Los límites del segundo. L.E. SABAL
comprado para mí. No podía quejarme de nada, mis vivencias de pobreza lentamente iban quedando atrás. Querían verme siempre bien vestido, por lo que me compraban las mejores ropas posibles, parecía la princesa que encontró su anhelado castillo. Solo una condición me obligaría con ellas por los cinco años siguientes: debía acompañarlas juiciosamente a la misa de los domingos, no se me pedía más. La casa estaba situada cerca de la universidad, lo que me ahorraba tiempo y las incomodidades del transporte público.
En la universidad hubo un tiempo en que todo marchaba a medias, las clases se suspendían a menudo por los mitines dirigidos por estudiantes de izquierda, los combates con la policía eran épicos. Nunca participé, me parecían inútiles, me daban miedo. Las palizas eran frecuentes, la fuerza pública ingresaba al campus con facilidad, los cabellos largos y la barba eran sospechosos.
Una tarde lluviosa fuimos sorprendidos por los gritos y el tropel, la policía había ingresado por la fuerza prácticamente hasta las aulas. Perseguían a los responsables de los desmanes callejeros, pero no hacían distingos de ninguna clase, para ellos todos éramos «comunistas». Estábamos en peligro. Corríamos despavoridos hacia las salidas pero el campus era abierto y era fácil rodearlo. Corrí veloz hacia el gimnasio pero había un piquete de policías que venía en mi dirección, me lancé entonces a través de los prados y llegué a una avenida que colinda con un barrio residencial. Se escuchaban disparos, el aire estaba viciado por los gases lacrimógenos, llovía copiosamente. Un par de policías me perseguían pero la carga de sus escudos y el equipo les impedía alcanzarme. Angustiado tocaba a la puerta en varias casas pero nadie me respondía. De pronto se asomó un hombre en un garaje y me hizo señas.
—¡Venga, entre, ya vienen esos perros!
Tenía espesa barba y algo canosa, era un hombre de unos cincuenta años, me trató con familiaridad y me contó que era profesor en la universidad, sus dos hijos estudiaban allí también. Los policías pasaron caminando frente a la casa, pude verlos desde la sala; los dos hijos del profesor bajaron, eran jóvenes como yo, una mujer y un hombre.
—¡Qué susto, hermano! Hoy sí están agresivos de verdad. Parece que atraparon a uno de ellos dentro del campus y lo torturaron, eso los tiene trinando —dijo el muchacho. Todos reímos.
Nos contamos historias, y reímos, llovía y hacía frío, estaba totalmente empapado. Me invitaron a tomar chocolate caliente con pan y queso, como era la costumbre en las frías tardes bogotanas. Pasé toda la tarde con ellos entre risas y anécdotas, me despedí a las seis.
—Gracias, han sido muy amables, debo regresar a mi casa.
—Nos vemos —dijo el profesor.
—Nos vemos —dijimos todos.
***
Mi primo Nico regresó a Bogotá luego de tres meses aprovechando un corto permiso. Como ya era nuestra costumbre, salimos a tomarnos unos tragos en Chapinero. Ahora lo veía más corpulento y ya mostraba ese aire de superioridad propio de los militares. Confiado y seguro, no temía los posibles peligros de la calle. Yo también me sentía seguro con él.
Bebíamos cerveza mientras me mantenía encantado escuchando sus experiencias, y yo le contaba las mías en la U. En realidad, aún no tenía mucho que contar. La vida de mi primo había cambiado drásticamente, soñaba con llegar lejos en la carrera militar. No sería fácil, el país se encontraba en una guerra interna casi desconocida por la sociedad en las zonas urbanas. La lucha se daba en los campos y era allá donde se vivían sus efectos. El pueblo ponía las víctimas, campesinos, hombres jóvenes, mujeres, soldados y policías. En la ciudad nos enterábamos poco, la vida seguía como si nada ocurriera.
Bailábamos en la penumbra con las chicas del sitio, hombres y mujeres ebrios tratando de divertirse, de encontrar algo de afecto en ese antro. Ambos observamos a una muchacha sentada en un rincón, desde nuestro sitio se alcanzaba a vislumbrar una bella mujer. Tomaba aguardiente sola y rechazaba a cada tipo que la invitaba a bailar. Mi primo se lanzó confiado en su nuevo carácter y también fue rechazado. Regresó a la mesa algo contrariado.
—¡Realmente está buenísima, primo, es igualita a la esposa de mi coronel! Hágale, primo, de pronto tiene suerte.
Después de un rato me armé de valor, me acerqué y la saludé:
—¿Hola, quieres bailar?
—No tengo ganas, pero siéntate aquí y me acompañas, háblame de ti.
Le conté cualquier cosa, no había venido a desahogarme por nada y estaba algo borracho. Sí, era muy bella y joven, tal vez se sentía fuera de lugar. Se llamaba Blanquita, eso dijo.
Nos mentimos mutuamente durante unos minutos cuando súbitamente me dijo.
—Voy a bailar contigo, pero solo contigo, tienes que quedarte en mi mesa.
Ahora sentía su cuerpo caliente abrazado al mío, bailaba suavemente con sensualidad, su fragancia me embriagaba. Por lo visto esta parecía ser mi noche de suerte. A la madrugada, mi primo se marchó dejándome en el bar.
Salimos, el frío era intenso, Blanquita se agarró de mi brazo y tomamos un taxi. De verdad era muy bella, cabellos rubios, ojos grandes oscuros, llevaba botas blancas que le llegaban hasta arriba de las rodillas, cerca de la mini. Me abrazó estremecida, «me gané la lotería», pensé. Llegamos a una casa en Santafé, grande de tres pisos, oscura y antigua. Una mujer corpulenta abrió la puerta y nos llevó directamente a una habitación, no se escuchaba ningún ruido.
Fue difícil quitarle las botas, no tenía experiencia, ella me ayudó complacida. Tuvimos sexo apresuradamente y luego nos quedamos dormidos.
El aroma sofocante de su perfume continuaba pegado en mi cuerpo el día siguiente. De regreso a mi casa tomé un baño, desayuné y me eché a la cama nuevamente. Me sentía agotado y volví a quedarme dormido.
Me convertí en asiduo de la casa, llegaba a cualquier hora, pero pronto aprendí que no era conveniente: había clientes esperando. Me escapaba de mi casa a medianoche y la acompañaba en el bar, teníamos horas precisas para encontrarnos. Cuando nos veíamos siempre iba con ella a la casa y dormía allá. Descuidé totalmente mis obligaciones de estudiante.
En la casa vivían seis muchachas y la jefa. Tal vez tenía esa autoridad por su corpulencia, era agraciada pero grande como un roble. Nos reuníamos en la cocina para desayunar o para almorzar, siempre había anécdotas y muchas risas. Sin embargo, las crisis nerviosas aparecían de pronto. Eran víctimas de violencia o abandono, tenían hijos en sus sitios de origen, los clientes las robaban o las maltrataban. Solo Blanquita parecía feliz, tal vez había encontrado en mí un poco de estabilidad emocional, o todavía no enfrentaba esos problemas, tenía veintidos años. Yo me había aferrado a su amistad pues me sentía algo solo. Aunque ya tenía amigos en la universidad, eran amistades incipientes que desaparecían después de clases. Me costaba trabajo adaptarme a este nuevo tipo de vida. Con las chicas del bar estaba en un mundo de fiesta y de sexo, qué más podía pedir un joven como yo. Allí conocí gente muy extraña, verdaderos delincuentes, adictos a las drogas. No era un ambiente recomendable sobre todo para mí, que vivía prácticamente en un convento.
La dicha sin embargo no duraría mucho tiempo, sentía molestias al orinar, hasta que un día el dolor se volvió insoportable. En la universidad busqué a Borja, un compañero que estudiaba medicina. Le conté y me llevó a su habitación en las residencias de estudiantes.
—Muéstreme esa vaina.
Le mostré y de una mirada me dijo:
—Lo pringaron, huevón.
Me explicó cómo limpiarme y me ordenó medicamentos e inyecciones para la infección.
—Cuando se le pase esa vaina búsqueme en la piscina. ¿Sabe nadar, cierto?
Fueron dos semanas de tortura, las inyecciones eran muy dolorosas y debía disimular en mi casa. Nadie se enteró del problema, mientras me recriminaba muchas veces por mi estupidez. Un día desapareció como por milagro la infección, pasaron dos semanas más y quedé completamente