Los límites del segundo. L.E. SABAL
embriagador, el vello sedoso de su pubis ocultaba completamente los labios, mientras la tocaba y la disfrutaba con todos mis sentidos sus besos eran cada vez más profundos. Me desnudé por completo, ella se estremecía debajo de mí. Entonces se entregó totalmente.
—¿Así está bien? —me preguntaba.
Yo no alcancé a contestarle en medio de un veloz orgasmo.
—¿Está bien? —insistía.
—Maravilloso.
Me retiré y observé las manchas de sangre en la sábana. La abracé y la besé. Luego la limpié y volvimos a besarnos. Ella quería más y yo también. Esta vez lo procedí con calma disfrutando cada espacio de su ser, ella en cambio, se agitaba y sudaba, gemía de placer y por momentos gritaba. Su cara enrojeció súbitamente, su cuerpo brincaba y se retorcía bajo el mío, yo hacía lo propio para acompañarla. Me miró en éxtasis y de pronto estalló en carcajadas.
Yo solo pude reír con ella y la abracé, así permanecimos largo rato.
***
Mi tercer año de universidad inició bajo la sombra de las revueltas estudiantiles. La corrupción, la ineficiencia del estado, la represión violenta de las protestas eran algunos de los hechos recurrentes. Algunos se sentían motivados por el crecimiento de la propaganda soviética o por el marxismo, otros admiraban la revolución cubana y esperaban que algo así podría pasar aquí. Nunca tomé parte activa de las marchas de protesta, si lo hice un par de veces fue porque iba tras alguna chica. Vivíamos en un campo de guerra, eran días nerviosos. Pero la actividad no paraba, el estudio avanzaba, las competencias también.
Una mañana se estaban presentando fuertes pedreas en las afueras del campus, los combates llegaban hasta los barrios aledaños. Estaba en el gimnasio en mis entrenamientos, y luego de hora y media de ejercicio salí exhausto hacia mi casa. Observé alarmado que la gente corría en todas direcciones, se escuchaban explosiones.
—Son gases lacrimógenos, mierda —me dije.
Mi casa quedaba cerca del campus y siempre circulaba a pie, pero los piquetes de policía corrían con sus cascos y escudos cerca de donde yo me encontraba. Una buseta de transporte público se acercaba por la vía principal y corrí a alcanzarla buscando mimetizarme entre los pasajeros. La atrapé y logré conseguir un puesto sentado, respiré con alivio.
Los disparos y las carreras no cesaban, la gente en la buseta gritaba asustada. Poco antes de la salida del campus, uniformados le ordenaron parar al conductor, se subió un policía y sin dudarlo dijo.
—Usted, allá, salga por favor.
Al parecer yo era el único con cara de estudiante. Me bajaron y le ordenaron al chofer que siguiera su camino. Quedé solo entre tres policías armados, con cascos y escudos antichoques, me rodeaban y me insultaban.
—Tirapiedras hijueputa.
Traté de explicarles que no estaba en la refriega.
—Vengo del gimnasio, soy un deportista —les dije.
—Ahora sí, hijueputa diga algo —y me daban golpecitos en las piernas con sus bolillos.
No me dejé provocar y se me ocurrió mostrarles mi carné de la escuela de natación del distrito.
—Soy deportista, represento a Bogotá.
Uno de ellos observó cuidadosamente el carné y me preguntó:
—¿Dónde entrena?
Le explico y entonces les dice a los otros: «Mi hijo también entrena allá».
—Bueno, huevón, se salvó, váyase para su casa. ¡Al trote mar!
Nunca me había asustado tanto en mi vida. Ni en las peleas de barrio, ni en trifulcas de botellas y butacas, ni en los prostíbulos baratos con drogadictos, esto sí era miedo, carajo. Se sabía de jóvenes que desaparecían y nunca más eran encontrados, y no dudaba que algo tendrían que ver las fuerzas del estado. Regresé al calor de mi casa sintiendo nuevamente que todo estaba bien.
***
—Tenemos que hablar —me dijo Sarita por teléfono una tarde de febrero.
Cuando me hablaban de esta forma un aire helado recorría mi cuerpo. Siempre pensaba en la muerte sin saber por qué, sentía como un vacío por dentro y me imaginaba cayendo en un pozo sin fondo. Mis temores regresaban a atormentarme de vez en cuando. ¿Pero acaso qué había que temer? ¿No era el deportista en ascenso? ¿Temía acaso perder lo poco que había logrado?
«Tenemos que hablar» tal vez era simplemente que me necesitaba, que le hacía falta. En fin, me armé de valor y me dirigí a su casa.
El tema era muy simple y terrible a la vez, la familia había tomado la decisión de enviar a Sarita a estudiar a Londres. Debía presentarse en abril para estudiar el inglés y comenzaría sus estudios a mediados de agosto. Era una decisión firme y ella había tenido que aceptarla, lloraba mientras me contaba,
—No quiero dejarte, pero tengo que hacerlo, podemos escribirnos y a lo mejor puedes ir a visitarme.
Yo no veía fácil esa opción, los pocos viajes que había hecho habían sido patrocinados por la universidad. Podría decirse en verdad que no había viajado, ir a Europa no dejaba de ser un sueño en ese momento. Las cartas, por los demás, podían tomar hasta tres meses en llegar a su destino, las llamadas eran imposibles. Me angustiaba la idea de perderla. Nos hicimos mil promesas, pero ambos sabíamos que sería muy difícil cumplirlas.
Los dos meses siguientes tienen un sabor agridulce para mí, repartía mi tiempo entre las clases, los entrenamientos, y los preparativos de viaje de Sarita. En su casa todos estaban muy animados, no parecían afectados su viaje. Pero claro, ellos podían viajar cuando quisieran, a nadie parecía importarle lo que pasara en nuestra relación.
Veinte días antes de su partida debía viajar con el equipo a Medellín a participar en los Juegos Nacionales. Los padres de Sarita la autorizaron a acompañarme con la condición de que se alojara donde unos familiares cercanos. Me acompañó a los entrenamientos y estuvo conmigo en las eliminatorias, fue la felicidad total.
Mientras se desarrollaban las competencias estábamos prácticamente confinados en la villa olímpica. No fue como lo imaginamos antes de viajar, pero estábamos felices de compartir los días enteros; como lo esperaba llegué a la final, mis tiempos no fueron los mejores, pero estábamos satisfechos. Ocupé un honroso tercer lugar, fui sido superado por muchachos de dieciséis años, o algo así. No obstante, Borja estaba feliz.
—Si hubiera comenzado antes hoy sería campeón, hermano.
«¿Y qué?», me preguntaba, si no fuera por mi novia tal vez no estaría aquí. Secretamente me prometí abandonar las competencias lo más pronto posible.
El día siguiente debíamos regresar a Bogotá, teníamos casi veinticuatro horas para estar solos con Sarita. Almorzamos y sin mucho pensarlo nos dirigimos a un hotel como si fuera el único pendiente de este viaje. Hicimos el amor en una mezcla de pasión y ternura, sabíamos que en cierto modo era la despedida. No tuvo el mismo sabor ni la alegría de siempre, salimos pronto del hotel y nos dedicamos a recorrer los parques y avenidas. Hicimos también algunas compras.
Los días después del regreso estuve preso de melancolía. De una parte, el inminente viaje de Sarita, de otra, me debatía pensando en mi posible retiro del deporte. Tal vez decepcionaría a algunos y perdería mi incipiente popularidad. Todavía tendría que pensarlo un poco más.
Poco antes de su viaje nos encontramos una tarde, hablamos un poco de todo y por momentos nos quedábamos en silencio. Sabía que para ella también sería difícil. La incertidumbre del futuro era agobiante para unos jóvenes como nosotros. Venían nuevos retos, nueva gente, nuevas costumbres. «Quién sabe —pensaba—, a lo mejor vuelva a enamorarse por allá.» Caminamos largo rato por las calles de Chapinero, la agitación de la tarde era vistosa en este sitio de la ciudad. Se escuchaba música en alto volumen en algún almacén de