Pasaje Begoña. Ismael Lozano Latorre

Pasaje Begoña - Ismael Lozano Latorre


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por desgracia, la situación, en vez de prosperar, terminó rompiéndose. A partir de la detención de Antonio, su situación en el restaurante se volvió insostenible: silencios, malos modos, reproches… Los cuchillos volaban y la estaca que don Patricio había clavado en el pecho de su hijo cada vez era más profunda.

      Diego ya no sabía cómo calmarlos. Antonio estaba mal, había dejado de bromear y sus ojos castaños siempre parecían preocupados. Desde que lo detuvieron ya no le contaba sus cosas. No jugaban, no reían, no se abrazaban, no salían de fiesta… Se estaba alejando de él y Diego, preocupado, quería aprovechar esa noche, la última hora del turno, que estaban solos, para hablar con él.

      Era una velada clara, fresca, serena. Diego estaba terminando de limpiar las mesas de la terraza cuando Antonio salió con una bayeta en la mano para ayudarlo. Los últimos clientes se habían marchado hacía media hora y los dos amigos, agotados, iban a cerrar el local.

      —¿Has terminado con la cocina? —le preguntó Diego, y él, cansado, asintió con la cabeza.

      Silencio.

      La bayeta frotando con fuerza la mesa mientras los ojos verdes de Diego lo buscaban sin encontrarlo.

      —Hace tiempo que no te dejas ver por el Pasaje Begoña —insistió el chico—. ¿Por qué no vienes hoy conmigo?

      Antonio, hermético, negó con la cabeza.

      —Es viernes —insistió Diego—. Todo el mundo estará allí. ¿Qué te pasa? ¿Es que no quieres ver a Pablo?

      Pablo… Antonio llevaba semanas intentando no pensar en él. Lo había apartado de su mente, ¡de sus sentimientos! No quería recordarlo.

      —No —le respondió con apatía—. Prefiero quedarme en casa.

      Diego continuó limpiando las mesas sin quitarle la vista de encima. Antonio estaba serio, distante, pero al nombrarle a Pablo, algo se había roto dentro de él.

      —¿Es verdad lo que cuentan? —le preguntó por fin.

      Antonio, que estaba recogiendo las sillas, se encogió de hombros sin saber a qué se refería.

      —Dicen que estás rondando a la hija del coronel Gutiérrez —le soltó.

      Antonio, avergonzado, dejó lo que estaba haciendo y lo miró desconcertado. Se suponía que su relación con Rosario era secreta, nadie debía conocerla hasta que la hicieran oficial, pero al parecer, en Torremolinos era complicado ser discreto.

      —¿Y quién dice eso? —le preguntó ofendido.

      Un grupo de turistas pasaba por la calle alzando la voz más de la cuenta, y entre ellos destacaba una chica alta, rubia, muy guapa, que parecía que había bebido más de lo debido.

      —Todo Málaga —le aclaró Diego—. Cuentan que vas todas las tardes, y que por eso ya no te dejas ver por el Pasaje Begoña.

      Silencio.

      Los ojos de Antonio mirando al suelo, huyendo de los suyos, como si temiera que pudiera leerle la mente.

      —¿Es cierto? —insistió su amigo sin llegar a creérselo.

      Antonio se encogió de hombros y asintió con la cabeza.

      Diego se indignó.

      —¿De verdad? —le preguntó con asombro—. ¡¿Te vas a casar con una mongólica?!

      Antonio, ofendido, lo corrigió.

      —Rosario no es mongólica.

      Diego lo miró como si no lo conociera. Estaba junto a él, pero Antonio parecía otra persona.

      —Dicen que no está bien —insistió.

      El camarero, compungido, se acercó a su amigo y, por primera vez desde que había comenzado la conversación, sus miradas se encontraron y conectaron como hacía semanas que no hacían.

      —Tiene un retraso —le informó Antonio—. Pero es leve.

      Sus ojos hablando sin palabras. A veces no es necesario hablar. Los silencios pueden estar cargados de significado. Diego comprendió por su mirada que era un tema que prefería no tratar. Si Antonio le contaba qué estaba sucediendo, su amigo podía acabar también en el calabozo. Debía cuidarlo. Protegerlo. Mantenerlo al margen como había estado haciendo hasta ahora.

      —¿Un retraso leve? —bromeó Diego para quitarle importancia—. Muy leve no debe de ser cuando no se ha dado cuenta de que su novio es maricón.

      Maricón.

      Sarasa.

      Desviado.

      El grupo de turistas que pasó por su lado torció la calle, pero la chica rubia, mareada, se puso a vomitar en la esquina.

      Maricón.

      Sarasa.

      Desviado.

      Había sido una broma, solo eso.

      El comentario de Diego había sido un chiste para quitarle tensión a la situación, pero a ninguno de los dos le había hecho gracia.

      NUEVE

      ROSARIO Y ANTONIO

      19 de marzo de 1970

      -¿Te da miedo mi padre?

      Rosario estaba sentada en una butaca de mimbre en el patio y jugaba con su abanico. El sol la iluminaba y su piel translucida resplandecía. Antonio la contemplaba nervioso mientras le daba la última calada al cigarro y lo tiraba por el sumidero.

      —Un poco —confesó.

      Mil macetas con geranios colgaban de la pared. Antonio las observaba mientras sus hojas eran acariciadas por el viento.

      —Es normal… —lo justificó la chica—. A mamá y a mí también nos asusta.

      Un monstruo. Un ogro.

      Don Luis acababa de atravesar el pasillo. Su uniforme gris, su cara de pocos amigos y el revólver en la cintura. Al verlos en el patio, se había parado unos segundos para analizar lo que estaban haciendo y había levantado el brazo a modo de saludo. Antonio le había respondido, pero al hacerlo no había podido evitar que le temblara la mano y un escalofrío había recorrido su espina dorsal. Siempre le ocurría: cuando el coronel Gutiérrez hacía acto de presencia en la casa, las paredes se oscurecían y se sentía terriblemente vulnerable. Le tenía miedo, pavor; aquel hombre lo había doblegado y podía hacer con él lo que quisiera.

      —Papá y mamá gritan mucho —prosiguió contándole Rosario—. Discuten por la casa, la comida, por mí… Y se escuchan golpes.

      Golpes.

      Golpes.

      Sus ojos castaños, su piel transparente. A veces, Rosario parecía una niña asustada que había sufrido mucho. Su retina se teñía de tristeza y resbalaba por su piel. Ni siquiera su sonrisa era capaz de vencer la amargura. ¿Cuánto había padecido esa chica? ¿Cuántas monstruosidades le habría tocado ver?

      —Mamá dice que es culpa suya. ¡Que es muy torpe! A veces se choca con las puertas, otra se escurre cuando está fregando el suelo… Siempre está llena de moratones… Un día, incluso, terminó en el hospital.

      Silencio.

      «A mamá y a mí también nos asusta».

      La mano de Antonio cogiendo la de ella y acariciándola con sus dedos.

      Ni siquiera su ingenuidad era capaz de creerse esas mentiras.

      Rosario se mordió el labio inferior y una pequeña lágrima descendió por su mejilla.

      —Le dijo al médico que se había caído por las escaleras, pero yo sé que no es verdad… Mi habitación está al lado. Si se hubiera caído, yo la habría oído.

      Golpes.

      Gritos.


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