Los límites del segundo. L.E. SABAL
tiene otras prioridades.
Cuando se tiene la suerte de ser atendido toca con estudiantes, residentes los llaman, que generalmente no conocen la historia del paciente. Entonces llegan en tropel acompañados por un doctor titulado que examina, hace preguntas, dictamina y se va. Detrás de él siguen todos en cola como patitos al estanque. Ninguna explicación al enfermo. Para eso se llaman pacientes.
Ahora ha vuelto Tomás tembloroso, respiraba agitadamente.
—Esta vaina me va a matar, compa —y se acostó sofocado en su camilla.
A las tres y media de la mañana ya hacía calor. La temporada había sido tan caliente que las brisas no habían regresado con la fuerza acostumbrada, el mar permanecía quieto, los árboles no movían ni una hoja. Los abanicos se batían con desespero en todas partes, los cortes de luz eran frecuentes.
—Si tan solo cayera un aguacero —dijo Tomás, como adivinando mi pensamiento.
Llegaron entonces dos jóvenes borrachos, uno de ellos venía herido. Traía la camisa roja empapada en sangre. El otro vomitaba profusamente su revuelto de trago y comida. Ambos hacen un ruido espantoso. Mi abuelo seguía en su trance.
El más joven de ellos había sido apuñalado, no se sabía aún con qué gravedad. A mí me ha parecido que venía en mal estado y he tratado de ayudarlo. Con la ayuda del borracho le quitamos la camisa en medio de sus gritos. No se veían las cortadas sino el líquido rojo que salía a chorros. El herido se desvaneció y cayó al suelo donde permaneció inmóvil y enroscado como un caracol, ya no se quejaba. El otro ha corrido afuera a buscar ayuda. Los minutos transcurrían interminables, mis tres pacientes yacían en silencio. Solo escuchaba mis pensamientos en el gran salón.
A las cinco de la mañana, el alba empezó a despuntar. Había que prepararse para más calor. Por fin apareció la tropa nómada de patitos principiantes. No venían con su tutor y hacían más ruido que los enfermos. Una enfermera desenrolló al herido y lo limpió con un trapo húmedo. Todos gritaban, era la barahúnda de los practicantes. Subieron al herido en una camilla para trasladarlo a otro sitio. Más tarde confirmaría que ya había muerto.
Según me contó Tomás, que nuevamente había resucitado, los fines de semana el agite era peor. He salido a tomar un café con pan y de regreso le he traído para su desayuno.
Yo he debido ir a mi casa a bañarme, arreglarme, y a atender algunos asuntos con mi madre. Cuando he regresado al hospital a eso de las cuatro de la tarde mi abuelo seguía igual pero no encontré a Tomás. «Tal vez ya le han dado de alta», pensé con optimismo. El hombrecito se conoce y sabe qué hacer. Un día de estos iría a visitarlo a Bazurto.
He visto pasar una camilla con un cadáver cubierto por una sábana blanca. Por curiosidad he preguntado por el muerto. «Un ataque cardíaco fulminante lo mató hace un rato», me han respondido. Era Tomás. Al levantar el envoltorio observé su cara abotagada. Para mi sorpresa he creído advertir una sonrisa en su rostro. El hombre por fin ha descansado.
En el tercer día de mi permanencia en el hospital, mi abuelo seguía igual. Escuchaba el sonido seco de su respiración a través de la máscara de oxígeno. Por momentos parecía detenerse y entonces escuchaba una especie de ruidito sibilante, su rostro no mostraba dolor, se diría que dormía plácidamente. Yo aprovechaba mis ratos de vigilia para leer o para hacer un recorrido por los corredores donde charlaba con médicos y enfermeras. He logrado observar su dedicación y ahora me resultaba francamente admirable. No podía culparlos por las fallas del sistema. En el salón de urgencias la rutina no ha cesado. Llegaban enfermos, accidentados, violentados, de todo. Algunos salían recuperados, otros eran remitidos para tratamientos, otros morían. Mi resistencia ante el dolor se había endurecido en tan poco tiempo. ¡Qué podía esperar del personal médico! No era falta de sensibilidad, era una condición inexorable de este trabajo.
Me di cuenta de que hacía rato que no me acercaba a mirar a mi abuelo, la ausencia de sonidos atrajo mi atención. En efecto, se había detenido el ruido de su respiración, ahora lo veía inmóvil, con la boca abierta. Presintiendo el fin corrí a llamar a las enfermeras, estas llegaron con un joven médico. No había nada que hacer.
—Se nos fue tu viejo, lo siento mucho —me dijo.
Tras varios días de agonía se ha ido de este mundo. Hoy lo he visto morir, lo he acompañado hasta su último suspiro.
No sabía si sentir pena o alivio, acababa de terminar mis estudios superiores y la siguiente semana debía viajar a Francia por primera vez, al menos he quedado libre para partir.
***
Es curioso cómo muchas veces se encuentran presentes el dolor y la alegría, van de la mano, recordándote que todo continúa.
—La vaina es que uno le aprende a la vida cuando ya está viejo —decía mi abuelo—. Y entonces no vale de mucho porque ya no quedan alientos.
Yo siempre lo escuché con sentimientos confusos de admiración y desconfianza. Claro, el viejo no tenía dinero ni posesiones, pero su vida había sido marcada por tantas amarguras, decepciones y experiencias, que para un joven como yo era difícil ignorarlo. Por otra parte, mi padre murió muy joven así que, aunque tardíamente, mi abuelo vino a llenar el vacío paterno. Yo creo que lo hizo bien, pero no lo creía así mi madre.
—Pero qué podemos agradecerle, mijo —me recriminaba—. Solo causó problemas toda su vida y aquí llegó a pasar sus últimos días —insistía—. Además, a usted ya se le olvidó todo lo que lo maltrató. ¿No se acuerda, mijo?
Y era cierto. A pesar de ser el único de sus nietos con quien podía hablar, o hacerse escuchar, no me dejaba pasar ninguna falla. La cosa era que no solo me regañaba sino que también me cascaba. Coscorrones, bofetadas, o trompadas, lo que cayera. Seguramente aplicaba el viejo adagio: «Porque te quiero te aporreo». Así pasé varios años hasta el día que lo enfrenté. Al lanzarme uno de sus golpes le atrapé el brazo y lo apreté con fuerza.
—Usted a mí no me pega más —le dije exaltado.
—Ah, ¡se me enfrenta!
—Usted no me pega más —dije soltándolo rápidamente.
Con una mueca de asombro se retiró a su alcoba mascullando maldiciones. Dos días duró sin dirigirme la palabra hasta que de pronto sin más ni más empezó a contarme una de sus historias, una tarde que me encontró leyendo en la sala. Comprendí entonces que ahí terminaba una etapa y que probablemente ahora comenzaría a ganarme su respeto.
2
Mi padre murió cuando yo tenía cuatro años, en un accidente durante un viaje en un barco de guerra de la Armada. Desaparecieron allí diez marinos, perdidos en las aguas del Atlántico. El Estado pensionó a las viudas e hizo los reconocimientos de rigor.
A partir de ahí comenzaría otra historia para mi familia. Luego de vivir cómodamente con los ingresos de mi padre, que también percibía réditos de una finca cafetera propiedad de su familia, la economía del hogar se vino al suelo. Como era la costumbre en esa época, las mujeres a lo sumo completaban estudios de secundaria, se casaban y se dedicaban al hogar. Sin poder conseguir un trabajo bien remunerado, manteniendo cuatro hijos, y en medio del impacto de la viudez, mi madre no lograba salir a flote.
Las cuentas no se hicieron esperar, muy pronto debimos salir de nuestra casa en uno de los mejores barrios de la ciudad para pasarnos a una más modesta, ubicada frente al mar, acompañados ahora por mi abuela materna.
Mi madre amaba cantar y nos enseñó a todos a hacerlo, boleros principalmente, pero también las canciones infantiles que cantábamos todos como un coro unidos. La abuela nos llamaba por las tardes a mirar por las ventanas de madera húmedas del salitre marino el vuelo organizado de gaviotas y alcatraces. A veces en línea recta, otras en V.
—¿Qué se traerían estas aves? ¿A dónde irían con tanta certeza?
También veíamos pasar los delfines saltando presurosos y ordenados, como si fuesen a llegar tarde