Amarillo. Blanca Alexander

Amarillo - Blanca Alexander


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perfecta para divertirme, no para jugar a ser héroe. —Sin decir más, se alejó hacia la pista de baile.

      Marcus iba a agregar algo, pero Pía apareció frente a él. De inmediato, el joven se fijó en su vestido verde oscuro y las flores negras que adornaban su cabello.

      —Ya sé qué hacer para que me recuerdes. —Le dirigió una mirada fría.

      —Yo… yo… —Marcus la observó confundido y empezó a sudar, incapaz de completar la oración.

      Luego de tres incómodos segundos de silencio, se acercó a la mesa una chica de cabello castaño, pecosa y muy alegre. Su melena estaba recogida en una cola baja adornada de flores celestes que hacían juego con su vestido. Era Claudia Lender, hija menor del alcalde y ex novia de Marcus.

      —¡Al fin te encontré! ¡Vamos a bailar!

      Claudia lo haló del brazo sin esperar respuesta, así que la siguió. Pía, por su parte, continuó inmóvil mientras se alejaban.

      Cruz miró lo que ocurría sin entender, así que extendió su mano de forma cortés.

      —Yo soy…

      Antes de que terminara, Pía dio media vuelta, como si no se hubiera percatado de que él estaba allí.

      ***

      Sebastián salió por la ventana de su habitación y descendió hasta el primer piso usando la enredadera que crecía adherida a la pared exterior. Luego corrió hasta el establo, donde lo esperaba Dan. Ambos lucían como niños del pueblo gracias a sus vestimentas humildes: bermudas marrones, camisón beige y zapatos desgastados. Sebastián cargaba una mochila de cuero, donde guardaba el pergamino mágico, además de agua, varias manzanas y una fotografía familiar. Al encontrarse con su amigo, no pudo evitar manifestar con asombro que le parecía casi un milagro que los guardaespaldas que vigilaban la mansión no lo hubieran visto.

      —Hoy la suerte está de nuestro lado. —Dan intentaba subirse al caballo, que ya lo había rechazado un par de veces.

      —Al parecer no tanto.

      —No lo entiendo, siempre lo he montado sin problema.

      —Tal vez está nervioso…

      Con incredulidad, vieron que el caballo se postraba frente a Sebastián, como si le extendiera una petición o le ofreciera una especie de reverencia.

      —Creo… creo que quiere que yo lleve las riendas. —Miró al animal, impresionado.

      —Entonces hazlo, ¡no perdamos más tiempo!

      Sebastián subió al caballo y se acomodó sobre la montura. Guio al equino para que diera algunos pasos cortos y dio vueltas lentas como un experto.

      —Puedo jurar que esta vez se siente muy distinta a las anteriores en que practiqué.

      —Sí, luces muy seguro, pero luego hablamos de eso, debemos irnos.

      Dan se ubicó detrás de él sobre el mismo caballo y Sebastián cabalgó a toda prisa levantando el polvo del camino. La noche era oscura y la luz de luna era lo único que les permitía ver la ruta. Avanzaron a toda prisa mientras Dan se sujetaba con fuerza de la cintura de su amigo, aunque jamás sintió que tambalearan. El chico que se mostraba tan inseguro en sus clases de equitación, parecía poseído por el espíritu de un jinete legendario.

      —¡No sé qué sucede, pero me siento como si fuera capaz de volar!

      —¡Yo tampoco, pero no lo hagas! —Dan estaba atemorizado debido a la velocidad que llevaban, la cual los obligaba a gritar para comunicarse.

      Arribaron al pueblo y Sebastián tiró de las riendas para disminuir el ritmo de la cabalgata. Cruzaron frente a una taberna, de la que salían dos borrachos y una mujer de marcadas curvas y negro cabello rizado que usaba mucho maquillaje, quien los miró con perspicacia. Un poco azorados, los chicos continuaron su camino hacia el Palacio del Reloj.

      De acuerdo con el plan de Dan, debían ingresar por la parte trasera del recinto, así que se desviaron para tomar la calle de atrás. Una vez allí, descendieron del lomo del caballo y Sebastián lo sujetó del mismo árbol que debían trepar para llegar a la cima del muro que los separaba del museo. Dan fue el primero en subir, Sebastián lo siguió con una soga en mano, la cual ataron de la parte alta del tronco, para luego arrojarla hacia abajo, al otro lado del muro; la cuerda llegaba al suelo.

      —Como te dije, hay muy poca vigilancia. Quizá haya dos soldados patrullando esta zona, dos más al frente y otro par en el interior… o tal vez tres, uno en cada piso. Pero los esquivaremos, sígueme.

      Tras decir esto, Dan sujetó la soga con fuerza y se deslizó con el mayor cuidado posible hacia abajo. Sebastián lo siguió en silencio.

      El Palacio del Reloj era un edificio de tres pisos pintado de azul celeste, como la bandera de Zuneve. Además, los marcos de las ventanas eran de fina madera oscura.

      Llegaron ilesos al suelo, miraron a su alrededor e iniciaron la caminata con cautela, ocultos entre los arbustos sembrados a lo largo del pasillo exterior del edificio. Vieron a un soldado caminar en dirección contraria, así que Dan tomó sin demora a Sebastián de la mano y lo obligó a que se agacharan a un lado; de esta forma, el soldado cruzó cerca de ellos sin detectar su presencia.

      —Dan, espera, eso estuvo cerca… Ahora recuerdo: el pergamino escribió que me guiaría al llegar al Palacio del Reloj. Hasta este momento no lo ha hecho, creo que debería preguntar.

      Dan miró con impaciencia a su alrededor.

      —Vamos bien, ¡le preguntas cuando estemos adentro!

      —Para asegurarnos de entrar, creo que deberíamos preguntar. Al fin y al cabo, esto es idea de suya.

      Dan se dio por vencido.

      —Está bien, hazlo, pero no te tardes. No podemos permanecer mucho tiempo aquí afuera.

      Sebastián extrajo rápidamente el pergamino de la mochila y susurró cerca de su superficie:

      —Estoy aquí… ¿Qué hago para entrar de forma segura sin ser visto?

      Leyó en voz alta las palabras que aparecieron:

      —“Entra por la ventana abierta que encontrarás al final del camino de los arbustos”.

      —Entonces sigamos.

      Avanzaron con sigilo por el mismo pasillo hasta llegar al final, donde encontraron una pequeña oficina con la ventana abierta. Sin perder tiempo, se aferraron al marco y entraron a la oficina. En medio de la oscuridad, Sebastián volvió a consultar el pergamino.

      Abre la puerta y acércate al reloj.

      —¿Estás diciendo que vayamos al centro del palacio, donde cualquiera nos verá?

      Nadie te verá, serás invisible durante unos minutos.

      —¿Qué dice? —Dan lo miraba con ansiedad.

      —Que… dice que seré invisible unos minutos, pero ¿qué hay de ti? ¿Es eso posible acaso?

      —Anda, me quedaré aquí vigilando.

      Sebastián miró la puerta con temor. No tenía miedo de ser descubierto y afrontar el correspondiente castigo, su aprensión se debía a un sentimiento que era incapaz de comprender, algo que tornaba pesados sus pasos y erizaba su piel. A pesar de eso, se llenó de valor para girar la manilla con lentitud.

      Luego de cruzar la puerta, caminó hasta el centro del salón principal, donde el suelo era de madera oscura y las paredes azules, aunque los tonos eran más oscuros que los de la fachada. A los costados se ubicaban cuatro puertas, mientras que en la pared central colgaban tres pinturas con marcos dorados. La primera era de Bernardo Andala a una edad avanzada,


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