Los límites del segundo. L.E. SABAL
hablar, pero congeniamos fácilmente pues compartíamos la afición por la música, que podíamos escuchar en su casa, y por algunos programas de televisión que también teníamos oportunidad de ver en su alcoba. Simón estudiaba en el mejor colegio de la ciudad, sabía manejar, su padre le prestaba su carro para ir a las fiestas de los clubes elegantes, y frecuentaba a las chicas de sociedad.
Macho como era, don Mario no escatimaba esfuerzos para educar a Simón: lo había matriculado en un prostíbulo de Getsemaní a donde podía ir cuando le daba la gana, su padre cancelaba más tarde sus servicios. Nosotros lo acompañamos varias veces, esperándolo en el carro, y siempre nos sorprendió la premura de su salida. «Polvitos de gallo», decía mi hermano con sorna. Sin embargo envidiábamos sus cosas y su estilo de vida, nosotros no teníamos un padre que nos llevara de la mano hacia nuestro destino.
***
Consuelo y Rosy fueron las primeras niñas que conocimos en el Segundo, ambas eran muy amigas y tenían un año más que nosotros, ya eran unas señoritas. Ambas eran muy atractivas y muy coquetas, hubo una época en que mi hermano y yo estábamos con ellas todo el tiempo, era una atracción desafiante. No bien quedábamos solos en casa de una de ellas, comenzábamos a besarnos y a tocarnos, la curiosidad no tenía límites para ninguno. Con ellas aprendimos a besar y a tocar a una mujer, era delicioso, pero no tuvimos sexo, ellas nunca lo permitieron, tenían la idea de que debían llegar vírgenes al matrimonio. El juego terminó cuando Consuelo se mudó para otra ciudad, desde ese momento todo se enfrió con Rosy y solo seguimos siendo buenos amigos.
La desgracia vendría a tocar a la puerta de su casa cuando apareció Jorgito, su hermano menor. Venía de Sucre, donde vivía con su padre, había llegado de visita a pasar el fin de semana. Tenía quince años, era la primera vez que venía a Cartagena. Después de dos días de turismo, Rosy me pidió que los acompañara a llevarlo a la playa el domingo. Jorgito estaba muy emocionado con el mar, dijo que sabía nadar y estaba ansioso por demostrarlo. Los jóvenes en la playa acostumbraban a mostrar su virilidad y sus habilidades, y se mostraban como pavos reales; las chicas, por su parte, mostraban sus encantos, y practicaban el coqueteo. Era un ritual imprescindible y atractivo a la vez, allí se imponía la moda, se marcaban territorios, nacían amores. Tristemente, también a veces se convertía en el escenario de tragedias, la muerte ronda cercana en las entrañas del mar.
Mientras conversábamos y aprovechábamos los rayos del sol matinal para broncearnos, Jorgito nadaba y nos llamaba desde las olas, pero nosotros seguíamos entretenidos. De pronto no volvimos a escucharlo, desapareció entre las olas, no podíamos verlo y nos asustamos. Así que corrí afanosamente a tratar de encontrarlo, Rosy gritaba su nombre y corría de lado a lado frente a la playa, no lo veíamos.
Frente a la presencia de la muerte se siente un malestar extraño, algo que te hace temblar, te seca la garganta, se produce una especie de vértigo que impide pensar con claridad.
—¿Lo ves? —me gritaba Rosy.
Yo me sentía paralizado, miraba mar adentro y solo veía cabezas o cuerpos que se desplazaban en todas direcciones, pero no podía reconocerlo. Súbitamente escuché los gritos de la gente que se amontonaba en un lugar preciso entre las olas.
—¡Un ahogado!
Algunos nadadores lograron atraparlo y lo sacaron jalándolo de los brazos, era Jorgito. Desde el momento en que lo perdimos de vista no habían pasado quince minutos pero su cuerpo mostraba ya rasgos cadavéricos; la piel se tornó morada, le salía espuma por la nariz y por la boca, estaba totalmente desgonzado. En medio de la multitud y los gritos pusieron su cuerpo en la playa, donde muchos lo rodeaban e intentaban reanimarlo. Un señor que dijo ser médico le dio respiración boca a boca, otros levantaban el tronco y le agitaban los brazos.
—Es inútil —exclamó—, está muerto.
Los acontecimientos posteriores sucedieron vertiginosamente: la ambulancia, los enfermeros, la policía. Y Rosy, su angustia, su desesperación, su impotencia.
—Es mi culpa, es mi culpa —gritaba.
Yo observaba todo aquello como si fuera una película repetida varias veces, así lo sentí por mucho tiempo después.
Luego, la noticia en su casa y nuevamente los gritos y los lamentos. El hecho sacudió al Segundo y fue noticia en el periódico local. Nadie nos culpó, nadie nos regañó.
—Fue la voluntad divina, debemos aceptarla —sentenció la tía de Rosy, y así todos la acataron, como si hubiera sido una orden.
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En el mes de noviembre terminaba el año escolar, en Cartagena se conmemoraba la independencia de la ciudad como una fiesta patria. Durante todo el mes había múltiples celebraciones, el acto central era el reinado nacional de belleza. Las grandes galas estaban diseñadas únicamente para el disfrute de la elite, los desfiles privados y las fiestas importantes se hacían en los clubes más exclusivos de la ciudad. El pueblo debía conformarse con observar a las reinas en los desfiles públicos, donde la aglomeración, la pólvora, el ron y la patanería eran la costumbre. Los jóvenes disfrutaban aprovechando el desorden generalizado asistiendo a las verbenas populares, o a las casetas de baile, donde se respiraba un aire de libertinaje y de promiscuidad.
Para los jóvenes como yo no había clubes ni bailes con orquesta alrededor de las piscinas, para nosotros estaban los taburetes y las mesas de madera tosca en las casetas. El piso estaba tapizado de aserrín, la cerveza y el ron eran las bebidas, el ambiente olía a orines y a perfume barato. La música sonaba con el estruendo fenomenal de los picós. La pareja podía ser cualquiera, aquí no venían tus hermanas ni tus noviecitas, aquí tú bailabas con muchachas que, hay que decirlo, se movían como diosas, meneando el trasero frenéticamente, dejándote hacer sin ningún pudor. Era una verdadera escuela de baile.
¡Salsa! La música no paraba en ningún momento, se iniciaba a las cuatro de la tarde y terminaba a las siete u ocho de la mañana del día siguiente. Se podía bailar toda la noche con esta música que aturdía los sentidos, el bun, bun de los bajos te retumbaba en el pecho, el aire de las trompetas te explotaba en los tímpanos. Salsa de la dura.
De vez en cuando alguno de nosotros se hacía un levante, y en medio de la satisfacción general, y los gritos, salía de la caseta a gozar por ahí en algún cuartucho barato. Estas eran nuestras fiestas de noviembre.
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Nuestros estudios avanzaban sin tropiezos pese a que poco estudiábamos. Yo detestaba las tareas y a veces me sentía atascado, me sentía fracasado como estudiante. Sin embargo, milagrosamente encontraba la forma de terminar con buenos resultados cada año escolar. Mi hermano en cambio, se destacaba por su brillantez y nunca fallaba en las tareas. Además, era excelente futbolista y hacía parte del equipo de la Academia. Las primeras clases de anatomía llamaron poderosamente su atención y decidió conseguir un esqueleto para estudiar con sus compañeros. Le ha contado su idea a mamá pero ella la rechazó escandalizada.
—¿Unos huesos en la casa? Eso nunca, mijo.
Con la gente del Primero tramó entonces una aventurilla cuyas consecuencias impredecibles podrá concluir el lector. Ramiro C. vivía en una casa que colindaba con el cementerio por el patio trasero. Él mismo se había subido por la pared a un techo cubierto con unas tejas de cinc. Nos había contado que allá guardaban los huesos que no tenían identificación o que no habían sido reclamados. Nosotros lo hemos comprobado una tarde que subimos al techo mencionado. Horrorizados y al mismo tiempo fascinados por la misteriosa atracción de la muerte, observamos huesos, cráneos y dos féretros completamente derruidos por la acción del tiempo y por la descomposición.
Decidimos entonces pescar desde arriba algunos huesos que pudieran servir para estudiar. Volvimos a los pocos días a la hora de la siesta, preparados y con el ánimo dispuesto. Nos ingeniamos una caña de pescar consistente de un palo largo, tal vez muy delgado para nuestro propósito, del cual colgaban una pita y un gancho a manera de anzuelo. La tarea resultó más difícil de lo que habíamos pensado: después de varios intentos fallidos, logramos enganchar un cadáver por un brazo, pero era muy pesado. Luego atrapamos otro por las costillas pero