Los límites del segundo. L.E. SABAL
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Mi abuela y mi tía no disimulaban su contento con mi compañía. Me consentían en exceso y me proporcionaban todo lo que pedía, vivía como un pequeño príncipe. Tal vez veían en mí al hijo y al hermano desaparecido, yo no escatimaba en atenciones y mostraba mi agradecimiento siendo útil, era el hombre la casa. Iban a misa todos los días y rezaban siempre el rosario por las noches, cuando estaba en casa me unía a la oración, pero aprovechaba para meditar, no me obligaban a rezar. La verdad a nada me obligaban.
Nunca me reprochaban mis escapadas y, por el contrario, parecía que las aprobaban. Era la forma de educar en la sociedad patriarcal en que vivíamos y que ya comenzaba a ser cuestionada en el mundo entero. Sin embargo, las costumbres persistían y yo disfrutaba de ello.
En las vacaciones de mitad de año acostumbrábamos a viajar a Honda con mi abuela y mi tía. Habían comprado un carro nuevo y me había convertido oficialmente en el chofer de la familia. Honda es una pequeña ciudad enclavada como en una olla en las riberas del Magdalena. Es tierra caliente, allí viajaban los cachacos a calentarse los huesitos. Las tías de mi tía, mis «tías viejas», tenían allí una casa de campo, eran muy adineradas, al menos a mí me daba esa impresión. Todo era grande allí: las habitaciones, la sala, los salones de juego, la cocina. El patio de unos mil metros alojaba una piscina estupenda que daba justo al lado de un amplio corredor donde se instalaban hamacas, mesas y sillas de descanso. La vista era magnífica, palmeras y muchos árboles frutales y más allá de la pared divisoria del lote, se apreciaba la montaña tupida y frondosa.
Mis «tías viejas» eran piadosas y también rezaban todas las tardes, de hecho eran cuatro mujeres y un hombre, todos solteros y pensionados, disfrutando de una divertida vejez. El tío Carlos siempre estaba muy bien vestido, era un hombre culto y agradable de buen humor.
Las tías, a su vez, siempre perfumadas se adornaban con finas joyas. Todos fumaban y tomaban trago sin parar, por las noches jugaban póquer hasta la madrugada. Nunca supe por qué ninguno se había casado, al igual que mi tía, pero de esto nunca se hablaba. Su casa en Bogotá se encontraba ubicada en un barrio elegante, vivían la gran vida, mi tía decía que habían sabido guardar e invertir sus ahorros.
La quinta se situaba en una colina desde donde se podía apreciar la ciudad, famosa por sus puentes y por la conocida subienda del pescado. En esta temporada miles de peces suben desde la costa por el río Magdalena a aparearse. Era una atracción turística que proveía de recursos a muchas familias ribereñas. Se comía pescado en desayuno, almuerzo y cena.
El fin de semana bajábamos al mercado local a aprovisionarnos. Un día en medio del barullo de la plaza me encontré de frente con Javier, un compañero de la facultad.
—Oiga, hermano, ¿qué hace por acá?
—Lo mismo que usted, de vacaciones.
—Pero yo soy de aquí, aquí vivo yo, camine, le presento a mi mamá.
La mamá vendía fritos en la plaza de mercado. Llevaba puesto un delantal y sudaba brutalmente por el calor de las pailas de aceite. Era una señora de unos cincuenta años, pecosa como él, me saludó muy amable.
—¿Quiere probar?
Pero las tías ya me llamaban y tuve que despedirme.
—Alberto también es de aquí, saque un tiempito y nos encontramos esta noche. ¿Dónde se aloja, hermano?
—Arriba en la loma, cerca de los bomberos.
—Bueno, nos vemos, en la Golosa nos encuentra.
Me quedé en este encuentro y me di cuenta de que no sabía nada de mis compañeros de estudio. Todos de clase media o pobres, como nosotros, hijos de una misma madre sola, tratando de salir adelante en medio de la adversidad.
Por la noche decidí bajar al pueblo a encontrarme con los amigos. La Golosa era un bar amplísimo con balcones que miraban hacia el río, el clima era fresco, la música trepidante me llenaba de bríos. Los encuentré con un grupo grande de aproximadamee diez chicos y chicas. Todos jóvenes estudiantes como yo, la mayoría eran oriundos de Honda.
—¡Miren quién llegó: el burguesito del salón!
Nos abrazamos y nos presentamos, luego me invitaron a tomar. Se hablaba de todo y reíamos por nada. También bailamos mucho toda la noche. Al final, casi borrachos nos despedimos.
Alberto me había invitado a almorzar a su casa el día siguiente. Así que me dirigí hacia allá en el carro de mi tía. No era común por estos barrios ver pasar un carro elegante. Todavía en el país no era fácil que las familias tuviesen su propio carro, este era aún un privilegio para pocos.
La familia de Alberto eataba conformada por tres personas; la mamá, una hermana y él. La señora, mucho mayor que la de Javier, era curiosa y habladora, me hacía muchas preguntas. La hermana hablaba poco. Muy orgulloso, Alberto me mostró su casa. Era como un rancho grande, con amplia sala y comedor, amoblados humildemente y con mucha pulcritud, el aire circulaba por puertas y ventanas dándole una frescura especial. Había un patio trasero donde tenían conejos, patos y perros, me divertí a las carcajadas pues los patos perseguían al perro mientras cagaba. Luego se comían sus heces.
Naturalmente almorzamos pescado, con un estupendo sancocho de plátano. Más tarde me despedí y les prometí volver muy pronto.
—Esta es su casa —me dijo la mamá.
Los días siguientes mis dos compañeros se dedicaron a mostrarme los sitios turísticos y los balnearios más populares. Eran extremadamente amables y simpáticos, gracias a ellos mis vacaciones fueron deliciosas.
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En la universidad hice amistad con Claudia T., estudiante de sociología. Nos veíamos todos los días, la acompañaba siempre hasta la salida del campus después de clases. En ocasiones se quedaba callada y me miraba con amor, o así me parecía, pero no sentía lo mismo.
Una tarde deambulábamos sin rumbo y nos acercamos al complejo deportivo de la universidad. Ella no era amante del deporte, yo en cambio, siempre los había practicado. Sin orden, sin disciplina y sin éxito, en realidad. Pero cuando vives en la costa o en tierra caliente el mismo clima te impulsa a salir y a desfogarte. Los juegos callejeros eran comunes, el fútbol, que jugábamos descalzos, las tapitas o béisbol con tapas de gaseosa, o el volibol en el colegio, un poco de todo, el costeño es muy veloz y ágil, así se le reconoce en los deportes. La natación no la veíamos como un deporte, simplemente era parte de la vida, especialmente de los jóvenes. No sé cuándo ni cómo aprendí, pero, al igual que todos mis amigos, lanzarnos al mar era más que todo una diversión. Nadábamos hasta bien adentro y cuando las olas eran suficientemente grandes nos dejábamos llevar por las crestas a toda velocidad sumergidos en el vasto poder de las aguas. Impulsados por la ola alcanzábamos grandes velocidades sin ninguna protección hasta que llegábamos cerca de la playa donde celebrábamos quién había cogido la ola más grande o quién había avanzado más. De vez en cuando las corrientes cruzadas se apoderaban de nuestro cuerpo y nos aporreaban como si fuésemos pequeñas briznas de arena, en ese caso tocaba dejarse llevar por la ola, de nada servía querer tomar el control. La máxima prueba de valor se hacía en el Laguito, cuerpo de agua situado en Bocagrande, como una piscina natural para los nadadores. Estaba comunicado con el mar por una boca natural de apenas unos veinte metros de abertura. En su parte más ancha el lago puede medir más de doscientos metros, se dice que son aguas muy profundas y que puede haber peces grandes en el fondo. Para llegar allí había que caminar desde la parte posterior del hotel Caribe, atravesando una espesa maleza por unos quince minutos. La vista era magnífica, la idea de atravesarlo nadando era estremecedora, pero de eso se trataba: era como un ritual de iniciación, una vez que lo hacías podías considerarte un hombre completo o una mujer. Anita, una de nuestras vecinas, era la mejor nadadora de todos, lo atravesaba con gran facilidad y se burlaba de los hombres sin piedad, en algún momento todos estuvimos enamorados de ella.
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El complejo deportivo de la universidad constaba de un estadio de fútbol y de atletismo, gimnasio, salones