Los límites del segundo. L.E. SABAL

Los límites del segundo - L.E. SABAL


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atención al padre.

      Sí, Paula me sonríe. ¿Y ahora qué?

      En el tumulto de la salida las perdí, no tuve la oportunidad de acercarme, tendría que ser paciente.

      Los dos domingos siguientes no la volví a ver, tal vez cambiaron su horario de la misa. Y yo no había podido llegar a tiempo a la llegada de su bus. Las clases y los entrenamientos copaban mis horarios.

      En la universidad el tedio me atrapaba. Los entrenamientos se hacían cada vez más intensos con vistas a los juegos nacionales universitarios. Las lluvias volvieron imparables; en la altiplanicie las estaciones son imprecisas, en un solo día llueve y de pronto hace sol, y más tarde vuelve a llover. Después de las tres, una niebla densa baja a la ciudad, el campus queda a oscuras, las clases deben hacerse con las luces prendidas. Era parte del ambiente londinense de Bogotá. Los mayores usaban trajes oscuros, camisa blanca y corbata, algunos portaban sombrero, el paraguas era imprescindible. Las señoras a veces se permitían un tono gris, o azul en sus faldas.

      Los jóvenes, en cambio, vivían en constante ebullición: la música, la moda, todo cambiaba velozmente. Permeados por el contagio de los provincianos, que éramos muchos, los cachacos jóvenes comenzaban a vestirse de colores, las chicas usaban minifaldas y botas.

      A pesar de los nubarrones, mi mente solo veía la luz del enamoramiento, no había vuelto a encontrar a Paula pero no dudaba que un día volvería a verla.

      Una tarde regresaba a casa con mi tula de deportes al hombro, había tenido una sesión muy fuerte en la piscina, tenía hambre. Por suerte mi abuela se preocupaba por mi dieta, me preparaba gramo por gramo los alimentos que me había propuesto el nutricionista del equipo. Ni en un hotel me consentirían tanto, era una ventaja. Tanto había cambiado mi vida.

      Al acercarme observé luces prendidas en ambos pisos de la casa, era extraño, mi tía tenía ese carácter austero que se confunde con la tacañería, siempre estaba apagando bombillos. «La luz es cara, mijo». Timbré.

      —Entre por el garaje, mijo —dijo mi abuela.

      Había visitas, mi tía acostumbraba a invitar a sus amigas a rezar. Primero, conversaban, tejían, jugaban cartas, luego rezaban el rosario. Finalmente tomaban té.

      —Venga, mijo, quiero presentarle a unas personas —me llamó mi tía.

      Su cara mostraba un gesto de complacencia extraño, aunque es de buen genio, generalmente la expresión de su cara es adusta y rígida. Pero ese día se notaba algo diferente. ¿Estaría el padre Martínez? En alguna ocasión me ha dicho que me lo quería presentar, en su interior le gustaría verme con los hábitos, sería su sueño realizado. Pero yo no estaba para eso, estaba a punto de regresar a la cocina cuando la mamá de mi Paula entró y me tomó de un brazo.

      —Soy Elena R., tu vecina, ven a la sala para que conozcas a mi hija Sarita.

      Sorprendido por su familiaridad me dejé llevar con una sonrisa amable. Entré a la sala y allí estaba sentada mi Paula hojeando una revista. Un corrientazo recorrió mi cuerpo, no sabía qué decir, mis piernas flaqueaban pero recuperé la calma rápidamente.

      —Hola, Sarita.

      —Hola, quería conocerte, me han hablado mucho de ti, aquí te quieren mucho.

      —Soy el hombre de la casa.

      —¡Y qué hombre! —exclamó la mamá sin recato.

      Mi tía reía nerviosamente.

      —Nosotras vamos a terminar el rosario —dijo mi abuela—. ¿Por qué no le muestra a Sarita sus medallas? —Y me impulsó de un leve empujón.

      La calidez de Sarita y su cercanía me hacían sentir como si fuésemos viejos conocidos. Me contó que también me había visto en la iglesia y que me descubrió desde que la seguí en el paradero de su bus. No había vergüenza en ninguno de los dos, era como si de verdad tuviéramos todo guardado esperando para este día. ¿Estábamos destinados a estar juntos? Sarita cursaba su último año de bachillerato, al decir de su mamá era una estudiante excelente: sin saber cómo, Elena parecía venderme los encantos de su hija, lo cual era innecesario pues yo estaba derrotado desde que la vi por primera vez. Me sorprendía, eso sí, que de pronto me había convertido en un buen partido. Las vueltas de la vida.

      Mientras las señoras hablaban en la sala, Sarita me tomó de una mano y me pidió que le contara de mí. Nada difícil pues era muy locuaz y a estas alturas mi autoestima volaba. Se despidió de mí con un beso y quedamos en volver a hablar.

      Fue una temporada gloriosa. La universidad, los entrenamientos, y ella, siempre Sarita. Al poco tiempo pasamos de los besos y abrazos a los juegos íntimos que llegaban a ese punto insoportable cuando había que parar. Ella era muy joven y yo la entendía.

      ***

      Las competencias continuaron sin descanso. Viajamos a los países vecinos y Centroamérica, no ganaba siempre pero me desempeñaba con excelencia. Los viajes eran una mezcla muy festiva de jolgorios por los resultados; ganáramos o no siempre había celebración. Las mismas chicas de nuestro equipo o de los adversarios nos prestaban compañía, la fiesta era interminable. Regresaba a mi casa agotado. Comencé entonces a prepararme para los juegos nacionales. Estos eran de un nivel mucho más exigente y sería la primera vez para mí. Aquí competían los mejores del país, no eran las sencillas competencias universitarias, los deportistas de este nivel se tomaban este trabajo muy en serio. Me inscribí a participar porque Borja me lo pidió.

      —Hay que competir, huevón. Ahí es donde se mide el real potencial y usted es de los mejores en la ciudad.

      Accedí y me dediqué a entrenar sin mucha convicción, de verdad, los entrenamientos me tenían cansado. En la universidad me daba sueño, la fatiga me vencía y me costaba trabajo concentrarme. Aunque seguíamos juntos, veía poco a Sarita y eso me inquietaba, el año estaba por terminar, las competencias serían en abril del año siguiente.

      Sarita terminó el bachillerato con honores. Asistí a la graduación en compañía de su familia. Habían preparado una estupenda reunión para celebrar. Mi abuela y mi tía estaban también invitadas, yo era la atracción principal de la reunión. Algunos habían visto fotos y comentarios en la prensa deportiva, los más jóvenes querían conocerme. Los mayores me acogían con agrado, no en vano mi abuela era una anciana adinerada, dueña de extensas fincas de café en Cundinamarca y en el Huila. Como mi tía era soltera y una mujer madura, me veían como el heredero natural. No era el único, sin embargo, también estaban mis hermanos. Pero solo me conocían a mí. Eran días felices.

      La Navidad llegó, me sentía completo y enamorado. Todo estaba bien en la U. y tenía descanso por veinte días. Tanto tiempo libre me parecía como estar un sueño, podía levantarme tarde y dedicarle el resto del día a mi novia. Ella todavía no sabía qué hacer en el futuro inmediato, pero eso no le preocupaba en absoluto. Su familia tenía dinero y estaba enamorada.

      La víspera de Navidad Sarita me llamó por teléfono en la tarde.

      —¿Puedes venir a mi casa? Quiero verte.

      Su voz parecía divertida.

      Llegué allí en menos de veinte minutos. Me abrió la puerta sonriendo y puso un dedo sobre su boca en señal de silencio. Al entrar brincó sobre mí riendo.

      —Estamos solos —me dijo.

      Sus padres habían salido a hacer las últimas compras para el veinticinco.

      Nos besamos como locos anticipando los momentos de intimidad.

      —Subamos a mi alcoba.

      Subimos corriendo por la escalera. Estaba vestida con unos jeans y una blusa rosada de algodón, llevaba unas zapatillas blancas. Era evidente que no llevaba sostén, sus pezones se notaban claramente en la camisa. Nos sentamos en la cama y me besaba apasionada, era claro para mí que podía avanzar. Abrí con cuidado su camisa, allí estaban, erguidos y duros, sus pezones rojos parecían estallar mientras los acariciaba y los besaba. La toqué por encima


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