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¡Vale! —repitió Antonio alarmado—. Me quedo.

      Los tacones de doña Mercedes sonando por el pasillo y Rosario dando saltitos de felicidad.

      —¿Va todo bien? —preguntó la mujer acusadora.

      Su hija, contenta, asintió, mostrando una gran sonrisa.

      —¡Sí! ¡Muy bien! —gritó ilusionada—. Mi novio se queda a cenar.

      La princesa Caracol y el príncipe azul.

      Una cena en palacio.

      «Mi novio, mi novio…», repitió Antonio angustiado mientras Rosario, ilusionada, daba palmas con las manos. Había algo en el modo en que lo había pronunciado que hizo que se le pusieran los vellos de punta. ¿Serían los barrotes de ese matrimonio más duros que los de su celda?

      SIETE

      EL OGRO

      3 de noviembre de 1958

      Rosario y su madre rezaban juntas todas las noches, daba igual que lloviera, tronara o relampagueara, la niña, pequeña, se ponía de rodillas junto a la cama y Mercedes la vigilaba para que no se saltara ni una coma en sus plegarias.

      —Jesusito de mi vida, eres niño como yo, por eso te quiero tanto y te doy mi corazón, tómalo, tómalo, tuyo es… mío no.

      Rosario unía las palmas de sus manos regordetas bajo la nariz y le rogaba al Ángel de la guarda, dulce compañía, que no la dejara sola ni de noche ni de día.

      La niña le tenía miedo a la muerte. A la muerte y al infierno. El sacerdote de la parroquia, donde acudían religiosamente cada domingo, les había advertido de que si se portaban mal acabarían devorados por las llamas y eso a ella le aterraba.

      —Mamá… —le dijo una noche con lágrimas en los ojos—. Yo no quiero quemarme.

      Doña Mercedes, que no sabía a qué se estaba refiriendo, se encogió de hombros y le pidió que se explicara.

      —No quiero ir al infierno —insistió—. ¿Qué hay que hacer para ir al cielo?

      Su madre, que llevaba puesto un camisón de algodón que le llegaba hasta los pies, se levantó de la silla y se acercó a ella, que seguía rezando de rodillas junto a la cama.

      —Debes ser una buena hija y cuando crezcas, una buena esposa.

      Rosario, perdida, se limpió los mocos con la manga de la camisa y siguió interrogándola con la mirada. La princesa Caracol era así, siempre lo cuestionaba todo, siempre tenía otra pregunta.

      —Una buena hija debe hacer caso siempre a sus padres —le aclaró doña Mercedes—. Debe aprender a coser, limpiar, bordar y cocinar porque algún día te casarás y deberás cuidar a tu marido. Las mujeres deben ser modestas, recatadas, virtuosas, reservadas y fieles. ¡Nunca deben llevarle la contraria a sus esposos!

      La pequeña, disgustada, se levantó del suelo y la miró con el labio inferior mordido.

      —¡Yo no quiero casarme! —exclamó enfadada—. Yo quiero quedarme en casa contigo y con papá.

      Doña Mercedes, enternecida, le acarició la carita. Tenía las mejillas encharcadas y su nariz no dejaba de moquear.

      —La misión que nos ha encomendado Dios a las mujeres es convertirnos en madres y esposas —le explicó—. Tú eres muy pequeña todavía, pero algún día conocerás a un chico, te enamorarás y lo verás todo diferente. La maternidad es nuestro fin natural, el camino que debemos seguir las mujeres para acumular méritos ante los ojos del Creador.

      Rosario, compungida, apoyó la cabeza en el pecho de su madre y dejó que la peinara utilizando sus dedos.

      —¿Y papá? —le preguntó consternada—. Papá no reza ni limpia ni cocina… ¿Papa irá al infierno?

      Sus pies descalzos en el suelo. Frío en el cuerpo, en la piel.

      —No, cariño, los hombres no necesitan hacer esas cosas —le aclaró doña Mercedes—. Para eso nos tienen a nosotras.

      La pequeña sonrió aliviada.

      El crucifijo en la pared, el rosario en la mano, los ojos de doña Mercedes llenándose de frustración.

      Miedo a la muerte.

      Miedo a la vida.

      «¿Y papá? ¿Irá al infierno?».

      Doña Mercedes se quedó en silencio unos minutos desenredando el pelo de su hija mientras pensaba, apenada, que le había mentido. ¡Don Luis iría al infierno! Durante años había hecho méritos para ganarse esa condena. Si realmente Dios era justo y piadoso, el coronel Gutiérrez acabaría sus días ardiendo en las ascuas del averno en una larga agonía.

      «Arde, arde», pensó, y no pudo evitar que en su boca se esbozara una sonrisa.

      OCHO

      DIEGO

      13 de marzo de 1970

      Los héroes de los cuentos siempre tienen un escudero, un ayudante fiel que los acompaña y los ayuda en sus aventuras. En el caso del príncipe azul, su camarada se llamaba Diego y era un amigo de la infancia con el que hacía un tándem perfecto de complicidad y locura. Siempre habían estado muy unidos, desde niños, pero por desgracia, en las últimas semanas habían empezado a distanciarse.

      Diego era pequeño, endeble y desgarbado, tenía los ojos verdes y la frente muy ancha. Por las mañanas, cuando se despertaba, siempre tenía los párpados hinchados y cuajados de legañas y le costaba trabajo salir a la calle y enfrentarse a la realidad.

      Antonio era su mejor amigo y lo protegía desde la infancia. En el colegio había un par de abusones que le pegaban a diario y él lo defendió. Esperó el momento en que los matones lo acorralaban en el patio y llegó sigilosamente por detrás y le rompió a uno de ellos un ladrillo en la cabeza. Su proeza le costó una falta grave y una semana de expulsión, pero a partir de ese momento nadie volvió a agredir a Diego por miedo a que su amigo «el loco» les partiera el cráneo.

      Antonio y Diego se hicieron inseparables. Compartían sueños, miedos y bocadillos. Sus compañeros del colegio los insultaban, pero a ellos les daba igual porque vivían en una burbuja de indiferencia que ambos construían cada día.

      Cuando terminaron el colegio, sus caminos se separaron: Antonio comenzó a trabajar en el restaurante de su padre y a Diego lo contrataron como peón en la construcción. El chico duró en la obra dos semanas. Sus manos finas y delicadas no soportaban esas labores y sus compañeros lo trataban como si fuese un apestado.

      —Papá, por favor —suplicó Antonio—, contrata a mi amigo. Te prometo que no te arrepentirás. Yo le enseñaré todo lo que tiene que hacer y será nuestro mejor camarero.

      Don Patricio, desconfiado, inspeccionó al joven que estaba en la puerta de su casa, con su cuerpo enclenque y esos ojos pequeños, más juntos de la cuenta.

      —No sé, no sé —masculló.

      Antonio, desesperado, junto las manos a modo de plegaria y su amigo se sonrojó.

      —Por favor, papá —insistió—. Te prometo que, si lo contratas, nunca más llegaré tarde al restaurante.

      Diego comenzó a trabajar en el restaurante esa misma semana. Al principio era torpe y metía mucho la pata, pero Antonio se esforzó en enseñarle y aprendió las tareas. En un par de semanas, entre los dos ya eran capaces de hacerse cargo de toda la terraza: para Antonio el rango de la derecha y para Diego el de la izquierda. Los clientes alababan su amabilidad y cuando los amigos se cruzaban por el pasillo, por muy ocupados que estuvieran, siempre sacaban un segundo para jugar o gastarse alguna broma.

      —¡Espabilad, muchachos! —solía gritarles don Patricio—. ¡Que parece que estáis en la edad del pavo!

      Gritos, chillidos y reprimendas. Diego aprendió pronto que la relación de


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