamó a su esposa—. ¿Me acompañas al despacho?

      La mujer, disgustada, negó con la cabeza. El rodete que llevaba en la cabeza le tiraba más de la cuenta y su sonrisa, de falsa complacencia, se había afilado y le daba aspecto de hiena. No le agradaba la idea de dejar a su pequeña sola en manos de aquel desconocido. ¡No sabía nada de él! Y lo poco que conocía no le había gustado. Sus ojos lo miraban con recelo, con altivez y don Luis tuvo que insistir para que lo escuchara.

      —¡Mercedes! —le ordenó su marido—. Te he dicho que te levantes.

      Su voz. Su tono. Cuando había alzado el volumen, la seguridad de la mujer se había quebrado por completo. Le tenía miedo. Se notaba, se intuía. Así que, enojada, se levantó de su mecedora y obedeció, escupiendo veneno.

      —Vale… ¡Pero estaré cerca de aquí! —les advirtió la mujer—. Rosario, si necesitas cualquier cosa solo tienes que llamarme.

      Proteger su fragilidad, su honra, su ternura… Su hija era una flor delicada y el más leve golpe de viento podía tirar todos sus pétalos al suelo.

      —Está bien, mamá —le contestó, y Antonio sintió cómo se le oprimía el pecho un poco más.

      DOS

      ROSARIO Y ANTONIO

      Torremolinos – 24 de febrero de 1970

      La brisa marina entraba por la ventana y Antonio, angustiado, se acercó a ella porque le faltaba oxígeno. Inspiró profundamente deseando que sus nervios se diluyeran y dejaran de ser ese yugo sofocante que lo atormentaba. La plaza Costa del Sol yacía a sus pies. El sonido de los coches se mezclaba con la risa de los niños. La casa de María Barrabino vigilándolo con su fachada amarillenta y sus tejas descoloridas. Antonio sudaba y su aspecto, más que atractivo, era preocupante.

      Rosario, curiosa, lo observaba desde la distancia. El paño que estaba bordando seguía sobre la silla y las gotas de sangre habían provocado un pequeño borrón que más tarde tendría que limpiar con agua oxigenada. Lo miraba como si su padre le hubiera traído una mascota exótica y todavía no supiese qué podía hacer con ella.

      Las aspas del ventilador girando y el sonido de la olla exprés llegando hasta allí. Geranios en la ventana: rojos, rosas, blancos y morados.

      Silencio. Incomodidad. La bobalicona sonrisa de Rosario pintada en su cara.

      ¿Qué hablar? ¿Qué decir? ¿Cómo actuar?

      El hombre estaba confuso y por eso suspiró aliviado cuando la joven se decidió a romper el hielo.

      —Me ha dicho mi padre que quieres ser mi novio.

      La mujer lo soltó así, de pronto, con naturalidad, haciendo que el chico, que intentaba calmarse, se atragantara con su propia saliva y tuviera que toser antes de volver a mirarla.

      —Yo nunca he tenido novio —prosiguió—. Serías mi primer novio. ¿Tú has tenido novias?

      Antonio, desconcertado, miró el crucifijo que coronaba la sala e inspiró profundamente. Se sentía como si estuviera andando a ciegas en un campo de minas. Doña Mercedes lo estaba expiando, se ocultaba tras los visillos del pasillo, pero él la había descubierto. Cada gesto, cada mirada eran importantes. Estaba siendo examinado, analizado, y podía fallar.

      —Sí —le respondió con miedo.

      Silencio.

      Una mosca entrando por la ventana y posando sus peludas patas en el abanico que había sobre la mesa.

      Rosario, candorosa, se encogió de hombros y atusó los volantes de su camisa.

      —¿Y por qué quieres ser mi novio? —le preguntó confusa—. ¿Estás enamorado de mí?

      Antonio, que no sabía cómo comportarse delante de ella, agachó la cabeza azorado y contempló unos segundos la puntera de sus zapatos. Los tenía sucios. Debía de haberles sacado lustre antes de acudir a aquel encuentro. Seguro que doña Mercedes se había fijado en ese detalle y había encontrado nuevos motivos para juzgarlo.

      —Te acabo de conocer… —le contestó—. Y uno no puede amar a alguien que no sabe cómo es.

      Sinceridad, la sinceridad siempre era la mejor estrategia.


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