Los límites del segundo. L.E. SABAL

Los límites del segundo - L.E. SABAL


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por lo extenso del conjunto nos dedicamos a recorrerlo. Recordé entonces que hace unos meses Borja me invitó a entrenar con él y nos dirigimos a la piscina. Allí estaba dentro del agua, impartiendo instrucciones a otros jóvenes. Me acerqué y lo saludé.

      —¿Hola, dónde andaba? ¿Todo bien? ¿Viene a entrenar?

      No estaba muy seguro, el compromiso me producía alergia. ¿Acaso era un deportista? De todas maneras sentía que algo así me hacía falta, por algo mis pasos me trajeron hasta aquí.

      —Por ahí, usted sabe. ¿Cuándo puedo venir?

      —Cuando quiera, hermano, aquí estoy todas las tardes. Se consigue una pantaloneta para nadar y gafas para el agua.

      —Okey, vengo la próxima semana. —Lo dije y no podía creerlo. Qué locura…

      Claudia estaba muy sorprendida.

      —Yo creí que eras un perezoso. —Reí y me besó como dándome una recompensa, y regresamos haciendo bromas por el camino.

      Nos despedimos. No quería darle vuelo a esta situación, necesitaba concentrarme en el estudio, encontrarle sentido a mi vida, darle un rumbo al camino. Creo que ella me entendió, era muy perceptiva y de verdad me apreciaba.

      ***

      Los entrenamientos era más duros de lo que yo pensaba, me imaginaba jornadas de diversión haciendo nuevos amigos. Para comenzar, en realidad no sabía nadar, ni estilos, ni respiración, solo tenía buena resistencia y algo de velocidad, tenía mucho por aprender. Sin embargo, mi progreso había sido rápido, era evidente que tenía condiciones. Así pasaron meses hasta que fui consciente de que había cambiado. Mi cuerpo, mi fortaleza, la disciplina, mi confianza eran cada vez mayores.

      Un día me dijo Borja:

      —Hermanito, llegó la hora, vamos a una competencia en Guaymaral. Van varias universidades y clubes de la ciudad. ¿Está bien?

      —¿Yo? ¿Usted cree que ya puedo?

      —Vamos a ver, sin mucha presión, yo tengo confianza.

      Hasta ahora poco importaban las marcas, el estilo y la técnica eran lo más importante, pero una competencia… Borja me tomaba los tiempos y no se mostraba preocupado.

      —Por ahora lo importante es participar, que coja confianza, experiencia, yo creo que vamos bien —me dijo.

      ***

      El ambiente de las competencias era extraordinario. La animación, las barras, los calentamientos, el desfile de bellas chicas. Extrañamente me sentía relajado; muchos deportistas ya se conocían y se hacían chanzas y comentarios. Yo solo conocía al grupo de mi universidad, seis compañeros, todos más jóvenes que yo. Desde las gradas nos silbaban o nos animaban. Y siempre había mucho ruido, no era fácil enfocarse en medio de la algarabía.

      Gané fácilmente las eliminatorias, y la final de manera holgada. Borja estaba eufórico, yo también. Las barras gritaban hasta el cansancio y ahora me aplaudían. Comenzaba a ser popular.

      —Con un poco más de trabajo podremos competir a nivel nacional. ¡Muy bueno! —dijo Borja.

      Yo todavía no me veía como un gran deportista.

      Las competencias se hicieron más frecuentes y seguía obteniendo buenos resultados, con sorpresa descubrí que era un ganador, mis marcas mejoraban en cada encuentro, competir estimulaba mi progreso.

      No era ajeno ahora a la agitación social del momento. La política era intensa, la música me apasionaba, los cambios en las costumbres hacían mella en mí. Tenía amigos en la Facultad de Ciencias humanas, eran diferentes: se vestían y hablaban diferente, había algo que me atraía de esta rebeldía. Todos posaban de intelectuales, creo que en verdad lo eran. Las chicas eran fantásticas, alegres, vivaces, inteligentes. La mini estaba de moda, la facultad era como un imán para mi gusto. Hice amistad con un joven hippie de mi edad. Se llamaba Aldemar D., era de Pereira, usaba el pelo largo y barba, muy bien parecido. «Es igual a Jesucristo», diría mi tía al conocerlo. Era adicto a la marihuana. Parecíamos diferentes, pero en el fondo éramos iguales, nos hicimos grandes amigos.

      Aldemar era un tipo raro, no hablaba mucho, pero tenía muy buen humor. No tomaba alcohol, ni se ejercitaba. Le gustaban las mujeres, pero nunca lo veía en ninguna relación. Parecía tímido, pero yo sabía que no era así. Tal vez los efectos de la marihuana afectaban su personalidad. Comía poco y me di cuenta de que lo hacía simplemente porque no tenía dinero. Lo invité a cenar a mi casa un día y comió abundantemente. Mi tía y mi abuela lo apreciaban, era sagaz y no tocaba temas controversiales.

      Se convirtió en asiduo de mi casa, donde prácticamente tomaría almuerzo o cena durante tres años. A veces se pasaba de farra con sus amigos de vicio y desaparecía del panorama por unos días. No sabía a dónde iba ni quiénes eran sus amigos, temía por su seguridad. Poco a poco fui conociendo a su combo, todos parecidos a él. Me unía de vez en cuando a sus rumbas, a las que asistían muchas chicas. La humareda era agobiante pero el ambiente era relajado y muy pacífico. Se hablaba mucho de política y de arte, el porro daba para todo, se ponían locuaces y eufóricos. Las chicas igual, muy complacientes y felices, mi amigo se desdoblaba y actuaba como un joven normal. La pasábamos muy bien.

      5

      Otra vez domingo, otra vez a misa. Afortunadamente había convertido la iglesia en mi atalaya de observación. Había desarrollado tal destreza en la observación que sabía dónde buscar con precisión. Un rápido muestreo y desechaba las filas de las abuelas, y de las tías, desde ahí, unas filas más atrás, las mamás jóvenes y sus hijas. Siempre en cuarta fila doña «Empera» y sus dos hijas, de unos diecisiete y dieciocho respectivamente, muy elegantes y recatadas. Pero yo sabía observar: las manos, la nuca, el pelo, las orejas, y los ojos. En ellos podía adivinar el hielo o la pasión, no podían ocultarlo. El día sería maravilloso, tendría una visión sublime, ese día mi corazón temblaría como un reloj loco.

      Justo a mi lado, en la fila izquierda, muy concentrada en la oración, se sentaba una mujer blanca de pelo castaño y largo hasta la mitad de la espalda, facciones finas, ademanes estudiados. Se diría que era alguien de buena educación, de buen nivel económico, a juzgar por las joyas que llevaba. A su lado, una belleza de unos diecinueve, blanca, dos o tres pecas adornaban su cara, ojos grandes y negros, largas pestañas, cuerpo grácil, estatura mediana. Lindo perfil, miraba inquieta a su alrededor. Una belleza, hasta la mamá merecía una buena revisión.

      —Podéis ir en paz…

      Fue la misa más corta que había visto, tan concentrado estaba en la contemplación de Paula, así tenía que llamarse. Mi imaginación volaba estimulada por su presencia.

      —Camine, mijo, que no nos coja el embotellamiento afuera —dice mi abuela.

      Empujé a mi tía y a mi abuela disimuladamente a donde caminaban Paula y su mamá, quedamos muy cerca de ellas. Podía oler su perfume, y veía su cabello, corto, sedoso, brillante. Por un instante volteó la cabeza y me miró, yo sonreí. ¿Se habría fijado en mí?

      Unos días después, al regresar una tarde de mis entrenamientos, observé un bus escolar que se detuvo a dos cuadras de mi casa para dejar a un estudiante. Era mi Paula, no podía creer esta coincidencia, lucía increíble con su uniforme de colegio. Me detuve y la observé caminar hacia su casa, tuve la impresión de que me miraba de reojo. Llegué feliz a mi casa, me hice la promesa de verla nuevamente, hice planes para observarla. Regresaba siempre a la misma hora de la U. y la miraba de lejos, abiertamente, esperaba que me viera, que un día me saludara. Pero esto nunca pasó.

      El domingo siguiente me alisté temprano y bajé a desayunar con mi tía y mi abuela.

      —¡A la misa! —exclamé.

      Ellas me miraban con ojos incrédulos.

      Misma fila, mismos asientos, la escena estaba puesta: los actores, el cura, mis viejas, el cuerpo de Cristo. Y ahí estaba Paula. Pantalones verdes de pana, zapatos azul oscuros, jersey


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