Pasaje Begoña. Ismael Lozano Latorre
que los monstruos de los cuentos son inofensivos; a los que debes temer es a los de la realidad, que asustan mucho más.
Aquella tarde, al salir de la casa, doña Mercedes lo estaba esperando en el recibidor. La mujer lo miraba fijamente y por la actitud agria de su rictus parecía que lo que iba a decirle no era nada agradable.
Antonio, temeroso, tragó saliva antes de hablar y mantuvo las distancias.
—Buenas noches, doña Mercedes —la saludó.
La señora, que no estaba dispuesta a dejarlo marchar, le lanzó una mirada desafiante y se interpuso en su camino.
—Espera un momento, Antonio, por favor —le pidió usando un tono, que más que de sugerencia, era de orden—. Me gustaría hablar contigo.
El chico se metió las manos en los bolsillos con nerviosismo. No le gustaba aquella mujer. Le asustaba. Doña Mercedes era capaz de hacerlo sentir insignificante, y sus ojos altivos veían más de la cuenta.
—Claro, doña Mercedes —balbuceó—. Lo que usted guste.
Los dos se quedaron en silencio, observándose, analizándose, mantuvieron un pulso con las miradas en el que Antonio fue el perdedor. El hombre agachó la cabeza derrotado e instintivamente se miró la puntera de los zapatos, que volvían a estar sucios. Ella, satisfecha con su victoria, sonrió.
Doña Mercedes, aunque no tenía más de cincuenta años, estaba avejentada. Las canas se habían apoderado de su melena, y su rostro marchito reflejaba mil derrotas. Su sonrisa, más que relajarle las facciones, la cubría de dureza. No era una sonrisa natural, sino forzada; hacía años que su rictus había perdido la dulzura.
—Rosario está muy contenta —comenzó a argumentar la mujer como si ese hecho, en vez de ser algo positivo, fuese un problema—. Desde que te conoció cuenta los minutos que faltan hasta tu próxima visita.
Antonio, conmovido, asintió mientras se metía la camisa por dentro del pantalón para estar más presentable.
—Lo sé —contestó.
Doña Mercedes, con su pérfida mirada, lo miró de arriba abajo como si lo que viera no le gustara y no fuese digno de estar en la puerta de su casa.
—El trato era que te casaras con ella —le advirtió—. No era necesario que se enamorara, y Rosario se ha enamorado de ti.
Enamorada, enamorada… Una palabra tan bonita que saliendo de su boca parecía un arma arrojadiza.
Rosario lo quería, era evidente; él se había dado cuenta, aunque había preferido ignorarlo. La chica le había hecho un dibujo de un corazón con sus dos nombres dentro y se lo había regalado. Antonio se había emocionado, pero había bromeado con ella para quitarle importancia.
Doña Mercedes se aproximó a él y su huesuda mano le sujetó el brazo y le clavó las uñas. Las hundió, las enterró y las movió violentamente para provocarle un arañazo.
La arpía atacaba. Le inyectaba su veneno.
—Si le haces daño, te mato —le advirtió con su lengua cenagosa—. Si le rompes el corazón a mi niña, será la último que hagas —prosiguió sin que su garra lo soltara—. Acabaré contigo y desearás no habernos conocido nunca.
La maldición. La maldición de la bruja retumbando en el alféizar de la casa.
Antonio, asustado, no dijo nada. Se quedó esperando a que doña Mercedes lo soltara y se alejara de él, pero ella, no se separaba. Permaneció así unos segundos, alargando conscientemente el momento, porque disfrutaba inspirando el olor del miedo. El joven se estremeció.
La puerta de la calle abierta, y un grupo de chicos jugando pasó corriendo delante de ellos. La plaza Costa del Sol ante sus ojos, con sus ruidos, sus aromas e historias imborrables.
—No se preocupe —balbuceó mientras intentaba librarse de su garra—. Yo la cuidaré.
La señora, con el rostro mustio y cargado de tristeza, negó con la cabeza.
—Lo dudo mucho —le respondió—. Los hombres solo sabéis hacer daño a las mujeres, siempre nos destruís.
DOCE
DOÑA MERCEDES
10 de enero de 1949
Mercedes sufrió cuatro abortos antes de dar a luz a Rosario y en cada uno de ellos la curandera le había dicho que iba a tener un varón.
Su marido siempre se ilusionaba, se pasaba horas enteras hablando de los partidos de futbol que jugaría con el niño y de cuando fueran a cazar juntos.
—Le enseñaré a utilizar mi fusil —solía contarle con orgullo a su esposa y ella, emocionada, no paraba de sonreír.
El matrimonio tenía la habitación del bebé montada, con la cuna, los muñecos y el cambiador, pero Mercedes nunca conseguía llevar los embarazos a término. La cunita se quedaba vacía y ella la llenaba de lágrimas.
La mujer se sentía frustrada. ¿Para qué servía una esposa que no era capaz de darle un hijo a su marido? Las sábanas se manchaban de sangre y con cada gota que soltaba se le agrietaba el corazón.
—No te preocupes, cariño —le decía su esposo—. Pronto lo conseguirás.
Pero, aunque don Luis la animaba, cada vez estaba más defraudado. Mercedes sabía que el coronel frecuentaba prostíbulos y se estaba acostando con otras. Era cuestión de tiempo que alguna de esas golfas se quedara preñada y le arrebatara a su hombre para siempre.
—Una mujer que no pare es como un bebedero sin agua —solía repetirse sin poder parar de llorar.
En junio de 1948, Mercedes se quedó preñada por última vez. En esta ocasión, su barriga era más pequeña, y la santera le anunció que se trataba de una niña. La mujer le ocultó la predicción al coronel, porque su marido llevaba muchos años esperando un varón que perpetuara su linaje y no quería volver a decepcionarlo.
—No cuajará —repetía—. No cuajará y no le daré el disgusto.
Celosa y temerosa, Mercedes llegó a desear perder el feto para engendrar un varón para él. ¡Don Luis no quería una niña! Pero Rosario era fuerte, se había agarrado a sus entrañas y no parecía dispuesta a desprenderse.
El cuarto del bebé pintado de celeste mientras la niña crecía en su interior.
El parto fue complicado. La matrona acudió a la casa y madre e hija estuvieron a punto de perder la vida. A la pequeña se le lio el cordón umbilical en el cuello. Nació morada, sin vida y tardó varios minutos en ponerse a llorar.
—Es una niña —anunció la partera, y al coronel se le congeló la sonrisa.
Mercedes no podía describir lo que sintió cuando le pusieron por primera vez al bebé entre los brazos. Tener a aquella pequeña criatura sobre su pecho fue lo más emotivo que había sentido jamás. Los ojos se le llenaron de lágrimas y le tembló el corazón. Se quedó diez minutos en silencio contemplando sus manitas y los deditos de los pies. ¡Era tan bonita que no podía dejar de llorar!
Su marido, en cambio, mostró total indiferencia. Ni siquiera se acercó a tocarla. La miró desde lejos y bufó.
Las malas noticias llegaron pronto. La matrona, con cara preocupada, se acercó a ellos con parsimonia y les anunció que quería hablarles de algo. La parturienta, angustiada, supo enseguida que algo no había salido bien.
—Su bebé ha sufrido mucho en el parto —les dijo la mujer, intentando ser lo más delicada posible—. Ha pasado mucho tiempo sin respirar y, por la falta de oxígeno, posiblemente le queden secuelas.
—¿Secuelas? —le preguntó su madre aterrorizada.
La matrona asintió apenada.
—Es posible que tenga daños cerebrales —les anunció, y a Mercedes se le paró el corazón.