Pasaje Begoña. Ismael Lozano Latorre

Pasaje Begoña - Ismael Lozano Latorre


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abrió su cartera y comenzó a repartir billetes.

      El policía apretaba con rabia el cañón de su revólver en su sien, haciéndole daño.

      Imágenes difusas pasando a gran velocidad por su cabeza. Antonio había visto a ese hombre otra vez, pero no sabía dónde. ¡No iba de uniforme! De eso estaba seguro. Sus ojos, su odio, sus muecas… no le eran del todo desconocidos.

      El dedo en el gatillo. El pulso le temblaba y Antonio tenía ganas de llorar, pero logró contenerse. Debía mantenerse serio, tranquilo, era lo mejor para no alterarlo, para intentar salvar la situación.

      —¿No vas a decir nada? —insistió furioso.

      El restaurante. Había sido allí. Hacia dos o tres semanas. Aquel hombre había estado en la mesa ocho sentado con su mujer y su familia. Habían pedido una paella, cuatro espetos, gambas a la plancha y cinco botellas de vino. La cuenta fue suculenta.

      —¿Es que no le vas a hacer a un descuento a un miembro del Cuerpo de la Policía? —le preguntó el hombre brabucón cuando recibió la factura—. Yo soy un patriota que lucha por España cada día.

      El camarero, educadamente, siguiendo las instrucciones que su padre le había dado, negó con la cabeza.

      —Lo siento señor, todos los clientes que se sientan en nuestras mesas son iguales para nosotros —le contestó—. Aunque le agradecemos su labor, no podemos hacer precios especiales a nadie.

      La mujer del policía, incómoda, le hizo una señal a su marido para que pagara, pero él resopló. Y su suegra, al verlo humillado, puso cara de satisfacción.

      —¡Está bien! —respondió el hombre visiblemente ofendido—. ¡Pero no somos iguales! ¡No lo olvides! Que sea la última vez que comparas a un patriota con uno de estos maricones que visitan nuestra tierra. ¡Respeto y agradecimiento! Eso es lo que nos merecemos. Si no fuera por nosotros que sacrificamos nuestros intereses particulares por el bien común, velando por la gracia de España, ninguno de vosotros tendría un trozo de pan que llevarse a la boca.

      Tensión.

      Escalofrío.

      El dedo en el gatillo y uno de sus compañeros pidiéndole al policía que le pusiera las esposas al chico y lo dejara en paz.

      —¡No! —protestó—. Este maricón me debe una disculpa.

      El revólver en la sien.

      Los ojos del agente mirándolo con odio mientras Antonio comenzaba a llorar y las lágrimas descendían por sus mejillas.

      Había intentado controlarse, pero no podía más.

      Aquello era su fin. Lo veía. Lo sentía.

      ¡Podía matarlo allí mismo! Disparar y dejar su cuerpo tirado en la cuneta. Nadie diría nada. Sus compañeros confirmarían que el detenido se había enfrentado a ellos o que era un enemigo de la patria.

      —Lo siento. ¡Lo siento! —balbuceó desesperado—. Siento como lo traté en el restaurante. ¡Usted tenía razón!

      Una sonrisa cínica de satisfacción en su cara.

      El policía le quitó la pistola de la sien, pero en vez de liberarlo, se la metió en la boca.

      No había acabado de torturarlo, de atormentarlo. No se sentía satisfecho.

      El cañón del arma entre sus dientes.

      Orín caliente descendiendo por sus piernas y empapando sus zapatos.

      El alemán, horrorizado, les entregó todo su dinero y salió corriendo.

      La luz de la luna iluminando la escena.

      —Sería muy fácil acabar contigo —le susurró al oído—. Escoria como tú ensucia el nombre de España. Le haría un favor a la patria y al Caudillo si te disparara ahora mismo.

      Su corazón desbocado.

      Miedo. Pavor.

      Sabor metálico en la boca. A muerte. A pólvora.

      Su existencia terminaba.

      Moriría solo y con los pantalones meados.

      ¡Le quedaban tantas cosas por hacer! ¡Por sentir! Aquello era cruel e injusto.

      —Por favor —rogó.

      Un hombre algo mayor que él se acercó a su atacante y le pidió que desistiera.

      —¡Déjalo, Miguel! —le pidió—. Su familia tiene pasta. Este maricón vale más vivo que muerto.

      Pasta.

      Más vivo que muerto.

      Temblor en las piernas.

      Escalofrío.

      ¿Iba a soltarlo?

      El sabor amargo de la pistola en su boca.

      ¿A cuántos inocentes habría matado con esa arma?

      Sangre en los dientes.

      —¡Está bien! —masculló, pero antes de bajar su pistola, no pudo controlarse y le golpeó con ella en la cabeza.

      QUINCE

      DON LUIS

      26 de abril de 1970

      La boda se celebró a puerta cerrada en el restaurante de don Patricio. Había marisco, pescado fresco y una tarta nupcial, pero Rosario estaba decepcionada porque no había baile. Todos los invitados estaban serios, pero ella, radiante, no paraba de reír y chillar.

      —¡Compórtate! —le riñó doña Mercedes—. Que tu suegra va a pensar que eres más lela de lo que eres.

      Antonio no se separó de Rosario en toda la comida. Le cogía la mano debajo de la mesa y le hacía señas para que se tranquilizara, pero la novia parecía un caballo desbocado que acabaran de soltar en un prado. ¡Era su día! ¡Su sueño! ¡Ella era la protagonista! Lo mejor de aquella boda era ver su cara de felicidad.

      —No me besaste —le reprochó la chica al salir de la iglesia.

      El novio, que intentaba no asfixiarse dentro del traje azul marino que le había comprado su madre, negó con la cabeza. Cuando el párroco les había dado permiso para hacerlo, sus labios se habían juntado durante varios segundos.

      —Eso no fue un beso de verdad —insistió Rosario—. Mi prima Conchita me dijo que los besos de verdad son con lengua. ¡Lo tuyo fue solo un pico!

      Antonio, abrumado, se sonrojó.

      —Tienes razón, Rosario —le contestó—. Pero ya te dije una vez que tu primer beso tiene que ser con alguien especial, no puede ser por compromiso.

      La chica frunció el ceño apenada y el viento jugó con su velo.

      —Para mí eres especial —le confesó con tristeza—. A mí me valdría.

      Después del postre, don Patricio sacó el whisky y los licores más caros que guardaba tras la barra del bar. Quería agasajar a don Luis y agradecerle todo lo que había hecho por ellos. No todos los días tenían a un coronel de la falange en casa y aquel hombre, a pesar de su bravuconería, les había salvado la vida, aunque se encargara de recordárselo constantemente.

      —No me gusta —le había susurrado Encarna a su marido—. ¿De verdad piensas que podemos fiarnos de él?

      Don Patricio, asustado, le dio un puntapié bajo la mesa para que se callara.

      —Cuando conoces al diablo es mejor meterlo en tu familia que enfrentarte a él —le contestó su esposo—. ¿O acaso preferirías que nuestro Antonio estuviera en la cárcel?

      Diego bebía. Desde que llegó al convite se había puesto en un lugar alejado de la mesa y las copas de vino se sucedían una tras otra. Después continuó con el whisky y el ron. Estaba muy borracho, tanto que no sentía su paladar. Observaba


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