Frente al dolor. Roberto Badenas
de su intensidad es todavía muy aleatoria y difiere considerablemente de unos pacientes a otros y de unos médicos a otros. Las técnicas fiables para medir el dolor son muy recientes y aún no están ni generalizadas ni reconocidas del todo.
Tampoco es fácil comparar unas molestias con otras, y pronunciarse de modo válido para afirmar, por ejemplo, qué es peor, si un intenso dolor pasajero, como el de muchos partos naturales, un cólico nefrítico, etcétera, o el dolor arraigado, mucho menos agudo, pero mucho más persistente de ciertos tipos de cáncer o artrosis. El dolor crónico, aunque sea relativamente moderado, se puede volver insoportable precisamente por su duración. Este dolor afecta a un gran porcentaje de pacientes durante periodos muy variables, en los que les cambia radicalmente la vida.12 Impide conciliar el sueño, perturba la movilidad, reduce la capacidad de trabajo y afecta hasta a los gestos más cotidianos como levantarse de la cama, o subir y bajar escaleras. Incluso pasear puede convertirse en un suplicio. Padecer dolores persistentes sin conocer las causas o sin encontrar alivio, perturba la vida normal y llega a provocar cuadros graves de depresión y ansiedad.
Reacciones ante el dolor
Las actitudes ante el dolor son casi tan diversas como las personas que sufren. Es difícil generalizar sobre las dimensiones subjetivas del dolor, porque hay tantas formas y grados de sufrimiento como variaciones de los umbrales de sensibilidad. Ciertas dolencias consiguen ser increíblemente soportadas por algunos de los que más sufren y particularmente temidas por los que han sufrido menos. Por eso la evaluación del sufrimiento es muy relativa y varía según los pueblos, los individuos y los casos. En algunas guerras los soldados operados sin anestesia no parecían sentir más dolor que el de sus propias heridas. En ciertas etnias, hay mujeres que dan a luz y siguen trabajando casi como si nada especial hubiese ocurrido.
El sufrimiento trasciende las circunstancias personales de sus protagonistas. Como alguien ha observado con sorna, «la corona real no quita el dolor de cabeza».13 De ahí que muchas preguntas teóricamente interesantes resulten, desde el punto de vista práctico, totalmente irrelevantes: ¿Quién sufre más, los hombres o las mujeres?, ¿los adultos o los niños?, ¿los jóvenes o los viejos?, ¿los mejor informados o los más ignorantes?, ¿los creyentes o los no creyentes?, etcétera. Al afectarnos de modo tan personal, cuando sufrimos tendemos a pensar que la adversidad que se abate contra nosotros es única, que nadie sufre así, o que nuestro dolor no es comparable a ningún otro. Y así es, en cierto modo.
Nuestras sociedades desarrolladas han combatido el dolor físico con innegable éxito. La medicina y la farmacopea están convirtiendo la experiencia del dolor en un problema técnico. De ahí que se les reproche, con razón, el riesgo de reducirlo a una mera disfunción de la maquinaria corporal.14 Pues el dolor es un problema más amplio, que afecta a la irrepetible singularidad del ser humano. De hecho, ninguna ley fisiológica puede dar cuenta por entero de esta experiencia.15 Los beneficiarios privilegiados de lo que se ha dado en llamar el “estado del bienestar”, recurrimos sistemáticamente a la asistencia sanitaria en nuestra lucha contra el dolor, como si se tratase de un derecho fundamental. Los médicos nos recetan fármacos que nos quitan las molestias físicas. Las terapias psicológicas apaciguan nuestras perturbaciones emocionales. Y si no, las drogas nos procuran una evasión, aunque sea momentánea, de nuestra realidad dolorosa.
Hoy en Occidente las cifras estadísticas del consumo de analgésicos y tranquilizantes no cesan de crecer. Otras sociedades y otros tiempos han asumido el dolor de maneras que a nosotros nos parecen excesivamente resignadas y crueles, atribuyéndoles dimensiones religiosas o espirituales que nos resultan cada vez más difíciles de entender. Sufrimiento y dolor se han enfrentado en ellas no como meras cuestiones sanitarias o médicas sino como problemas existenciales. Pero en nuestro mundo postcristiano, las curas han desbancado a los curas. Medicamentos y terapias han sustituido a ayunos y oraciones, y se han convertido en los sucedáneos modernos de lo que en otro tiempo dependía en gran medida de la fortaleza personal, del dominio propio o de la fe.16
¿Es verdad que nadie quiere sufrir?
A pesar de que, en teoría, todos buscamos el bienestar y cada uno se defiende a su manera contra el dolor, en realidad el sufrimiento también se cultiva. Es sorprendente comprobar con qué obstinación nos mantenemos en situaciones que nos hacen sufrir, y cuánta energía somos capaces de gastar alimentando precisamente las causas de nuestros problemas.
Veamos un ejemplo de menor importancia. Al niño se le mueve un diente de leche que se le va a caer, pero que apenas le duele si no se lo toca. Sin embargo, siente la necesidad de tocarse el diente sin parar (sea con la lengua o con los dedos), ¡como si quisiera asegurarse de que el dolor sigue allí!17 A un nivel mucho más serio, innumerables víctimas de dolencias que son directa consecuencia de malos hábitos (dieta, tabaco, alcohol, falta de ejercicio, etc.) quisieran dejar de sufrir pero sin cambiar su estilo de vida. En vez de atacar la causa de sus males cambiando de costumbres, prefieren recurrir a operaciones o a remedios milagro que los liberen de sus consecuencias indeseables.
Existen tipos de sufrimiento que adoptan formas cercanas al masoquismo. Son cultivados por quienes obtienen con ello alguna ventaja. Numerosas situaciones de dependencia, e incluso de autodestrucción –unas rápidas y otras lentas– “excusan” al paciente de tener que enfrentarse con problemas no resueltos, derivando hacia otros su propia incapacidad para resolverlos. Hay estados de enfermedad cuya gravedad frena cualquier crítica o reproche contra el que los sufre, independientemente de la causa de su situación. Eso hace que ciertos enfermos crónicos adquieran una especie de “dependencia” que los hace menos responsables de lo que serían si fuesen más autónomos. Con su manera de actuar consiguen, inspirando lástima, obtener la ayuda deseada sin tener que pedirla.18 En ciertos casos, su propio sufrimiento les proporciona el medio perfecto para castigar a alguien –cónyuge, hijos o padres– culpabilizándolo de forma solapada de sus propios problemas.
Por otra parte, como ha demostrado la doctora Sylvie Galland, se da un elevado porcentaje de pacientes que reproducen modelos de relaciones sufrientes vividas en su infancia, las cuales serían a menudo evitables. Así, la hija de un alcohólico tenderá más fácilmente que otra a asumir un sufrimiento similar al que padeció su madre por causa de los problemas del padre, predisponiéndose inconscientemente a soportar los avatares de un marido… ¡preferentemente alcohólico! «Quizá nuestra sociedad competitiva tenga algo que ver con esto. Los honores y la gratificación corresponden solo a los que triunfan. Pero el afecto, la compasión y el favor públicos van naturalmente hacia los que sufren. Como es mucho más fácil en la vida fracasar que triunfar y ser desgraciado que feliz, la tendencia de algunos es preferir la facilidad».19
Por si fuera poco, hay dolencias que tienen para algunos de sus pacientes una dimensión cautivante, casi heroica, cuya intensidad jamás encontrarían en la rutina de sus vidas mediocres. Un amigo médico de urgencias me hablaba de un mendigo que “se accidentaba” con una frecuencia regular, hasta el punto de que el equipo médico creía que lo hacía por nostalgia del excelente trato que recibía en el hospital cada vez que era internado en sus periodos de recuperación. Evidentemente, se trata de un caso extremo, pero aun en grados menores la nostalgia del sufrimiento no es excepcional. Algunos pacientes se encierran en sus problemas como en una cárcel amada. Esta categoría de enfermos han resuelto de cierto modo su situación en la vida. Sanar significaría replantearse cuestiones laborales, personales o familiares que no se atreven a enfrentar. Su curación –o la de un hijo discapacitado, etcétera– les obligaría a buscar trabajo, o permitiría al cónyuge emprender por fin un divorcio al que no se atreve en las circunstancias presentes. Nada ayuda a sanar de una enfermedad con la que uno se lleva bien...
En estos casos cercanos a la patología, para iniciar su liberación el paciente tendría que llegar a la lucidez de atreverse a renunciar a ciertos “beneficios” presentes y reconocer que está prolongando de algún modo una situación que podría superar. Tendría que conseguir preguntarse seriamente qué pasaría si los problemas que sufre desaparecieran de pronto: ¿Cómo haría frente a su nueva situación?
¿Cómo lo tomarían sus seres más cercanos? Etcétera. Pero para llegar hasta esa lucidez ideal y a esa toma de conciencia liberadora se necesita