Los límites del segundo. L.E. SABAL
la finca. Grandes ollas hirvientes contenían el guarapo de caña, otras cocinaban la miel, el penetrante olor dulzón se esparcía hasta la casa.
No me cansaba de admirar el trabajo. Hasta entonces descubrí que la elaboración de la panela era la mayor fuente de los ingresos familiares. Grandes cargas de panela se amontonaban diariamente a la espera de su distribución, los peones trabajaban incesantemente toda la jornada. Conocí también los sembrados de café, eran muchas hectáreas y no alcanzo a recorrerlas completamente en un solo viaje. Mi tía me explicó que no se obtenía mucho café de la finca.
—El café no es de la mejor calidad, creo que falta invertirle en asesoría técnica, tal vez mijo pueda ayudar más adelante.
Pensar que mis abuelos construyeron todo esto con sus propias manos reclamaba mi admiración, nunca lo había visto de esa manera; vida difícil la del campo, pero al mismo tiempo plena de armonía natural.
En la última ocasión regresábamos hacia Bogotá en el carro familiar recargado de productos de la tierra. Más de la mitad se destinaba a las obras de caridad de mi tía. Ella rezaba y permanecía en silencio largo tiempo, yo escuchaba la música en mis casetes. El camino era fatigante y el cansancio de los días en la finca pesaba en todo el cuerpo; curiosamente, había olvidado a Sarita por un tiempo. Mi tía parecía dormida, pero de pronto, como si nada me dijo:
—Clemita y yo hemos decidido dejarle esta finca a usted, mijo, nosotras ya somos viejas y estos trotes acaban con cualquiera. Madre y papá entregaron su vida en esta tierra y de esto hemos vivido, pero luego de la muerte de mi hermano todo cambió. Es hora de que otros asuman la carga.
La escuché en silencio completamente sorprendido por sus palabras. No me extrañó, en mi familia siempre habíamos pensado que algo nos correspondía por derecho, pero no me esperaba que se abordara tan pronto el tema. Por lo demás no entendía que mi tía se sintiera vieja, apenas bordeaba los sesenta años.
—A sus hermanos les dejamos la finca del Huila —continuó mi tía—, ellos sabrán qué hacer. Yo la tengo arrendada por una buena suma, es más grande que esta y la tienen dedicada al café y las frutas, allá sí lo han sabido explotar.
Luego siguió explicándome detalles de ambas propiedades totalmente desconocidos para mí. El producido sumado de las fincas es suficiente para que cualquiera pueda vivir cómodamente. Como resultado de la vida austera, además, poseían enormes ahorros depositados en bancos e inversiones en un par de fiducias. No sabía si alegrarme, sentía como si todos los años de escasez de nuestra infancia y juventud los hubiéramos pasado sentados sobre una mina de oro. El solo valor de las tierras bastaría para considerarse rico en nuestro país. Mientras hablaba mi tía y me llenaba de detalles financieros y de procesos, mi mente divagaba recordando mis años en Cartagena.
No tuve necesidad de decirle nada, ni me atreví siquiera a darle las gracias, creo que mi silencio lo dijo todo.
—Y no se preocupe, mijo, que yo voy a asignarle unos recursos mientras usted se hace cargo del trabajo.
Era muy simple, debía ir a las fincas con frecuencia como antes, solo que ahora ella no volvería.
Y continuó:
—Cuando vengan los administradores a Bogotá nos reuniremos con ellos para que organicemos las cosas conjuntamente. Por ahora será así, las tierras y todo será de ustedes cuando ya no estemos aquí. Eso sí, mijo, debe mantener el compromiso de los mercados mensuales con la misión.
Me sentía como otra persona, mi cerebro bullía de ideas y proyectos; cuando partimos tres días antes era un joven estudiante provinciano prácticamente pobre, ahora regresaba transformado en propietario y emprendedor agrario, un hombre con un futuro envidiable. Ni yo mismo me lo creía. Decidí no contarle a nadie o, tal vez a mi madre cuando fuera a visitarla. Esperaba seguir con el curso normal de mi vida y dejar que el tiempo me indicara el camino.
***
—Le tengo una sorpresa, mijo —me dijo mi tía una tarde al regresar de la U. y me entregó un sobre con varios sellos postales.
Era una carta de Sarita. Subí corriendo hacia mi habitación y la leí con gran emoción. Estaba llena de detalles sobre el viaje y su llegada a Londres. Vivía con una prima de la mamá que estaba establecida allá hacía muchos años, casada con un inglés, sin hijos; vivían cerca de la academia y ya la habían matriculado en la universidad. La carta databa de nueve semanas antes, supuse que las cosas estarían cambiando rápidamente. Noté con pesar que me dedicaba pocas líneas, pero traté de comprenderla, aseguraba que me amaba y que lo nuestro sería para siempre. De inmediato me dispuse a responderle. Mi carta iba llena de mil promesas de amor, hablaba también de melancolía y de mis deseos de un pronto reencuentro. Solo hasta diciembre volvería a recibir noticias suyas. Nuevamente me llenaba de detalles de su vida londinense, ya había iniciado sus estudios de arte en la universidad, me pedía perdones por lo tardío de los mensajes: «El trabajo en el college me abruma y ocupa todo mi tiempo». La mamá estaba con ella pues había ido a visitarla, «Mi mamá ha extendido su visita por más de un mes», «Te quiero por siempre».
***
Ha pasado más de un año desde el viaje de Sarita y no he vuelto a recibir más de sus cartas. Le he escrito un par de veces sin obtener ninguna respuesta, tal parece que este amor llegó a su fin. ¿O sería que se extraviaban las cartas? ¿O que algo malo le ha pasado? Finalmente concluí que era mejor olvidarla, su silencio decía mucho e incluso habíamos perdido todo contacto con sus padres. ¿Estarían relacionados ambos hechos? Solo tenía una foto de ella y la guardaba como un tesoro. En esta nos veíamos abrazados en Monserrate, era lo único que me hacía recordarla de vez en cuando. Su cara se desvanecía poco a poco en mi memoria.
***
Volví a Honda varias veces con mis tías viejas, allí la diversión corría por cuenta de Javier y de Alberto. A mis tías las acompañaba a la misa y al mercado y a eso de las seis de la tarde me dirigía al centro del pueblo. Conocía mejor ahora a mis compañeros, Javier era un chico alto de buena presencia muy blanco y pecoso, su padre los abandonó cuando era un niño, su madre tuvo que trabajar siempre para mantenerlo. Era un chico ambicioso al que le gustaba el dinero. Su novia era una chica sin gracia pero, decían, de una familia adinerada. Javier trabajaba como profesor de un colegio privado en Bogotá, en eso ocupaba su tiempo libre.
Alberto era más bien de mediana estatura, era un joven de físico común, muy locuaz y simpático, presumía de intelectual. Cuando bajaba a Honda trabajaba en la emisora local, tenía un programa de comentarios y de música, esto lo hacía muy popular en el pueblo. Su novia era enfermera, muy bonita, estaban juntos desde el colegio. Algunas veces cuando se hacía muy tarde o nos pasábamos de tragos me quedaba a dormir en la casa de alguno de los dos. Muy lejana de la comodidad de mis tías, me sentía muy a gusto con la familiaridad que se respiraba. Luego, en la universidad no paraban los chistes y las anécdotas de viaje con los otros compañeros.
***
—Mijo, tiene una llamada de Aldemar, parece urgente. —La cara de mi tía mostraba su angustia.
—Hermano, me tienen detenido aquí en un calabozo militar, ayúdeme por favor.
En efecto, en una redada conjunta del ejército y la policía habían realizado un allanamiento a las residencias universitarias. Decían que inteligencia militar tenía evidencias de que allí se escondían militantes urbanos de la guerrilla y habían atrapado a más de cien jóvenes que consideraban sospechosos. Conocía muy bien a Aldemar y sabía que no tenía ningún nexo con esto. Pero sus pelos largos y su barba poblada confundieron a los tombos, para ellos todos eran sospechosos.
Era un sábado por la tarde, las dependencias oficiales estaban cerradas, no se podía hacer trámites legales para sacarlo. No obstante, decidí ir hasta el sitio de detención, a ver qué se podía hacer.
—¿Por qué no llama a su primo, mijo?
Tenía razón mi tía, mi primo estaba en Bogotá hacía varios meses, ahora era capitán del ejército y estaba asignado en la ciudad temporalmente. Afectuoso como siempre recibió