Frente al dolor. Roberto Badenas
simplemente nuestra zona de “sombras”. No podemos huir de ella ni hacerla desaparecer. «Las sombras forman parte de nuestra vida».8 Nos conviene escuchar lo que tengan que decirnos. Ahora bien, escuchar el dolor no significa dejarse acaparar por él. Porque hay determinados grados de atención que agravan las situaciones.
El miedo
El miedo es, sin duda, nuestro peor aliado ante el dolor. El sufrimiento se acrecienta siempre por el espectro del miedo. Todos tenemos más o menos miedo a sufrir. Pero a menudo nuestro propio temor agrava el dolor y lo intensifica, convirtiéndolo en una obsesión tan destructora o más que la propia causa del daño. El miedo comporta un estrés adicional que puede paralizar la vida o hacerla insoportable cuando encierra al doliente en una cárcel de pánico. Para los que viven bajo la constante amenaza de una espada de Damocles, es muy difícil no pasar el tiempo auscultándose.9 Pero eso no resuelve sus problemas sino que los agrava. El dolor puede ser inevitable, pero nuestro sentimiento de miseria es en cierta medida opcional.10 De ahí la conveniencia de aprender a enfrentar los problemas con realismo y asumir el control de nuestras reacciones emocionales.
Muchas personas consiguen dominar el miedo poniendo su confianza en alguna forma de ayuda externa, ya sea profesional o espiritual.11 Pero, ¿cómo superar el miedo cuando no se cuenta con la ayuda de nadie?
La soledad y el desamparo
El hecho de que el sufrimiento sea una sensación tan privada hace que se acompañe muy a menudo de un fuerte sentimiento de soledad. Las personas que sufren de modo crónico agravan su situación, muchas veces con el sentimiento de que nadie las entiende ni las compadece como merecen. Si de ahí pasan a pensar que son un estorbo, o que molestan, todavía aumentan más su malestar.
Hay muchas formas de dolor que no podemos combatir solos. En innumerables casos el recurso a los profesionales de la salud se impone. Pero también la familia, los amigos o la comunidad religiosa pueden ayudar con eficacia a sobrellevar los avatares del dolor. La soledad es uno de los aspectos del sufrimiento más penosos de llevar. Si son compartidas, las penas se aligeran. Si no conseguimos compartirlas con nadie, lo habitual es que se agraven. Por eso, cuando sufrimos, lo que más necesitamos no es que alguien nos explique el porqué, sino que nos acompañe con su presencia y nos exprese su simpatía. Al mismo tiempo no hay nada que mitigue tanto las penas –ajenas y propias– como volcarnos en acompañar a otros en su dolor. Para ello la formación profesional es útil pero no necesaria. Lo principal es la sensibilidad. Sentarse al lado del que sufre y escucharle en silencio puede bastar.12
La frustración y el desánimo
Mucho de nuestro sufrimiento viene de la mera constatación de que nuestra realidad no responde a nuestros deseos. Un día tomamos conciencia de que nunca volveremos a tener lo que tuvimos en el pasado, o de que jamás alcanzaremos la vida que habíamos soñado. Y así envenenamos aún más nuestro presente, incapaces de asumir nuestra realidad tal cual es. Los dolores del alma cicatrizan mal y solo el que los siente puede saber cuánto duelen un amor frustrado, un empleo perdido, un matrimonio fracasado, o una amistad que terminó en traición. El paso del tiempo suele ayudar, menos cuando las consecuencias perduran para siempre. En ese caso el tiempo no hace más que agravar el dolor crónico del deterioro o del envejecimiento. Y el mal que no cesa puede acabar con la moral de cualquiera. Como escribió el poeta:13
«El mayor dolor del mundo
No es el que mata de golpe,
Sino aquel que, gota a gota,
Horada el alma y la rompe».
Sin embargo todas las pruebas pueden servirnos para aprender. La experiencia nos enseña a ser más sabios, más prudentes, a protegernos. Entendemos que no se trata, tampoco, de levantar barreras de protección tan altas que acaben por aislarnos de la realidad. Porque si tras un desengaño amoroso no volvemos a amar, podemos caer en el resentimiento y el odio. La decepción, si no se trata, degenera en amargura, y la amargura en cinismo. Cuando tras el naufragio tocamos fondo, solo intentando nadar de nuevo podremos salir a flote.
Es propio del ser humano cometer errores. Pero uno de los aprendizajes más importantes de la vida es el de sacar lecciones positivas de nuestras equivocaciones y pasar página. Si nos complacemos en nuestra situación de víctimas, si nos empeñamos en echar la culpa de todo a los acontecimientos, si nos anclamos en situaciones de queja y lástima, difícilmente podremos tomar las riendas de nuestra existencia. El resquemor y la frustración no hacen más que exacerbar el sufrimiento. La curación de los malos recuerdos no se obtiene luchando contra ellos sino cultivando los buenos.
La sombra del pasado
Una de las mayores fuentes de infelicidad puede ser la sombra del pasado. No podemos olvidar a voluntad con solo desearlo, y cuanto más nos esforzamos por no recordar ciertos problemas, más los tenemos presentes. La memoria es caprichosa y selectiva. Olvida innumerables beneficios disfrutados, pero recuerda reveses, derrotas, decepciones, afrentas y traiciones… Alguien ha dicho que «la memoria es un monstruo: vosotros olvidáis; ella no. Lo graba todo y para siempre. Guarda los recuerdos […] para sacarlos cuando ella quiera. Creéis poseer memoria, pero es la memoria la que os posee».14 Si le dejamos hacer, la memoria es capaz de llevarnos al cementerio de las decepciones, de enterrarnos en el pasado, y de recrearse sin piedad en recordarnos nuestros sueños muertos.
Quizá nada produzca más desazón que la dicha perdida. Por haberla tenido, el aguijón de la tristeza se clava con más saña que si no se hubiera conocido nunca. La bella famosa vive con el alma en vilo luchando contra canas, sobrepeso, arrugas o flacidez. El atleta que fue admirado por su físico padece su marchitamiento en mayor medida que quienes fuimos siempre corrientes o feos. Los que amaron y fueron amados se desesperan tras el abandono. Quienes poseyeron riquezas y las perdieron son mucho más desgraciados que quienes fueron siempre pobres. Lo queramos o no, nuestro pasado proyecta sus sombras sobre el presente.15 Como dijo Lord Byron, «el recuerdo de la felicidad ya no es felicidad, pero el recuerdo del dolor es todavía dolor».
El actor que fue un ídolo no soporta haber caído en el olvido. El deportista que teme ser desbancado intenta prolongar su carrera a base de química… De los triunfos pasados –de la gloria perdida– cuesta curarse. El escritor se deprime si su siguiente libro se vende menos que el anterior, y el cantante se ensombrece si le contratan menos galas... Lejos de estar contentos con lo que la vida nos otorgó durante un tiempo, sentimos que lo pasado ya no cuenta, por excepcional que fuera. El dinero acumulado ya no satisface, si no se sigue ganando. La admiración cosechada no vale nada, si ha dejado de suscitarse. La belleza que se tuvo un día se convierte en un maldito recuerdo cuando se ha perdido.
¿Por qué valoramos tan poco lo conseguido, una vez que ha pasado? Un número creciente de personas desquiciadas se operan cien veces y se inyectan cualquier veneno en el cuerpo con tal de aparentar menos años, para convertirse a menudo en seres deformes... Y hasta hay algún político engreído que no hace ascos a cualquier apaño por mejorar su imagen intentando conseguir los votos que le permitan perpetuarse en el poder…
La frase “El tiempo lo cura todo” expresa una verdad relativa. Las heridas, es cierto, suelen cicatrizar. La piel vuelve a unirse, a renovarse hasta formar de nuevo una barrera contra la infección. Pero la nueva piel, la zona curada, suele permanecer siempre más sensible que la zona que la rodea. Más frágil. Y cada vez que la cicatriz entra en contacto con un objeto extraño, hay un recuerdo de la herida inicial. La lesión se cura pero la fragilidad sigue. Lo mismo ocurre cuando una palabra, un recuerdo, una imagen, nos traen a la memoria un sufrimiento lejano. La herida está curada, pero la fragilidad del recuerdo permanece. Los años pasan y la cicatriz sigue… mientras dure el amor o la memoria.16
El sentimiento de fracaso
Los humanos somos los únicos seres vivos que tropezamos mil veces con la misma piedra y encima le echamos la culpa a la piedra. Sin embargo, el padecimiento sufrido podría ayudarnos a identificar la causa de nuestros tropiezos. Esta toma de conciencia puede permitirnos asumir la responsabilidad personal en lo que nos pasa, cuestionar las creencias que la sociedad nos impone, y cambiar de rumbo. Así lo piensa José Luis Montes (Puertollano,