Los límites del segundo. L.E. SABAL
en un niño de apariencia débil que siempre pensaba en la muerte. La veía como una cosa oscura e insondable, algo que me tragaría sin darme ninguna oportunidad, ese monstruo odioso que seguramente era el causante de nuestros males.
—¿Qué tiene el niño, señora?
—Se queja de dolores en el pecho, no puede dormir bien, doctor.
—Además hago popó varias veces al día.
—Sí, doctor.
—¿Y dónde está escrito cuántas veces debe uno hacer al día? No se preocupe por eso, señora. Veamos: el corazón está bien, sus signos vitales son perfectos, está un poco flaco. Hay que hacer algo por este joven.
La recomendación del médico fue sencilla: debían sacarme a la playa a respirar profundamente, caminar y comenzar a trotar. Estas salidas maravillosas que hacía siempre con mi abuela mejoraron mi estado de ánimo milagrosamente. Junto con mis hermanos retozábamos sin descanso y regresábamos a la casa transportados como de un sueño mágico. Aprendimos así a amar el mar. Sabíamos ahora distinguir tamaños y colores de los caracoles. Conocíamos la estación de las aguamalas y de las estrellas de mar, sabíamos dónde se escondían y a qué hora salían los cangrejos, los rojos, los verdes.
Por la noche pensaba en el vaivén de las olas y en sus sonidos, a veces apacible, agotándose suavemente sobre la playa, a veces terrible, explotando estruendoso contra las rocas del malecón. Y veía la línea del horizonte imaginando hasta dónde llegaría mi padre en su barco, y me dormía tranquilamente protegido por el dios de los mares.
Nuestra infancia transcurrió allí apacible y sin tropiezos, hasta que un día sin ninguna explicación mamá decidió que nos mudaríamos nuevamente de casa. Indudablemente fueron razones económicas las que motivaron este cambio pero mi madre jamás hubiera tratado este tema con sus niños. Tal vez era su forma de protegernos; pensándolo bien nuestra niñez fue una vida de ángeles, nada nos tocaba, el mundo era maravilloso.
***
El velo comenzó a caer con la muerte de mi padre, aun así la educación que nos proporcionaron curas y monjas en colegios de elite nos mantuvieron en la inocencia infantil de aquel que nada siente porque nada sabe. La misa y el rosario eran actividades obligatorias a las cuales yo asistía con renuencia. Mi estado de indefensión me hacía desconfiar de estos curitas de acento español y ademanes autoritarios. Fue a los diez años cuando me confesé por última vez. Debíamos hacer una larga fila para pasar uno a uno todos los niños de la clase a postrarnos frente al confesor a contarle nuestras faltas.
—Dime tus pecados, hijo mío.
—Acúsome, padre, de ser desobediente.
El curita debía de tener por lo menos noventa años, su voz era apenas un hilito de aire. Su aliento era una mezcla acre del olor combinado de remedios y de la resina de las velas de incensario típico de las iglesias.
—¿De qué te ríes niño? ¿No te enseñaron a respetar a tus mayores?
—Perdón, padre, no quería ofenderlo.
—No me cuentes más, ahora esta es tu penitencia.
Ni las bofetadas, ni los coscorrones recibidos en los años que pasé en este colegio habían logrado alejarme de la fe tanto como el aroma de este curita. De ahí en adelante mi aversión por la enseñanza religiosa fue en aumento, pero también descubrí con ese episodio que tenía una cierta predisposición al disfrute o al rechazo de los olores del entorno que más adelante llenaría de riqueza muchos aspectos de mi vida.
***
La verdad es que no fueron tan felices esos años. Las carencias económicas comenzaron a notarse y nuestra participación en las actividades corrientes del colegio, que requerían cuotas adicionales, era cada vez más difícil. La discriminación por parte de los profesores era implacable. El llamado a lista diario, que incluía regaños a los niños incumplidos en los pagos, era el inicio de una jornada marcada por la humillación y el rechazo.
La práctica casera del canto nos convirtió, sin embargo, a mi hermano y a mí, en miembros indispensables del coro escolar. Éramos los únicos solistas y teníamos un papel estelar en cada presentación. Pero las humillaciones nunca cesaron y algo me decía que no pertenecíamos a ese lugar.
De manera que cuando nuevamente mi madre nos anunció que haríamos otros cambios, sentí una sensación de alivio al pensar que podríamos esperar cosas mejores en ese sitio extraño adonde nos enviaba el destino.
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El nuevo barrio, cerca del mar pero lejos de las playa, me separó por un buen tiempo de mis caminatas infantiles, de la seguridad que me brindaba una vida más saludable. No obstante, la curiosidad que me había despertado la posibilidad de una nueva vida era más fuerte que mi instinto de supervivencia.
Que la calle era maluca, le decían a mis hermanas, que el colegio era de pobres decían donde los curas, que era de comunistas, decía mi tía en Bogotá.
Cuando llegamos al Segundo yo tenía once años. Esta era una cuadra de unos trescientos metros situada a solo cien pasos de la bahía interna del caño San Lázaro, conformada por unas veinticinco casas en cada uno de sus costados, algunas construidas modestamente de material, como la nuestra ; la mayoría, de madera rústica y pobremente terminadas.
Entrando por la Jiménez se pasa por el Primero, el Segundo, el Tercero y el Cuarto. Estas vías no estaban pavimentadas, tampoco tenían servicio de alcantarillado. De ahí en adelante las vías toman los nombres de próceres de la Independencia, de personajes locales, o nombres elegantes como la calle del Bouquet o la calle Real. Las casas eran grandes y elegantes. Parecían de otro barrio.
Diez metros antes del caño, en el costado sur de la cuadra, atraviesa la paralela que viene desde el puente Román y llega hasta el Trébol a todo lo largo de la isla. Esta vía estaba destapada y llena de charcos y de barro dejados por la marea alta desde su entrada hasta el Cuarto. Un olor nauseabundo se desprendía de allí en las tardes soleadas. En el sector aledaño al caño y en la parte inferior de las cuadras numeradas todas las casas eran de madera, vivían aquí los más pobres del barrio y los negros. En el Segundo las casas de material estaban habitadas por los blancos.
El barrio es una isla conectada al resto de la ciudad por cuatro bellos puentes tan bien construidos que uno no percibe el aislamiento. Manga fue primero la morada de terratenientes que poseían aquí sus pequeñas fincas citadinas y construían grandes casas, a veces verdaderos palacios de estilo mozárabe, colonial, o mansiones copiadas del estilo sureño americano. Con ellos llegaban sus sirvientes, descendientes de antiguos esclavos que al término de su vida útil recibían como pago pequeños lotes situados en la entrada norte de la isla. Luego llegaron los comerciantes, generalmente descendientes de sirios y libaneses que los locales llamaban turcos.
Así, en este barrio se fue asentando la homogénea clase dominante de la ciudad que más tarde ocuparía la punta de la península del Castillo y de la Playa Grande, los mejores terrenos de la ciudad.
Los negros se localizaban en los guetos destinados para ellos en las afueras o en los barrios donde no había servicios públicos. Existen incluso pequeños palenques en las afueras de la ciudad donde viven únicamente descendientes de africanos que conservan aún sus costumbres y sus lenguas. Cartagena es una pequeña ciudad donde las elites se perpetúan y nadie que no provenga del estrecho círculo de familias de abolengo tiene ninguna oportunidad. Así son las cosas aquí.
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De mi primera infancia solo persiste el miedo a la muerte. Por las fotos de mamá he visto que fuimos una familia feliz. Siempre sonrientes, posando con ropas nuevas, jugando con pelotas y triciclos en el patio de la casa abrazados por nuestros padres. Mamá casi no hablaba de esa época. Sin duda para ella el recuerdo era aún más traumático pero enfrentaba con fortaleza los avatares de la vida. Mis padres habían nacido en el interior del país, habían llegado a la costa transplantados voluntariamente pues el trabajo de mi padre así lo exigía. Mis hermanos y yo fuimos educados conservando las costumbres propias de