Pasaje Begoña. Ismael Lozano Latorre

Pasaje Begoña - Ismael Lozano Latorre


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parar. Todas se metían con ella: la llamaban subnormal, tonta, retrasada, y Rosario se metía en el baño y lloraba sin cesar.

      —¡Que nadie vea tus lágrimas! —le había advertido su madre—. Nunca hay que mostrar la debilidad.

      Pero Rosario, lejos de desanimarse, no cesó en su empeño. Ella era terca, obstinada y se había empecinado en que las letras que bailaban a su alrededor se juntaran y formaran palabras. Por eso leía, insistía y no dejaba de probar, y al final de clase, cuando sus compañeras se marchaban, ella se encerraba en la biblioteca y repasaba sin parar.

      —La eme con la a, ma, la pe, con la a, pa… Mapa.

      De aquellas tardes de lágrimas, esfuerzo y frustración, nació el amor de Rosario por los cuentos de princesas. Se pasaba horas enteras con sus páginas entre las manos, acariciando los dibujos e intentando descifrar los párrafos. Le fascinaba la vida en palacio, los vestidos pomposos y las aventuras que vivían. La mayoría de las princesas eran secuestradas, envenenadas o castigadas, pero eran salvadas por un príncipe. El príncipe azul siempre acudía montado en su caballo blanco y les daba un beso de amor verdadero.

      —¿Por qué no hay princesas como yo en los cuentos? —le preguntó a su madre una tarde, mientras bordaba.

      Doña Mercedes, que no sabía a qué se refería, pasó de nuevo la aguja a través de la tela, intentando no perder el punto.

      —¿Cómo tú? —le preguntó.

      —Sí —contestó la niña angustiada—. Existen princesas blancas, negras, indias, también las hay encantadas o que tienen zapatos de cristal, algunas viven con enanos, otros con osos, ¡y otras incluso tienen cola de pescado y se hacen llamar sirenas! Todas son distintas… pero ninguna se parece a mí.

      Doña Mercedes, que por fin comprendía lo que sugería su hija, suspiró y dejó lo que estaba haciendo para sujetarle tiernamente las manos.

      —¿Por qué no hay princesas retrasadas? —preguntó por fin.

      El sol entraba por la ventana y el viento jugaba con las cortinas.

      Doña Mercedes, con el rosario en el cuello, se santiguó entristecida antes de contestar.

      —Porque a nadie le gusta la gente como tú —le contestó con franqueza—. Los retrasados no sois protagonistas de cuentos, porque si lo fuerais, nadie querría leerlos.

      La niña, apenada, agachó la cabeza. Empezaba a darse cuenta de lo cruel que era el mundo con los que eran diferentes y no iban al ritmo de los demás.

      —Entonces… —balbuceó agobiada— ¿a mí ningún príncipe vendrá a rescatarme?

      La señora, conmovida, le apretó las manos con fuerza, intentando tranquilizarla.

      —¡Tú no necesitarás ningún príncipe que te salve! —le avisó—. Porque para cuidarte y salvarte está tu madre.

      La niña, emocionada, sonrió enrollando el labio superior y mostrando su carnosa encía.

      —Está bien… —le contestó tozuda— pero algún día yo escribiré un cuento sobre una princesa como yo y buscaré a niños para que se lo lean.

      Doña Mercedes le acarició la cabeza con ternura.

      —¿Y cómo se llamará la princesa? —le preguntó curiosa—. ¿Rosario?

      La pequeña, divertida, negó con la cabeza.

      —No —le respondió con inocencia—. Se llamará la princesa Caracol, porque será un poco lenta.

      CUATRO

      DON PATRICIO

      5 de marzo de 1970

      En marzo de 1970, el grupo holandés Shocking Blue ostentaba el número uno en la lista de los cuarenta principales y Venus sonaba en los guateques de todo Torremolinos. La temporada baja finalizaba, los turistas comenzaban a abarrotar las calles y los restaurantes sacaban sus mejoras galas.

      Torremolinos, aunque pertenecía a la ciudad de Málaga, siempre tuvo una idiosincrasia propia. El sol, la playa y la fiesta convertían a esta pedanía en uno de los destinos preferidos para los extranjeros. El clima era suave, los días soleados y sus playas, ideales para darte un baño.

      —Una paella para cuatro, dos jarras de sangría y unas olivas, por favor —le pidió el alemán de la mesa ocho.

      Antonio, con su mejor sonrisa, apuntó la comanda en la libreta mientras ocultaba su tristeza.

      —¡Mueve el culo, joder! —le chilló su padre—. ¡He visto caracoles más rápidos que tú! ¿Te has fijado en los clientes de la mesa once? ¡Llevan esperando casi quince minutos la comanda!

      El sol brillando, los bañistas regresando de la playa de La Carihuela y dejándose seducir por el aroma de los espetos.

      — Algún día, todo esto será tuyo. ¡Y tienes que aprender la profesión! —continuó don Patricio—. Para manejar un barco, primero debes ser marinero. ¿Es que no lo entiendes?

      Siempre el mismo sermón, la misma cantinela repetida una y otra vez hasta la saciedad. Antonio, cansado, cerró los ojos unos segundos para evadirse y viajar con su imaginación a cualquier otro lugar.

      —Está cascarrabias hoy tu padre, ¿no? —le preguntó Diego cuando pasó por su lado, y el chico, encogiéndose de hombros, asintió con la cabeza.

      Don Patricio llevaba insoportable dos semanas. La relación entre padre e hijo nunca había sido muy buena, pero los últimos acontecimientos habían terminado por dinamitarla. Su padre lo miraba con asco y decepción, y Antonio, en vez de intentar arreglarlo, había decidido resignarse y esperar a que todo pasara.

      —Debes tener paciencia —le pidió su madre con los ojos brillantes de llorar a escondidas—. Se le pasará. ¡Ya sabes cómo es! Primero entra en cólera y luego, poco a poco, lo va digiriendo.

      Encarna tenía razón, siempre ocurría así, pero esta vez era diferente, no se trataba de otra de sus habituales peleas. En esta ocasión habían llegado más lejos y algo se había roto entre los dos, era evidente, tanto que don Patricio era incapaz de mirarlo a los ojos.

      —No me quiere, nunca me ha querido —repetía el joven, y la mujer lo abrazaba intentando darle consuelo.

      —¡No digas eso! Tu padre te quiere, pero es que tú se lo estás poniendo muy difícil.

      Difícil, difícil… Bonita forma de resumirlo.

      Su padre había ido a recogerlo a la Prisión Provincial de Málaga hacía dos semanas. Para sacarlo de la cárcel había tenido que pagar una suntuosa multa y aguantar el menosprecio de los guardias. Le había costado una fortuna y habían dañado su honor. Don Patricio había tenido que morderse la lengua y tragarse su orgullo, porque sabía que tenían razón: su hijo era un enfermo, un depravado y la vergüenza de la familia.

      En el camino de regreso a casa, don Patricio no le había dirigido la palabra en el coche. Hicieron el trayecto en silencio, con las ventanillas abiertas y el viento golpeando sus caras. El joven lloraba desconsolado y su padre, en vez de consolarlo, miraba fijamente la carretera, como si no hubiera nadie allí.

      Aparcaron junto al restaurante. Las mesas de la terraza estaban llenas y los clientes, ajenos al drama que vivían los propietarios, brindaban alegremente con sus jarras de sangría.

      Antonio estaba roto, derrotado, había pasado dieciocho horas en la cárcel y no había comido ni descansado. Le habían pegado, insultado, humillado y asustado. Tenía el cuerpo dolorido y no dejaba de temblar. El cuerpo cuajado de lágrimas. Necesitaba comer algo, meterse en la cama y llorar.

      —Entra y ponte el uniforme —le ordenó su padre, hablando por primera vez desde que salieron de la Prisión Provincial de Málaga.

      Su hijo, estupefacto, lo miró con sorpresa e indignación.

      —¡Te he dicho que te bajes


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