Frente al dolor. Roberto Badenas
medianoche. Nuestro primer hijo, un bebé prematuro de solo dos meses, que acabamos de sacar del hospital, nos despierta llorando. El pañal está limpio. No quiere el biberón.
No tiene fiebre. Su madre lo toma en brazos, lo arrulla, intenta tranquilizarlo, pero sigue llorando. Ni él puede decir lo que le pasa, ni nosotros, sus padres primerizos, sabemos interpretar su pena.
¿Mala digestión? ¿Otitis? ¿Simple miedo? Al desnudarlo del todo una vez más, intentando descubrir la causa de su llanto, observamos un bulto que resultará ser una hernia inguinal. Ni siquiera el pediatra pudo decirnos si la hernia fue la causa o la consecuencia del llanto.
Tiempo después me despierto con un dolor extraño en la mandíbula superior a la altura de una muela del juicio o algo más arriba. El dolor, impreciso al principio, se va haciendo cada vez más extenso y profundo. Como no puedo obtener cita con el dentista en varias horas y no me habían dolido nunca las muelas de ese modo, al cabo del día ya no sé si tengo un fuerte dolor de muelas, de cabeza, de oídos, o de todo a la vez.
Muchos años más tarde, mi esposa, una mujer alegre y animosa, que se pasa los días cantando, empieza a sentirse mal, sin poder precisar lo que le ocurre.
“No sé lo que me pasa. Me encuentro mal y no sé decir por qué.
¿Será la menopausia? No tengo ganas de nada. Me siento agotada, sin fuerzas. Todo me molesta. Estoy triste. Cualquier cosa me da ganas de llorar. Solo quiero dormir, perderos de vista a todos y a mí misma”.
Mi esposa no llegaba a poner nombre a su incipiente depresión. Estos tres simples ejemplos personales, entre mil otros que po-
dríamos citar, nos bastan como muestra para ilustrar lo difícil que es describir el dolor.
¿Qué es el dolor?
Aunque todos sentimos su aguijón de alguna forma a lo largo de nuestra vida, no nos resulta fácil definir el sufrimiento. La experiencia dolorosa es sumamente diversa y compleja de comunicar porque afecta a vivencias diferentes, experimentadas por cada uno de modo personal e intransferible. El dolor es, en realidad, un misterio.
El término ‘sufrimiento’ tiene en muchas lenguas un doble sentido que incluye a la vez el padecimiento, la sensación de infelicidad o desagrado y la pena o sentimiento de congoja. Si en el placer disfrutamos de las sensaciones del cuerpo, en el dolor nos resultan un indeseable fastidio. En la dicha nos sentimos exultantes, frente al dolor nos sabemos impotentes. Ante el placer el ser entero se abre ávido de nuevas vivencias, mientras que ante el dolor el organismo se repliega sobre sí mismo, como para protegerse de un intruso. La salud da por sentado “el silencio de los órganos”: el dolor físico se experimenta, al contrario, como “un grito del cuerpo”.1 Si la salud es un estado que permite vivir de manera autónoma, alegre y solidaria, tanto en lo biológico como en lo psíquico y lo social, el dolor perturba este estado en todas sus dimensiones.
Los contornos huidizos del dolor humano han hecho verter mucha tinta para intentar definirlo, sin resultados convincentes. El filósofo Spinoza definió el dolor en el siglo XVII como «una emoción fundamental, contraria al placer». La Asociación Internacional de Estudio del Dolor lo definía en nuestros tiempos como «una experiencia sensorial desagradable, asociada a una lesión tisular, real o potencial, o descrita en términos que evocan tal lesión».2
Pero ya nadie limita la definición del dolor a los efectos de lesiones. Esta definición ha sido revisada, y hoy se habla del dolor como «una experiencia emocional (subjetiva) y sensorial (objetiva) desagradable asociada con daño potencial o total de tejidos».3 Y ni aun esta definición resulta satisfactoria para todos.
Dolor y sufrimiento
Hay quienes distinguen dolor y sufrimiento como dos realidades diferentes. Argumentan que el dolor es orgánico, mientras que el sufrimiento sería más bien de índole psíquica. Según esta tesis lo que duele es el cuerpo. El sufrimiento afecta más bien al espíritu, a nuestra capacidad de reflexión. En ese sentido «el dolor inunda el ser, el sufrimiento lo enfrenta. [...] El carácter concreto del dolor hace asequible la vivencia y facilita la acción terapéutica. El sufrimiento, en cambio, se expresa en forma oscura y su núcleo íntimo queda en tinieblas, incluso para el que lo padece…»4
La ciencia dispone de medios para combatir el dolor orgánico-fisiológico pero el sufrimiento es una realidad más compleja que puede, aunque no necesariamente, incluir la presencia del dolor, y cuya terapia requiere otros tratamientos. Así, una paraplejia no tiene por qué doler, pero el paciente puede padecerla hasta más allá de lo imaginable.
Cicely Saunders, fundadora del movimiento Hospice,5 acuñó la expresión “dolor total”, que incluye, además de las molestias físicas, el sufrimiento moral, mental, social y espiritual porque todos estos aspectos están relacionados entre sí. El sufrimiento está ligado a circunstancias que afectan a la persona en su ser total y en ese sentido resulta más global que el dolor propiamente dicho.6 Pero el uso popular de los términos dolor y sufrimiento los hace prácticamente intercambiables. Son conceptos que, a menudo, se entrelazan y confunden. Aquí nos referiremos a ellos a menudo de modo indistinto.
Fisiólogos, como Sherrington o Szasz, describieron el dolor como un reflejo de protección destinado a alertar a la persona para evitarle otros daños peores. Según ellos, se trataría, en primer lugar, de una señal de alarma mediante la cual el organismo indica que algo no va bien, avisa de alguna forma de agresión7 o advierte que un peligro acecha. La sensación de ardor que nos aparta del fuego evita que suframos quemaduras más graves. El pinchazo hace que nos apartemos de las espinas y no suframos heridas mayores. Etcétera.
Aunque esta definición positiva del dolor es válida en muchos casos, no es aplicable a todos. Si por una parte el dolor es capaz de protegernos de la destrucción (por ejemplo, apartándonos del fuego), por otra es capaz también de destruirnos. El famoso cirujano francés René Leriche8 ya señaló que: «Para los médicos que viven en contacto con los enfermos, el dolor no es más que una contingencia, un síntoma perjudicial, angustioso y nocivo […]. El dolor a veces hace todavía más penosa y desdichada una situación que ya es irrevocable […]. Debemos descartar la idea de que ese dolor es beneficioso. El dolor es siempre un regalo siniestro. Envilece al hombre y lo enferma más de lo que realmente está. El médico tiene el deber ineludible de prevenirlo, si puede».9
Amigos o enemigos, dolor y sufrimiento necesitan tomarse siempre en serio.
El dolor, experiencia personal
Aunque el dolor nos produce repulsa a todos, tiene efectos diversos en cada persona. No todos sufrimos igual. Se podría decir que más que “dolores” o “sufrimientos” existen personas que sufren. Mi dolor o el de cualquier otro es siempre una vivencia individual. Quizá no haya experiencia más personal que la del sufrimiento. Afecta al ser en su totalidad: al cuerpo y al espíritu. Sea físico o moral, el dolor nos recuerda la fragilidad de nuestra existencia, acapara nuestra atención en nuestro propio malestar y convierte su eliminación en la más urgente de las tareas.
El dolor y el sufrimiento son quizás las experiencias humanas que más nos aíslan de los demás. No importa cuánto hayamos leído acerca del tema o cuánto consigamos simpatizar con el que sufre, su dolor será siempre suyo, único e intransferible. No hay manera de compartir, en realidad, el dolor.10 Nuestros padecimientos constituyen un círculo cerrado al exterior. «No puedes sentir el dolor de cualquier otro, ni cualquier otro puede experimentar el tuyo [...]. Holocausto, hambre, pandemias… no importa. El sufrimiento siempre llega en lotes individuales».11
Nuestra dificultad para analizar el dolor se complica además con el hecho de que, al impregnar todas las dimensiones del ser, afecta en mayor o menor medida a nuestra objetividad. Sobrevenga de forma súbita en un accidente o se anuncie con anticipación en una enfermedad crónica, el dolor nunca nos encuentra preparados: perturba nuestra existencia y puede paralizarla por completo. Cada vez que irrumpe en nuestra vida, nos convierte de algún modo en víctimas pasivas de lo que nos acontece. No importa cuán responsables seamos de sus causas, siempre lo percibimos como un intruso