Pasaje Begoña. Ismael Lozano Latorre

Pasaje Begoña - Ismael Lozano Latorre


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enredados en la sábana.

      La luz de la luna entraba por la ventana y la estrellas, temerosas, sintieron un escalofrío.

      —Es lo mejor para todos, lo mejor —pronunció don Luis, y metió sus manos en la cuna con decisión.

      El coronel Gutiérrez todavía no había tocado a su hija. La primera vez que la tocó fue cuando le puso el cojín en la cara e intentó asfixiarla. Después del parto se había ido de la habitación y estuvo bebiendo en la taberna hasta que se le doblaron las piernas. Al regresar a su casa, le había ordenado a su esposa que le sirviera la cena, aunque estaba convaleciente. Cenó, bebió, eructó y se metió en la cama, sin acercarse siquiera a la cuna.

      El cojín en su cara. Solo tenía que apretar un poco más y el bebé dejaría de respirar.

      La niña era subnormal. Una vergüenza para la familia y para su país. Aquello no podía estar sucediendo.

      —Es lo mejor para todos, lo mejor.

      Sus piernitas agitándose. Rosario luchando por vivir mientras su padre sentía cómo se le escapaba el alma.

      —Es lo mejor para todos, lo mejor.

      —¡¿Qué estás haciendo?!

      La voz de su mujer a su espalda. Alarmada, colérica. Había tenido un mal presentimiento y se había levantado de un salto de la cama y, al hacerlo, los puntos de sutura que le habían cogido en la vagina se habían abierto. El camisón empezó a empaparse de sangre.

      —¡¿Qué estás haciendo?! —insistió.

      La mano de don Luis apretando el cojín, la niña conteniendo su último aliento.

      —¡Aléjate de mi hija! —chilló.

      Doña Mercedes empujó a su marido colérica y la bebé, enloquecida, comenzó a llorar con una fuerza atronadora.

      —¿Es que no lo entiendes? ¡Es lo mejor para ella y para nosotros! —le gritó su esposo furioso—. ¿De verdad quieres cargar con una subnormal el resto de tu vida?

      La luna tapándose los oídos para no escucharlos y el mar estrellándose con furia en la orilla.

      —Miles de bebés mueren repentinamente en su cuna —prosiguió argumentando el coronel con su lengua sibilina—. Diremos que nos despertamos y que estaba muerta. ¡No va a enterarse nadie!

      Doña Mercedes, temblando, avanzó hacia la cuna y cogió al bebé entre sus brazos. Rosario estaba morada y no dejaba de llorar. Gritaba. Chillaba. ¡Su padre había intentado matarla!

      La mujer, con el rosario colgando del cuello, apretó a la niña contra su pecho y comenzó a caminar por la habitación sin poder parar. Gotas de sangre se escurrían por sus piernas y manchaban el suelo.

      ¿Matarla? ¡No podía creer lo que estaba escuchando! ¿Cómo iban a matarla? ¿De verdad su marido se lo estaba proponiendo?

      —Eres un monstruo… —masculló con rabia.

      Su marido, contrariado, la miró como si hubiera perdido la cabeza.

      —¿Y qué quieres hacer entonces? —le chilló ofendido—. ¿Criarla? ¿Educarla?... ¿Y quién cuidará de ella cuando nosotros no estemos? ¡Dime! ¿Quién?

      Su esposa lloraba, su esposa sufría.

      Rosario en sus brazos berreaba asustada con el crucifijo de su madre clavado en la frente.

      —Mi niña, mi niña… —repetía enfebrecida—. Yo te cuidaré… No dejaré que nada malo te pase.

      Don Luis, irritado, escupió al suelo y miró con odio a su mujer.

      —¡Eres patética! —le gritó antes de salir de la habitación dando un portazo—. ¡No vales para nada! Solo sabes parir monstruos y niños muertos.

      TRECE

      ROSARIO Y ANTONIO

      26 de abril de 1970

      La boda fue sencilla. Una ceremonia íntima, en la parroquia de San Miguel Arcángel, oficiada por un párroco de confianza y pocos invitados. Los padres de la novia exigieron discreción y que solo asistieran las personas imprescindibles.

      —¡Es mi boda! Y a mí me gustaría que viniera todo el mundo —había protestado Rosario.

      Antonio la miró con ternura.

      —¿Y por qué no se lo dices a tus padres? —le preguntó.

      La chica se mordió el labio inferior con tristeza antes de contestar.

      —Se avergüenzan de mí —le confesó con pena—. Mis padres prefieren que nadie me vea. Me esconden. Siempre ha sido así.

      Su mano regordeta buscando la suya y Antonio cogiéndosela con cariño.

      —No te preocupes —le dijo con ternura—. Cuando seas mi mujer yo no te esconderé—. Y ella no pudo evitar inundar su cara con una sonrisa.

      La iglesia estaba al principio de la calle San Miguel, bajo la torre Pimentel y el comienzo de la Cuesta del Tajo. Era pequeña y humilde, tenía solo una nave rectangular y estaba plagada de tallas e imágenes. Se construyó en 1896 sobre una antigua ermita. Era de estilo neoclásico y doña Mercedes había encargado que la decoraran para la ocasión con claveles rojos, la flor favorita de su hija.

      —Todavía estás a tiempo de escaparte —le susurró Diego en voz baja, en la puerta de la parroquia.

      Antonio, embutido en un traje azul marino, sonrió con la sonrisa más triste que su amigo le había visto nunca.

      —Si quieres irte corriendo yo te seguiré y te cubriré la retaguardia —insistió con sinceridad.

      —No puedo —le contestó—. Se lo debo a mis padres y también a Rosario. No se merecen que haga algo así.

      Diego, que seguía sin creerse lo que estaba sucediendo, lo miró con afecto y crispación, esperando que su amigo entrara en razón.

      —¿Y qué pasa contigo? —le preguntó—. Te has pasado la vida cuidando a los demás: primero a mí, luego a Pablo, después a Rosario y a tus padres. ¿Y quién cuida de ti? ¿Es que no tienes derecho a ser feliz?

      Antonio, con la mirada fija en la puntera de los zapatos, suspiró.

      —Yo la he cagado y he perdido mi oportunidad —le contestó con franqueza—. Deja por lo menos que intente que las personas que me importan sean felices.

      El coche de don Luis aparcó en la calle de los Santos Arcángeles y de él descendió Rosario, seguida de sus padres. La torre de Pimentel los miraba con expectación y Antonio, angustiado, tragó saliva intentado no atragantarse.

      Hacía calor y el novio se empapaba de sudor debajo de la chaqueta.

      Rosario estaba guapa, simple pero elegante. Llevaba un vestido blanco ancho en la cintura y un velo largo que le llegaba hasta los pies. Su rostro limpio (una base de maquillaje le habría venido bien para ocultar su acostumbrada palidez, pero no la había usado). Lo único que iluminaba su mirada era su sonrisa, una sonrisa extraña, picassiana, con el labio superior enrollado mostrando su carnosa encía.

      En su mano derecha un broche dorado con forma de mariposa y un par de esmeraldas engarzadas. Era de su abuela, la única que nunca la había llamado retrasada y que la trataba como a una niña normal. Su madre le regaló esa joya al cumplir los dieciocho años y la guardaba como un tesoro. Cuando tenía que hacer algo importante, Rosario siempre lo llevaba apretado con fuerza y así era como si su abuela la estuviera guiando de la mano y protegiéndola.

      Estaba feliz, contenta, aquel era su sueño y nada ni nadie podría arrebatarle ese instante de felicidad. Daba igual que aquella boda fuera una farsa y que él no estuviera enamorado. ¡Ella lo quería! Antonio era su príncipe azul y la princesa Caracol, por fin iba a pasar por el altar.

      La novia comenzó a avanzar por


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