Los límites del segundo. L.E. SABAL
más tolerantes ahora, reconociendo de alguna forma que habíamos crecido. No nos obligaban a rezar todos los días. El clima también había cambiado, aunque seguía siendo una ciudad de clima frío el sol se asomaba por más tiempo todos los días, Bogotá no lucía tan sombría como antes. Mi abuela y mi tía se esforzaban por atendernos y nos llenaban de regalos, de hecho, creo que pasamos las vacaciones mejor de lo que pensábamos. Por mi parte tomé la decisión de irme a estudiar a la capital, tal vez así podría dejar atrás las costumbres perniciosas y alcanzar mis objetivos.
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El último año de colegio comenzaba así con cambios importantes, ya no estaba mi hermano conmigo, junto con él habían partido otros tres compañeros de aventuras. Solo quedábamos Jaime D. y yo, al menos ahora ya no teníamos que defendernos de nada, éramos unos leones, acostumbrados a la calle, y líderes en nuestro grupo. Mi hermano y los demás compañeros habían tomado cada uno su rumbo, nos veíamos casi que exclusivamente los fines de semana.
Era hora de actuar con autonomía y con mayor madurez, en el colegio habían cesado los castigos y las reprimendas, era como si de pronto los profesores ahora estuvieran conscientes de que habíamos crecido. En el fondo, seguíamos siendo los mismos, no faltaban nuestras locuras y la pereza de estudiar, pero teníamos la estima de nuestros mentores, y hasta nos creían buenos estudiantes. Como decía mi abuelo: «En tierra de ciegos el tuerto es rey».
Sin la presencia de mi hermano pasaba mis tardes en solitario cuando regresaba a la casa. Me dedicaba libremente a mis pasatiempos favoritos, y salía a la calle a verme con mis amigos y amigas. Por las noches de vez en cuando se reunía todo el combo en una de las esquinas del barrio y compartíamos. Era muy divertido pero no como antes, ellos tenían ahora nuevos intereses, a veces nos miraban como si fuéramos niños todavía.
En octubre viajamos con diez compañeros a Barranquilla a presentar los exámenes de admisión para ingresar a la Universidad Nacional en Bogotá, se suponía que éramos los mejores estudiantes de nuestra promoción. Sin tener adonde llegar, fui recibido en casa de un compañero que tenía parientes en la ciudad, vivían en un barrio pobre y me alojaron en una especie de taller de carros aledaño a su casa, debía dormir en una hamaca las dos noches que pasaríamos allí. Los exámenes me parecieron fáciles y todos mis compañeros opinaron lo mismo, estábamos muy optimistas.
En noviembre se publicaron los resultados en un periódico de circulación nacional, eran tres hojas completas llenas de códigos repartidos para las diferentes sedes de la universidad.
Mis ojos se toparon de pronto con mi número, no lo podía creer, repasé varias veces el número para asegurarme, no había ninguna duda, había sido admitido en la universidad. De un salto corrí hacia el segundo piso con la hoja de periódico gritando.
—¡Mamá, mamá, pasé!
Era un sábado en la mañana, todos descansaban todavía y se levantaron con mi alboroto. Corrieron a revisar el periódico y compararon con mi credencial, todos gritaban alborozados como si hubiéramos ganado la lotería. Mamá me abrazaba y me felicitaba entre lágrimas, mis hermanos también. Por fin una buena noticia, por fin algo diferente para mi familia.
Mi aceptación para ingresar a la universidad más importante del país se convirtió en tema de todos en el Segundo, lo mismo pasaba con los amigos del combo de Manga, y en el colegio no cesaban las felicitaciones, la institución hizo alarde de este logro como resultado de su excelente labor académica.
Las despedidas fueron largas y diversas, y me confirmaron que así no tendría futuro, que la parranda y el alcohol no me llevarían a ninguna parte, y que sería bueno para mí salir de este oscuro túnel.
Las lágrimas de mamá al despedirnos llenaban de nostalgias mi corazón.
—Es un pequeño viaje de una hora, no se preocupen, les escribiré y volveré pronto.
Durante el viaje pensé mucho en los años pasados y en las experiencias vividas, la ansiedad de lo que venía me emocionaba, mi vida cambiaría radicalmente, ese era mi propósito.
4
La Bogotá que encontré no era como la de mi niñez, seguía siendo una ciudad fría e inhóspita, no tenía a nadie que me guiara y me di cuenta rápidamente de que en verdad no la conocía. En principio debía llegar a la casa de mi abuela, pero ella y mi tía se habían ido de viaje al Perú, donde estarían varios meses en una especie de misión cristiana. Un tío de mamá, a quien también llamábamos tío, se había ofrecido a hospedarme mientras mis parientes regresaban del viaje. Era un hombre casado, tenía cinco hijos, dos hombres y tres mujeres, mayores que yo, pero todavía muy jóvenes, todos solteros. Así, entré a formar parte de esta ruidosa y amorosa tropa; las mujeres trabajaban, los hombres todavía cursaban estudios superiores. El tío era un hombre afable pero rígido a la vez, y muy trabajador. Tenía un pequeño negocio de construcción que le permitía proveer para la familia. No era muy conversador pero siempre era amable, en ocasiones me regalaba algún dinero para mis gastos.
La casa era en realidad un edificio de tres pisos con suficiente espacio para todos, tenía también una azotea donde criaban pollos y tendían la ropa para secar, vivían en un barrio de clase media. Desde arriba se podía ver una gran parte del vecindario, muchos árboles, pocos edificios. Justo al frente se encontraba una sala de cine que compartía el espacio de la cuadra con una iglesia. El campus se encontraba situado aproximadamente a dos kilómetros, lo que se me antojaba muy alejado, acostumbrado como estaba a las pequeñas distancias de mi ciudad.
En los años setenta, el ambiente universitario permanecía agitado por los continuos paros estudiantiles liderados por estudiantes que se llamaban a sí mismos de izquierda. El campus era un hervidero de ideas motivadas por la revuelta de mayo francesa. Se comentaba de estudiantes que se habían ido al monte a engrosar las filas de la guerrilla antigobiernista. Para mí todo era confuso, la política nunca me había interesado, no obstante las clases avanzaban y la vida al interior de la facultad era apasionante. A la U. llegaban jóvenes de todas las regiones del país lo que se traducía en una amplia diversidad social, un crisol de idiosincrasias y de propósitos vitales.
Al ser el único costeño de mi grupo tomé divertido la bandera regional por las expectativas que despertaba. Siempre se ha pensado que somos muy alegres, ajá, que somos ruidosos, ciertamente, que somos mal educados, un poco, que somos buenos bailadores, ajá, que somos perezosos, qué risa. Estereotipos comunes que tendría que superar prontamente.
El campus universitario era enorme: muchos árboles, zonas verdes, jardines, un estadio e instalaciones deportivas excelentes. Los edificios blancos de tres pisos mostraban las líneas sobrias de la arquitectura alemana moderna, algunos edificios de ladrillo rojo también hacían parte del conjunto universitario.
Con mis primos, a los que conocía desde niño, había logrado una gran amistad, especialmente con los hombres, que se sentían obligados a enseñarme la vida en la ciudad. Alberto, el mayor, estaba terminando la carrera de medicina en la universidad, Nico, el menor, había ingresado recientemente al ejército y adelantaba estudios de administración. Eran muy amables conmigo y se divertían mamándome gallo por mi acento y mis modales pero tenía una fuerte conexión con ellos. Alberto siempre estaba ocupado en el hospital pero me invitaba a sitios cuando podía, era bastante mujeriego y tenía varias novias, a Nico le gustaba la rumba y me llevaba a bares y cafés los fines de semana, era muy divertido. Le gustaba el cine como a mí y siempre me acompañaba a ver los estrenos en los teatros elegantes de la ciudad. Dormíamos en la misma habitación, Nico generalmente no estaba, y Alberto tomaba turnos en un hospital, solo lo veía de vez en cuando. Mi primera actividad del día cuando me levantaba era mirar por la ventana hacia el teatro para ver la cartelera. Pasaban dos películas diarias en cine continuo, era mi pasatiempo favorito cuando no tenía clases, me pasaba allí tardes enteras.
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Cuando ya estaba acostumbrado a la compañía de mis primos, mamá me avisó que mi abuela y mi tía habían regresado. Era hora de mudarme a su casa. El cambio sería brutal.
En casa de mi abuela llegué a la