Pasaje Begoña. Ismael Lozano Latorre

Pasaje Begoña - Ismael Lozano Latorre


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Más de una vez se había fijado en cómo cambiaba el rictus de Mercedes cuando su marido estaba cerca. Lo quería, lo respetaba, pero también le tenía miedo.

      Los rayos del sol jugando con los azulejos. Los geranios observándolos mientras el abanico se caía al suelo. Antonio, enternecido, se acercó a ella. Había algo en Rosario que le atraía y repelía a la vez, le daba lástima y sentía la necesidad de protegerla.

      —Tranquila —le susurró Antonio mientras sus brazos la rodeaban y ella, conmovida, comenzaba a llorar.

      Pucheros. Mocos. Gimoteos.

      Sus lágrimas caían y él las recogía con sus dedos para que no le mojaran el vestido.

      Antonio la abrazó y ella se escondió en su pecho.

      —Cuando estemos casados, ¿tú me vas a pegar? —le preguntó Rosario de pronto.

      Antonio, sorprendido, se separó de ella y negó con la cabeza.

      —¿Pero qué estupidez es esa? —le respondió contrariado—. ¡Claro que no te voy a pegar!

      La joven, confundida, se encogió de hombros. Había estado pensando mucho en ello. Incluso había tenido pesadillas alguna noche soñando con sus palizas.

      —Los hombres pegan a sus mujeres —insistió Rosario como si aquello fuera una verdad universal.

      Antonio, dándose cuenta de que la joven no tenía más experiencia en la vida que la de su casa, se estremeció. No podía creer que pensara que la violencia de genero formaba parte del amor y del matrimonio. Rosario imaginaba que al casarse con él aceptaba su cariño, pero también sus golpes.

      —No, te equivocas —la corrigió—. Los maridos que pegan a sus esposas no se pueden considerar hombres.

      DIEZ

      ROSARIO Y ANTONIO

      21 de marzo de 1970

      El momento álgido en los cuentos de hadas es cuando el príncipe azul une sus labios con los de la princesa y le da un beso de amor verdadero. Es un acontecimiento intenso, mágico, especial, los pájaros cantan al unísono, se escuchan violines y se rompen los hechizos y encantamientos. La princesa Caracol lo sabía y lo buscaba con esmero, porque pensaba que, cuando eso sucediera, dejaría de ser lenta y por una vez se sentiría una chica normal.

      —Dame un beso.

      Rosario cerró los ojos y puso morritos ilusionada, esperando que Antonio juntara su boca con la suya, pero no lo hizo. En vez de eso, se quedó mirando cómo la joven se esforzaba por acercarse e incluso sacaba la lengua, mientras él, cortésmente, se alejaba e intentaba minimizar los daños.

      —¿Por qué no me has besado? —le preguntó Rosario molesta.

      Antonio, avergonzado, se encogió de hombros y agachó la cabeza.

      —¡Somos novios! —continuó la chica enfadada—. Se supone que los novios se tienen que besar.

      El hombre, comprensivo, se acercó a ella y le regaló una caricia.

      —Rosario, ya te he explicado que nosotros no somos novios de verdad —le contestó, y ella frunció el ceño disgustada.

      Antonio se quedó en silencio observándola. Cuando se comportaba así, caprichosa y obstinada, veía a Rosario mucho más retraída de lo que era. A la chica le costaba entender las cosas; aunque se las repitiera mil veces se las preguntaba una y otra vez y, cuando no estaba de acuerdo con algo, se ponía tozuda, torcía el morro y se comportaba como una niña.

      El segundero del reloj de pared avanzando lentamente.

      —¡Pero nos vamos a casar! —insistió con los ojos vidriosos.

      El olor del cocido que estaba preparando Mercedes llegando desde la cocina, en la mesa de la salita dos tazas humeantes de café y unas magdalenas. Rosario enfadada. Sus brazos cruzados bajo su pecho y su labio inferior caído, como si no pudiera soportar su peso.

      —Ya te expliqué por qué lo hacemos y me dijiste que lo entendías.

      Silencio. Indignación.

      Una densa lágrima escurriéndose de sus ojos y deslizándose por su mejilla.

      Antonio se lo había explicado mil veces, pero ella hacía caso omiso a sus palabras. El joven no había querido besarla y Rosario se sentía rechazada. No había pájaros cantando, violines tocando y los hechizos no se habían roto. Rosario se sentía desgraciada, la pena y la congoja anudaron su pecho.

      —Tú no me quieres porque soy retrasada —terminó sollozando.

      A Antonio, su teoría le partió el alma. Escucharla hablar así era muy doloroso. No le gustaba ver a Rosario llorar. No quería que lo pasara mal, ¡y mucho menos por su culpa!

      —Eso no es verdad —le contestó con cariño—. No llores, por favor —insistió.

      Rosario, abatida, lo miró con ojos frágiles y apoyó la cabeza en su pecho. Estando así con él se sentía mucho mejor. Su novio la acariciaba y ella deseaba morir, porque la vida era muy injusta y no iba a cambiar nunca.

      —¿Por qué soy diferente a las demás? —le preguntó derrotada—. ¿Por qué no soy una chica normal de la que tú puedas enamorarte?

      Sus mejillas enrojecidas y su nariz con una hilera de mocos colgando. Antonio le prestó su pañuelo de tela y ella se sonó. Sus labios delgados. Sus orejas enormes. El chico la abrazó y sintió que su obligación era protegerla.

      El café enfriándose en la mesa.

      —No hay nada malo en ser distinto —le susurró al oído mientras ella esbozaba una pequeña sonrisa—. Ser normal es aburrido, y tú eres especial.

      Rosario se limpió las lágrimas con el pañuelo y lo miró fijamente tratando de comprenderlo.

      —El problema no eres tú, soy yo —continuó Antonio, y ella arrugó la nariz sin entender nada.

      —¿Tú? —le preguntó.

      Antonio, quitándole un mechón de pelo que se había adherido a su cara por las lágrimas, asintió.

      —Sí —le respondió—. Pero no te preocupes, porque me esforzaré para que no lo notes.

      Los dos se quedaron en silencio un rato abrazados. Piel con piel. Rostro con rostro. Antonio enternecido y Rosario emocionada.

      Mercedes los espiaba desde el pasillo y observó preocupada cómo su hija inspiraba el olor de su pecho.

      Los geranios de la ventana temblando.

      —A mí nunca me han besado —susurró Rosario como si aquella confesión fuera una deshonra.

      Antonio, conmovido, le acarició la frente y le regaló una sonrisa.

      —El primer beso es especial —le contestó—. Debería dártelo alguien que te ame de verdad.

      Rosario se quedó en silencio unos segundos y repitió una frase que más de mil veces había leído en sus cuentos.

      —Un beso de amor verdadero —susurró, y Antonio asintió con cariño.

      ONCE

      LA BRUJA

      21 de marzo de 1970

      Las brujas son seres oscuros que se esconden en los cuentos. Son mujeres malignas, enigmáticas, que dominan la magia negra y la usan para atormentar a los demás. Rosario las odiaba, le aterraban. Cuando en alguno de sus libros aparecía una hechicera dibujada, cerraba rápido los ojos y pasaba la página.

      Arpías, pécoras, pérfidas, malvadas…

      Las brujas se paseaban por las historias maldiciendo a los que estaban a su alrededor, eran capaces de dormir a los habitantes de un palacio, arrancarle la voz a una sirena y convertir en príncipe a una bestia.

      —Tengo


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