Pasaje Begoña. Ismael Lozano Latorre

Pasaje Begoña - Ismael Lozano Latorre


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la tinta de un calamar

      tú me escribes por las esquinas

      que estas sufriendo cada vez más.

      Los ojos de Rosario lo miraban, lo estudiaban, pero al encontrarse con los de él huyeron despavoridos. No era capaz de sostenerle la mirada, y se sonrojaba.

      Momento tenso, denso, irrespirable.

      —¿Te importa que fume? —le preguntó el hombre para romper la presión a la que estaban sometidos y ella se encogió de hombros, ruborizada, dándole a entender que no le molestaba.

      Antonio se lio un cigarrillo ante la atenta mirada de la chica, que no le quitaba la vista de encima. Rosario nunca había tenido un hombre tan guapo cerca. Le fascinaba cómo hablaba, cómo gesticulaba y cada uno de sus movimientos. Antonio era un joven muy atractivo y había ido a aquella casa para pedirle salir.

      La primera calada al cigarro le supo a gloria.

      Tenía que contar hasta diez, relajarse, controlar los nervios.

      Doña Mercedes lo acosaba, podía sentir su mirada de hiena enredada en el visillo y clavándose en él.

      Ay, mira, mira, mira

      lo mucho que te quiero

      ay, mira, mira, mira

      cariño trianero.

      —¿Quieres? —le preguntó Antonio ofreciéndole el cigarrillo y ella frunció el ceño como si hubiera dicho un disparate.

      —¡Las mujeres no fuman! —le corrigió escandalizada—. Solo las frescas lo hacen.

      El chico, más relajado, sonrió. Le hizo gracia su ocurrencia y la forma de expresarse. Poco a poco Rosario estaba consiguiendo que se sintiera más cómodo y se olvidara de que lo estaban examinando.

      —Las mujeres deberían hacer lo que les dé la gana y no preocuparse por lo que digan los demás —la corrigió.

      Silencio.

      Sus miradas encontrándose por primera vez. Timidez y curiosidad en los ojos de ella; extrañeza y cautela en los de él.

      El humo entrando en sus pulmones y las agujas del reloj de pared avanzando lentamente.

      —Entonces… —comenzó a interrogarlo la chica de nuevo—, si no estás enamorado de mí… ¿por qué quieres que seamos novios?

      Pánico. Pavor.

      Los recuerdos de la última semana agolpándose en su mente.

      Era una pregunta complicada y no sabía cómo responder. Era la que más miedo le daba. Había pensado mil veces en cómo iba a explicárselo para que ella no se enfadara y rechazara su propuesta.

      —¿Por qué quieres que seamos novios? —repitió.

      Una nueva calada al cigarro. Inhalar. Exhalar.

      El rostro ingenuo de Rosario esperando una respuesta.

      Sinceridad, la sinceridad siempre era la mejor estrategia.

      —Necesito hacerlo —le confesó.

      Rosario, sin comprenderlo, se mordió el labio inferior y negó con la cabeza. Cuando hacía eso, su rostro aparentaba menos edad, como si debajo de aquellos adornos y complementos de adulta realmente hubiera una niña.

      —Le prometí a tu padre que me casaría contigo.

      Don Luis, con su uniforme de paño gris, sus botas altas, su pelo negro, su gorra, sus ojos azules, su cinturón de cuero, su bigote robusto y sus condecoraciones… Pensar en él hacía que se le congelara la sangre… Le tenía miedo. ¡Le aterraba! El padre de Rosario representaba la parte más oscura del régimen franquista.

      —Me metí en un lío y él me ayudó —le contó—. Se lo debo.

      Los favores se pagan… Se pagan…

      El rostro de la chica asombrado y contrariado a la vez.

      —¡¿Casarnos?! —le preguntó aturdida.

      Antonio, sabiendo que debía tranquilizarla y que su vida dependía de ello, se acercó a Rosario y, por primera vez desde que se conocieron, la tocó. Fue solo un instante: sus dedos rozaron los de ella y sintió la calidez de su piel.

      —Sí, en dos meses —le explicó—. Siempre que tú estés de acuerdo.

      Con la pluma de una gallina

      y la tinta de un calamar

      tú me escribes por las esquinas

      que estas sufriendo cada vez más.

      La colilla del cigarro aplastada en el cenicero.

      Rosario, alterada, cogió el abanico que había sobre la mesa y empezó a abanicarse con fuerza haciendo que la mosca que estaba posada en él alzara el vuelo y escapara por la ventana.

      Salir.

      Huir.

      A Antonio le habría gustado hacer lo mismo.

      Rosario no podía creer lo que estaba oyendo. Aquello iba mucho más allá de lo que le habían contado. Antonio no quería ser su novio… ¡Quería casarse con ella!

      Casarse. Casarse. Vestido blanco, iglesia, cura, arroz y ser felices para siempre.

      Ella nunca había imaginado que se iba a casar. Las chicas como ella no pasaban por el altar. Nadie las quería. Eran repudiadas, apartadas, escondidas… Y Rosario tenía ante ella a un chico muy guapo que le estaba diciendo que iba a convertirse en su esposo. ¡Era afortunada! No podía ocultar que le hacía ilusión, aunque le daba vergüenza.

      Ay, mira, mira, mira

      lo mucho que te quiero

      ay, mira, mira, mira

      cariño trianero.

      Los ojos castaños de Rosario esquivando los suyos.

      Las cortinas agitándose.

      La chica, más calmada, dejó el abanico sobre la mesa.

      —Mis padres se están haciendo mayores y están preocupados por mí —le explicó como si debiera justificarlos—. Quieren que me case para que un hombre me cuide cuando ellos no estén. Piensan que yo sola no puedo apañarme.

      Su semblante triste, sus ánimos también.

      Lo que acababa de contarle la entristecía y su rostro se cubrió de pena y retraimiento.

      Doña Mercedes la había sobreprotegido siempre y la hacía sentir más inútil de lo que era.

      —¿Y puedes hacerlo? —le preguntó él—. ¿Puedes cuidarte sola?

      Rosario, afligida, se encogió de hombros.

      —No lo sé —admitió—. Siempre he estado con ellos. No sé si sabría ocuparme de mí misma porque nunca lo he hecho.

      El chico, con ternura, cogió su mano y entrelazaron sus dedos. La veía tan vulnerable que necesitaba protegerla. Rosario estaba nerviosa, pero sentía que podía confiar en él. Había algo en los ojos oscuros de Antonio que le transmitía seguridad.

      —Yo te cuidaré —le susurró y Rosario, emocionada, sonrió, dejando al descubierto su encía.

      —Pero tú no me quieres —le contestó ella con tristeza.

      En la radio cantaba Antonio Molina y la mano de la joven soltó la suya, alejándose de él.

      La foto del Caudillo mirándolos desde el recibidor. La bandera de España ondeando al viento.

      —No todos los matrimonios se quieren —le explicó él, y Rosario se encogió de hombros enternecida, como si realmente no le importara.

      TRES

      LA PRINCESA CARACOL

      27


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