Pasaje Begoña. Ismael Lozano Latorre
—le riñó doña Mercedes—. No sabes andar con ellos. ¡Te vas a partir un pie!
Su hija, cojeando, frunció el ceño y se negó cabeza.
—¡Es mi boda! —le contestó obstinada—. Y las novias llevan zapatos de princesa.
—¡Vivan los novios! —gritó un testigo improvisado, y todos los presentes se giraron para pedirle que se callara.
Don Patricio y Encarna esperaban en la puerta de la iglesia. Antonio estaba junto a ellos, rígido, ansioso, preocupado. Al llegar a su altura, don Luis los saludó solemnemente alzando el brazo y ellos le respondieron. No hubo abrazos, risas ni halagos. Todos los presentes eran conscientes de lo que sucedía: aquella boda solamente era una pantomima, no había motivos para estar contentos, aunque la novia no dejaba de sonreír.
Rosario se emocionó al entrar en la parroquia y se le saltaron las lágrimas. Su novio la esperaba en el altar mayor y todo era tan perfecto que le temblaban las piernas. Había claveles, muchos claveles rojos. Antonio le acarició la mejilla y le prestó su pañuelo para que se sonara los mocos.
—Estás muy guapa —la piropeó, y ella se sonrojó.
—Estamos aquí reunidos para unir en santo sacramento a Antonio López Barrera y Rosario Gutiérrez Ramos —comenzó a decir el cura con majestuosidad, y la novia, conmovida, casi se cayó de los tacones.
CATORCE
ANTONIO
20 de febrero de 1970
Antonio caminaba cabizbajo mientras las farolas vomitaban su luz amarillenta en las aceras. Estaba borracho y sus piernas avanzaban sin rumbo fijo. Pasó por la plaza de la Gamba Alegre, el tablao El Jaleo y, más tarde, por la puerta de la marisquería La Chacha. Descendió por la calle San Miguel, se quedó en silencio observando la torre Pimentel y no pudo evitar gritar y darle un puntapié a una piedra. ¡Estaba cabreado! ¡Furioso! Pablo había vuelto a humillarlo y había decidido alejarse de él. Aquella discusión parecía la definitiva, Antonio le había dicho que no quería volver a verlo y Pablo, altanero, se había encogido de hombros, como si no le importara, y lo había dejado con la palabra en la boca.
«Es lo mejor, es lo mejor…», se repetía a sí mismo mientras avanzaba por las calles, pero algo le decía que era un error. Si era lo mejor, ¿por qué le dolía tanto?
Diego le había pedido que se quedara en el Pasaje Begoña y se tomara una copa con él, pero Antonio había preferido estar solo. Quería que el aire le aclarara las ideas, aunque no lo había logrado: ahora se sentía triste y miserable.
Las escaleras que llevaban a la playa de El Bajondillo a su derecha. No sabía cómo había llegado hasta allí. ¿O quizá su subconsciente había guiado sus pasos?
Antonio se apoyó sobre la pared decidiendo si bajar o no.
No era la primera vez que acudía a aquella zona. Estaba cerca de casa. Solía haber hombres de todas las edades, malagueños, pero también turistas. Sexo esporádico con desconocidos con la complicidad de la noche. La última vez había mantenido relaciones sexuales con un americano que se parecía a Robert Redford.
Necesitaba el roce de otra piel que le subiera la autoestima.
Excitante, morboso y peligroso.
Una manera desesperada de arreglar una velada que estaba siendo un desastre.
Antonio cruzó la puerta nervioso y comenzó a bajar escalones. Le atraía aquel juego, no podía negarlo; el ardor y el miedo se mezclaban con los jadeos y el murmullo del mar. El camposanto a sus pies. Su miembro erecto presionó la cremallera del pantalón cuando percibió las primeras sombras.
—Ssshh, ssshh —lo llamó alguien desde una esquina, pero él no respondió, porque todo el mundo sabía que al inicio estaban las peores presas.
Su corazón acelerado.
¿Qué hacía allí? ¿Por qué había ido? Se refugiaba en el sexo cuando lo que buscaba era amor. Sabía que cuando eyaculara se iba a sentir peor. Vacío. Hueco.
Venus, de Shocking Blue, en su cabeza.
En la playa, cuerpos desnudos haciendo el amor entre las barcas.
Tres escalones, cinco, diez… La oscuridad se acentuaba y las sensaciones se volvían más intensas. Olía a sexo, a sexo y a mar.
¿Por qué no se marchaba? Todavía estaba a tiempo.
Las llamas de los cigarros iluminando a los desconocidos, que, guarecidos en sus escondites, esperaban un encuentro fortuito. Faros incandescentes que con cada calada incitaban a pecar.
Nervioso.
Antonio estaba nervioso.
—Ven aquí guapo —le pidió alguien, y una mano seductora intentó cogerlo por la cintura, pero él escapó.
Quince, veinte, treinta escalones…
El mar al fondo. La luna reflejándose en su superficie y las estrellas, coquetas, utilizándolo de espejo para pintarse los labios.
A la izquierda una sombra. Un alemán de unos cuarenta años de pelo castaño, con bigote frondoso y la piel quemada por el sol. Olía a aceite de coco y llevaba una camisa celeste que dejaba al descubierto su pecho peludo. Pantalones negros, ajustados, con la bragueta abierta y el miembro asomando.
Ardor.
Deseo.
Sus ojos se encontraron y el desconocido le pidió con un gesto que se acercara.
Ganas de tocarlo, de besarlo, de devorarlo.
El pulso acelerado.
Ya no había marcha atrás.
Antonio avanzó lentamente hacia él, sus brazos lo agarraron mientras su lengua vigorosa invadía con fuerza su boca.
Un beso largo, intenso, pasional.
Sus sexos duros, pegados, mientras sus manos recorrían sus cuerpos. Un gemido, dos, tres… Los dedos del alemán perdiéndose entre sus nalgas y haciéndolo estremecer. Estaba tan excitado, que cuando el extranjero se bajó el pantalón, se puso de rodillas para practicarle sexo oral sin darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor.
Tres parejas de los grises. Dos en la parte alta y otra en la baja. La policía cercó la escalinata e irrumpió en ella golpeando a sus presas. Era una redada. No solía haber muchas, pero cada vez se producían con mayor asiduidad. El régimen franquista no quería que el ambiente depravado del Pasaje Begoña se extendiera por el resto del pueblo. Había que frenarlo, contenerlo, demostrar quién mandaba allí.
—¡Maricones de mierda! —chillaban mientras levantaban sus armas.
Las porras golpeaban a los chicos que daban rienda suelta a la pasión. El frenesí se mezclaba con los gritos, llantos y alaridos. Algunos saltaron la valla y huyeron por el camposanto. A otros, en cambio, los sorprendieron y terminaron durmiendo en la Prisión Provincial de Málaga.
Antonio no los vio llegar. Todo sucedió tan rápido que no le dio tiempo a reaccionar. Cuando los grises lo golpearon, el joven estaba poniéndose de pie y subiéndose los pantalones. Tenía tierra en las rodillas.
—Vaya, vaya —exclamó alguien a su espalda—. ¿Pero a quién tenemos aquí?
El chico no reconoció su voz, pero sintió un escalofrío. Al mirarlo tampoco recordó quién era, pero le temblaron las piernas. Uniforme gris, gorra y un arma en la mano. Sus ojos lo miraban retadores como si tuviera algo personal contra él.
—Volvemos a encontrarnos, maricón —le escupió con rabia—. Y seguro que ahora eres más simpático.
El tacto metálico del revólver en su sien. Le puso la pistola en la cabeza y presionó con fuerza.
Terror. Estremecimiento.
Vio su vida pasar ante sus ojos.
Pensó