Frente al dolor. Roberto Badenas
trataría, en primer lugar, de una señal de alarma mediante la cual el organismo indica que algo no va bien, avisa de alguna forma de agresión7 o advierte que un peligro acecha. La sensación de ardor que nos aparta del fuego evita que suframos quemaduras más graves. El pinchazo hace que nos apartemos de las espinas y no suframos heridas mayores. Etcétera.
Aunque esta definición positiva del dolor es válida en muchos casos, no es aplicable a todos. Si por una parte el dolor es capaz de protegernos de la destrucción (por ejemplo, apartándonos del fuego), por otra es capaz también de destruirnos. El famoso cirujano francés René Leriche8 ya señaló que: «Para los médicos que viven en contacto con los enfermos, el dolor no es más que una contingencia, un síntoma perjudicial, angustioso y nocivo […]. El dolor a veces hace todavía más penosa y desdichada una situación que ya es irrevocable […]. Debemos descartar la idea de que ese dolor es beneficioso. El dolor es siempre un regalo siniestro. Envilece al hombre y lo enferma más de lo que realmente está. El médico tiene el deber ineludible de prevenirlo, si puede».9
Amigos o enemigos, dolor y sufrimiento necesitan tomarse siempre en serio.
El dolor, experiencia personal
Aunque el dolor nos produce repulsa a todos, tiene efectos diversos en cada persona. No todos sufrimos igual. Se podría decir que más que “dolores” o “sufrimientos” existen personas que sufren. Mi dolor o el de cualquier otro es siempre una vivencia individual. Quizá no haya experiencia más personal que la del sufrimiento. Afecta al ser en su totalidad: al cuerpo y al espíritu. Sea físico o moral, el dolor nos recuerda la fragilidad de nuestra existencia, acapara nuestra atención en nuestro propio malestar y convierte su eliminación en la más urgente de las tareas.
El dolor y el sufrimiento son quizás las experiencias humanas que más nos aíslan de los demás. No importa cuánto hayamos leído acerca del tema o cuánto consigamos simpatizar con el que sufre, su dolor será siempre suyo, único e intransferible. No hay manera de compartir, en realidad, el dolor.10 Nuestros padecimientos constituyen un círculo cerrado al exterior. «No puedes sentir el dolor de cualquier otro, ni cualquier otro puede experimentar el tuyo [...]. Holocausto, hambre, pandemias… no importa. El sufrimiento siempre llega en lotes individuales».11
Nuestra dificultad para analizar el dolor se complica además con el hecho de que, al impregnar todas las dimensiones del ser, afecta en mayor o menor medida a nuestra objetividad. Sobrevenga de forma súbita en un accidente o se anuncie con anticipación en una enfermedad crónica, el dolor nunca nos encuentra preparados: perturba nuestra existencia y puede paralizarla por completo. Cada vez que irrumpe en nuestra vida, nos convierte de algún modo en víctimas pasivas de lo que nos acontece. No importa cuán responsables seamos de sus causas, siempre lo percibimos como un intruso que nos invade.
¿Cuánto nos duele?
El dolor es una sensación muy difícil de medir. La valoración de su intensidad es todavía muy aleatoria y difiere considerablemente de unos pacientes a otros y de unos médicos a otros. Las técnicas fiables para medir el dolor son muy recientes y aún no están ni generalizadas ni reconocidas del todo.
Tampoco es fácil comparar unas molestias con otras, y pronunciarse de modo válido para afirmar, por ejemplo, qué es peor, si un intenso dolor pasajero, como el de muchos partos naturales, un cólico nefrítico, etcétera, o el dolor arraigado, mucho menos agudo, pero mucho más persistente de ciertos tipos de cáncer o artrosis. El dolor crónico, aunque sea relativamente moderado, se puede volver insoportable precisamente por su duración. Este dolor afecta a un gran porcentaje de pacientes durante periodos muy variables, en los que les cambia radicalmente la vida.12 Impide conciliar el sueño, perturba la movilidad, reduce la capacidad de trabajo y afecta hasta a los gestos más cotidianos como levantarse de la cama, o subir y bajar escaleras. Incluso pasear puede convertirse en un suplicio. Padecer dolores persistentes sin conocer las causas o sin encontrar alivio, perturba la vida normal y llega a provocar cuadros graves de depresión y ansiedad.
Reacciones ante el dolor
Las actitudes ante el dolor son casi tan diversas como las personas que sufren. Es difícil generalizar sobre las dimensiones subjetivas del dolor, porque hay tantas formas y grados de sufrimiento como variaciones de los umbrales de sensibilidad. Ciertas dolencias consiguen ser increíblemente soportadas por algunos de los que más sufren y particularmente temidas por los que han sufrido menos. Por eso la evaluación del sufrimiento es muy relativa y varía según los pueblos, los individuos y los casos. En algunas guerras los soldados operados sin anestesia no parecían sentir más dolor que el de sus propias heridas. En ciertas etnias, hay mujeres que dan a luz y siguen trabajando casi como si nada especial hubiese ocurrido.
El sufrimiento trasciende las circunstancias personales de sus protagonistas. Como alguien ha observado con sorna, «la corona real no quita el dolor de cabeza».13 De ahí que muchas preguntas teóricamente interesantes resulten, desde el punto de vista práctico, totalmente irrelevantes: ¿Quién sufre más, los hombres o las mujeres?, ¿los adultos o los niños?, ¿los jóvenes o los viejos?, ¿los mejor informados o los más ignorantes?, ¿los creyentes o los no creyentes?, etcétera. Al afectarnos de modo tan personal, cuando sufrimos tendemos a pensar que la adversidad que se abate contra nosotros es única, que nadie sufre así, o que nuestro dolor no es comparable a ningún otro. Y así es, en cierto modo.
Nuestras sociedades desarrolladas han combatido el dolor físico con innegable éxito. La medicina y la farmacopea están convirtiendo la experiencia del dolor en un problema técnico. De ahí que se les reproche, con razón, el riesgo de reducirlo a una mera disfunción de la maquinaria corporal.14 Pues el dolor es un problema más amplio, que afecta a la irrepetible singularidad del ser humano. De hecho, ninguna ley fisiológica puede dar cuenta por entero de esta experiencia.15 Los beneficiarios privilegiados de lo que se ha dado en llamar el “estado del bienestar”, recurrimos sistemáticamente a la asistencia sanitaria en nuestra lucha contra el dolor, como si se tratase de un derecho fundamental. Los médicos nos recetan fármacos que nos quitan las molestias físicas. Las terapias psicológicas apaciguan nuestras perturbaciones emocionales. Y si no, las drogas nos procuran una evasión, aunque sea momentánea, de nuestra realidad dolorosa.
Hoy en Occidente las cifras estadísticas del consumo de analgésicos y tranquilizantes no cesan de crecer. Otras sociedades y otros tiempos han asumido el dolor de maneras que a nosotros nos parecen excesivamente resignadas y crueles, atribuyéndoles dimensiones religiosas o espirituales que nos resultan cada vez más difíciles de entender. Sufrimiento y dolor se han enfrentado en ellas no como meras cuestiones sanitarias o médicas sino como problemas existenciales. Pero en nuestro mundo postcristiano, las curas han desbancado a los curas. Medicamentos y terapias han sustituido a ayunos y oraciones, y se han convertido en los sucedáneos modernos de lo que en otro tiempo dependía en gran medida de la fortaleza personal, del dominio propio o de la fe.16
¿Es verdad que nadie quiere sufrir?
A pesar de que, en teoría, todos buscamos el bienestar y cada uno se defiende a su manera contra el dolor, en realidad el sufrimiento también se cultiva. Es sorprendente comprobar con qué obstinación nos mantenemos en situaciones que nos hacen sufrir, y cuánta energía somos capaces de gastar alimentando precisamente las causas de nuestros problemas.
Veamos un ejemplo de menor importancia. Al niño se le mueve un diente de leche que se le va a caer, pero que apenas le duele si no se lo toca. Sin embargo, siente la necesidad de tocarse el diente sin parar (sea con la lengua o con los dedos), ¡como si quisiera asegurarse de que el dolor sigue allí!17 A un nivel mucho más serio, innumerables víctimas de dolencias que son directa consecuencia de malos hábitos (dieta, tabaco, alcohol, falta de ejercicio, etc.) quisieran dejar de sufrir pero sin cambiar su estilo de vida. En vez de atacar la causa de sus males cambiando de costumbres, prefieren recurrir a operaciones o a remedios milagro que los liberen de sus consecuencias indeseables.
Existen tipos de sufrimiento que adoptan formas cercanas al masoquismo. Son cultivados por quienes obtienen con ello alguna ventaja. Numerosas situaciones de dependencia, e incluso de autodestrucción –unas rápidas y otras lentas– “excusan”