Pasaje Begoña. Ismael Lozano Latorre

Pasaje Begoña - Ismael Lozano Latorre


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      —Papá… —susurró, esperando una mínima muestra de cariño, pero don Patricio, que hasta ese momento no lo había mirado, clavó en él sus ojos oscuros sin ocultar ni un ápice de su aversión.

      —¡Tú ya no tienes padre! —le dijo—. Y espero que cumplas lo que has prometido para no hacer sufrir más a tu madre.

      CINCO

      EL PRÍNCIPE AZUL

      24 de febrero de 1970

      La princesa Caracol vivía en un palacio de marfil y sus padres la guardaban entre algodones, la protegían del mundo exterior porque no querían que nadie le hiciera daño ni se metiera con ella.

      Rosario era especial y los aldeanos podían ser muy crueles, no todo el mundo tenía la paciencia suficiente para asumir que alguien como ella existiera y pudiera hacer las mismas cosas que los demás, aunque tardando más tiempo.

      —¡Miradla! —le chillaban los niños cuando iba al colegio—. ¡Es boba, subnormal, retrasada! ¡Seguro que todavía se mea encima!

      Pero lo que los reyes no sabían, es que, al aislarla, la hacían sentir muy desgraciada. Al protegerla para que no la hirieran, ellos le causaban el mayor tormento. Rosario se sentía sola. Lloraba por las noches añorando otras niñas con las que jugar y, con los años y la adolescencia, ansiaba un chico con el que vivir una de esas historias de amor que aparecían en los cuentos.

      —Nadie se va a enamorar de mí si no me dejáis salir de casa —le había reprochado a su madre una tarde muy enfadada.

      —No estás encerrada… —le aclaró doña Mercedes—. Puedes ir a misa y a casa de tu prima siempre que quieras.

      —¡Pero no me dejáis ir a guateques! ¡Ni a ningún sitio donde haya gente de mi edad! —insistió ofendida—. ¡Así no voy a conocer a ningún chico!

      Su madre, disgustada por esa salida de tono, fue incapaz de contenerse.

      —Aunque salieras… ¡nadie se enamoraría de ti! —le explicó consternada—. A los hombres no les gustan las mujeres como tú. Quedándote aquí te estamos ahorrando vergüenza y sufrimiento.

      Soledad.

      Tristeza.

      Apatía.

      La princesa Caracol lloraba en su cama de coral hasta que un día maravilloso, a finales de febrero, un príncipe llegó a palacio para rescatarla y llamó a la puerta.

      —Rosario, este es Antonio —le anunció su padre mientras ella bordaba.

      La chica se estremeció y, al levantar la vista, tuvo claro que Antonio era su príncipe azul y era, incluso, para su sorpresa, mucho más guapo de lo que ella jamás se había imaginado. Sus plegarias por fin habían dado resultado. La princesa Caracol se puso tan nerviosa que, sin querer, se clavó la aguja en el dedo.

      SEIS

      ROSARIO Y ANTONIO

      8 de marzo de 1970

      -¿Te gusta el salmorejo?

      La princesa Caracol se había puesto sus mejores galas para recibir al príncipe azul aquella tarde: llevaba un vestido violeta, un delantal de lunares y se había perfumado para la ocasión. Estaba feliz, contenta. La timidez que mostraba los primeros días había sido sustituida por la confianza. Antonio, poco a poco, había conseguido ganársela y esa última semana, sus visitas, más que un compromiso para ella, eran motivo de celebración.

      —Sí, claro —le contestó.

      Rosario, coqueta, empezó a reír como si Antonio hubiera dicho algo divertido.

      —Yo sé hacer salmorejo —le contó con orgullo—. Si quieres, preparo uno para los dos.

      Antonio siguió a la chica hacia la cocina, mientras Mercedes, bordando en la mecedora, no les quitaba los ojos de encima.

      —Hacer salmorejo es muy fácil —le explicó Rosario, como si él no hubiera elaborado esa receta más de mil veces en el restaurante de sus padres—. Hacen falta tomates, aceite, un trozo de pan, un diente de ajo y sal. Lo más importante es que los tomates estén maduros.

      Sonreía y su sonrisa le iluminaba la cara.

      —Primero debemos lavar los tomates y cortarlos en trozos. Los echamos en un cuenco y añadimos el diente de ajo, el aceite de oliva y la sal. Lo trituramos todo con la batidora hasta que nos quede una salsa líquida.

      Sus manos cogiendo el cuchillo y cortando pequeños dados mientras Antonio, sin hablar, no le quitaba la vista de encima. En la despensa, dos patas de jamón colgaban del techo, y en la encimera, una botella de vino se burlaba de él. El joven sacó el papel de fumar y empezó a liarse un cigarrillo. La batidora, estridente, haciendo ruido mientras los ojos de Rosario lo buscaban, perdiéndose en un suspiro.

      —Ahora hay que pasar la salsa de tomate por un colador y quitar los trozos de piel y las pepitas —prosiguió la chica como si estuviera en un programa de cocina—. Yo le doy con una cuchara para que vaya más rápido e intentar que se quede en el colador la mínima sustancia posible.

      Una calada al cigarro. Inhalar. Exhalar.

      Aquella chica gordita, con cara de alelada, iba a convertirse en su esposa. ¡No había marcha atrás! Doña Mercedes le había contado esa tarde que el cura ya le había dado fecha: el domingo veintiséis de abril, a las doce de la mañana, en la parroquia de San Miguel Arcángel.

      —Y, por último, cortamos el pan en trozos, lo añadimos a la salsa de tomate y volvemos a batir.

      ¿Hacía lo correcto? Aquello era injusto para él. ¡Pero también para ella! Antonio no estaba enamorado de Rosario, ni siquiera le tenía cariño. Cuando la miraba, su corazón se llenaba de pena y frustración.

      —¡Ya está! —gritó la chica feliz, con salpicaduras de tomate en la cara y en el pelo—. Ahora lo metemos en la nevera y en un par de horas, cuando esté frío, nos lo podemos tomar.

      Antonio, que deseaba marcharse lo antes posible porque aquellas visitas le suponían un tormento, frunció el ceño disgustado.

      —No creo que pueda quedarme tanto tiempo —mintió—. Tengo que regresar al restaurante.

      Rosario, que tenía buena memoria, negó con la cabeza.

      —Pero hoy era tu día libre, ¿no? —le preguntó ofuscada.

      Mirada al suelo.

      La joven lo había descubierto y ahora se sentía mal y no sabía cómo salvar la situación.

      —Sí, pero tenemos limpieza general —insistió en el engaño.

      Tristeza. Decepción. El príncipe azul huía en su caballo blanco en vez de quedarse en palacio.

      —Está bien —contestó ella—. Pensaba que hoy podríamos pasar más tiempo juntos. Siempre vas con prisas.

      Reproche.

      Aquello era un reproche merecido a su actitud, a su comportamiento.

      Antonio, acorralado, le dio la última calada al cigarro y lo apagó en un cenicero.

      —Trabajo mucho, ya lo sabes.

      Frustración.

      Cabreo.

      Las cosas no debían suceder así. Cuando el príncipe azul conocía a la princesa, se enamoraban, se casaban y comían perdices para siempre.

      —¡Pero somos novios! —exclamó Rosario alzando la voz—. Se supone que debemos hacer cosas juntos. ¡Y casi nunca te veo!

      Pucheros. Los ojos de la chica se tornaron vidriosos y torció el morro, como si estuviera a punto de ponerse a llorar.

      —Vengo todos los días, Rosario… No deberías quejarte. ¿Qué más quieres que haga?

      Una lágrima


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